Mi casa quedó entre los dos sectores. De un lado
avanzaban moros e italianos. De acá avanzaban, retrocedían o separaban
los defensores de Madrid. Por las paredes había entrado la artillería.
Las ventanas se partieron en pedacitos. Restos de
plomo encontré en el suelo, entre mis libros. Pero mis máscaras se
habían ido. Mis máscaras recogidas en Siam, en Bali, en Sumatra, en el
Archipiélago Malayo, en Bandoeng Doradas, cenicientas, de color tomate,
con cejas plateadas, azules, infernales, ensimismadas, mis máscaras eran
el único recuerdo de aquel primer Oriente al que llegué solitario y que me
recibió con su olor a té, a estiércol, a opio, a sudor, a jazmines intensos, a
frangipán, a fruta podrida en las calles. Aquellas máscaras, recuerdo de
las purísimas danas, de los bailes frente al templo. Gotas de madera
coloreadas por los mitos, restos de aquella floral mitología que trazaba en el
aire sueños, costumbres, demonios, misterios irreconciliables con mi
naturaleza americana. Y entonces Tal vez los milicianos se habían
asomado a las ventanas de mi casa con las máscaras puestas, y habían asustado
así a los moros, entre disparo y disparo. Muchas de ellas quedaron en
astillas y sangrientas, allí mismo...
Otras rodaron desde mi quinto piso, arrancadas por un
disparo. Frente a ellas se habían establecido las avanzadas de Franco. Frente a ellas ululaba la horda analfabeta de los mercenarios. Desde mi
casa treinta máscaras de dioses del Asia se alzaban en el último baile, el
baile de la muerte. Era un momento de tregua. Las posiciones habían
cambiado. Me senté mirando los despojos, las manchas de sangre en
la estera. Y a través de las nuevas ventanas, a través de los huecos de
la metralla. Miré hacia lejos, más allá de la ciudad universitaria,
hacia las planicies, hacia los castillos antiguos. Me pareció vacía España.
Me pareció que mis últimos invitados ya se habían ido
para siempre. Con máscaras o sin máscaras, entre los disparos y las
canciones de guerra, la loca alegría, la increíble defensa, la muerte o la
vida, aquello había terminado para mí. Era el último silencio después de
la fiesta. Después de la última fiesta.
De alguna manera, con las máscaras que se fueron,
con las máscaras que cayeron, con aquellos soldados que nunca invité, se
había ido para mí España.
Pablo Neruda
"Confieso que he vivido. Memorias"
Capítulo 5 - España en el corazón
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