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1210. El general Miaja en la línea de fuego

Cárcel Modelo de Madrid, noviembre 1936

Son las once de la mañana. Las noticias que llegan del frente al Ministerio son cada vez más confusas y alarmantes. Durante la noche anterior se ha combatido en la Ciudad Universitaria y según parece el enemigo ha roto el frente y filtrándose por el Parque del Oeste ha llegado a las primeras calles de Madrid. Se está peleando ya en los alrededores de la Cárcel Modelo.

El general Miaja ante la inminencia de la catástrofe decide ir personalmente al terreno de la lucha. Acompañado por el teniente coronel Rojo como jefe de Estado Mayor, de su ayudante Pérez Martínez y de su secretario López, sale en automóvil con dirección a la Ciudad Universitaria.

Al llegar a la Gran Vía suenan las sirenas de alerta y la gente corre a esconderse en los refugios. El auto del general, precedido por unos motoristas y seguido por el auto de escolta de la Policía, continúa su marcha por las amplias y desiertas avenidas. Los trimotores rebeldes hacen una pasada de reconocimiento a poca altura sin que les inquieten las escasas y mal dirigidas ametralladoras antiaéreas de Madrid.

El general Miaja y su escolta llegan a la Cárcel Modelo mientras evolucionan sobre sus cabezas los aviones franquistas, a cuyos observadores no ha podido pasar inadvertido el breve cortejo.

El emplazamiento elevado de la Cárcel Modelo, cuyas terrazas dominan el Parque del Oeste, la Ciudad Universitaria y la Casa de Campo, permite apreciar en conjunto el escenario de la lucha y conocer exactamente qué posiciones se conservan y cuáles se han perdido. Desde una de las galerías de la Cárcel el general Miaja y su jefe de Estado Mayor van comprobando la magnitud del desastre. Las avanzadas rebeldes están efectivamente a doscientos o trescientos metros de la plaza de la Moncloa. Pero en cambio, a retaguardia del enemigo, se mantienen firmes muchas de las posiciones republicanas. La brecha que los rebeldes han abierto y por la que audazmente se han filtrado puede ser fatal para ellos si su avance impresionante no provoca el derrumbamiento de la moral de los milicianos.

Para dominar mejor el panorama de la lucha decide Miaja subir a la terraza más elevada del edificio. Los aviones de bombardeo enemigos vuelven a hacer una pasada sobre la Cárcel Modelo. El ruido de sus motores apaga por un momento el estrépito de la fusilería. Miaja y sus acompañantes están junto a la terraza esperando la llave de la puerta que un ordenanza ha ido a buscar cuando súbitamente el pesado edificio se bambolea conmovido en sus cimientos; se alzan al cielo, disparados como cohetes, unos jirones negros y rojos, saltan hechos añicos los cristales y lentamente una nube enorme de polvo y humo va levantándose y envolviéndolo todo. Una de las galerías de la cárcel ha sido derrumbada por la explosión de una bomba.

El grupo formado por el defensor de Madrid y sus colaboradores ha permanecido inmóvil junto a la terraza. Cuando se despeja la atmósfera y se recobra la visibilidad, Miaja asomado a su atalaya, va escrutando con sus prismáticos el panorama y precisando de cuando en cuando con el jefe de Estado Mayor la verdadera situación de las fuerzas republicanas y sus posibilidades de resistencia.

Pero los trimotores enemigos después de describir un amplio semicírculo enfilan otra vez el edificio de la cárcel. Los aviones rebeldes han debido adivinar que aquélla es la atalaya del Mando republicano y están resueltos a destruirla. A espaldas del general que escruta impasible el horizonte crece el zumbido de los motores que se aproximan hasta hacerse ensordecedor, se oye notablemente el silbido agudo de la bomba que cae y otra vez el formidable estruendo de la explosión. Esta vez los aviadores fascistas han acertado a dejar caer toda su carga en el recinto de la cárcel y las explosiones se suceden cada vez más próximas y horrísonas. Una de ellas se produce en la misma galería donde se halla el general Miaja y los derrumbamientos sucesivos lo envuelven todo en una gigantesca humareda que hace inutilizable el observatorio. Miaja, contuso, desciende de la terraza casi a tientas.

Al llegar al patio el espectáculo que se ofrece a su vista es horripilante. Las bombas que a él, que estaba en el sitio más visible, le han respetado, han producido allí una carnicería. Caídos en el suelo varios hombres alcanzados por la metralla lanzan quejidos desgarradores. Otros yacen ya inmóviles; la sangre a golpes cada vez más tenues sigue manando por las brechas abiertas en sus cuerpos que acaban de exhalar el ánima. Un hombre con las piernas segadas por la explosión se incorpora sobre los muñones sanguinolentos de sus muslos e intenta avanzar casi arrastrándose. Da unos saltos escalofriantes y cae revolcándose en la sangre que brota de todo su cuerpo acribillado. Miaja, con los ojos inyectados en sangre, avanza hacia aquella piltrafa palpitante empuñando resueltamente su pistola. No es necesario. Una sacudida más y aquel tronco mutilado se queda inmóvil para siempre.

Ciego de furor, el defensor de Madrid sale de las ruinas humeantes de la cárcel. Las garitas de piedra que había a la entrada han sido arrancadas de cuajo. Miaja avanza atravesando una densa nube de humo y polvo, vacila y cae en un hoyo profundo producido por otra bomba. La explosión ha reventado las cañerías y el hoyo está lleno de agua en la que Miaja se hunde hasta la cintura. Cuando sale de allí sus ropas están empapadas. No importa. ¡Adelante! Hay que acudir a las avanzadas ahora mismo. Es el momento crítico del ataque enemigo según ha podido observar desde la terraza de la cárcel. Los milicianos flaquean. No hay un instante que perder si se quiere conjurar el desastre.


«¡Atrás, cobardes! ¡Al que dé un paso lo mato!»

Se ha iniciado la desbandada. Los milicianos desmoralizados retroceden y van llegando en grupos a las calles de Hilarión Eslava, Fernández de los Ríos y Princesa. La Plaza de la Moncloa donde se alza la cárcel está batida por la artillería enemiga, cuyos proyectiles alcanzan ya las casas de vecindad próximas, que aún seguían habitadas. En los linderos del Parque del Oeste la cortina de fuego de fusilería, de ametralladoras y morteros que han establecido los rebeldes ocasionó centenares de bajas. Muchos milicianos huyen hacia el interior de Madrid. Unos con el pretexto de ayudar a la evacuación de los heridos, que son muchos, abandonan la línea de fuego para no volver; otros, sin ningún pretexto, se vuelven a sus casas descorazonados, convencidos de que toda resistencia es inútil. Al doblar una esquina cualquiera abandonan disimuladamente el fusil y las cartucheras para perderse después entre la población no combatiente.

Miaja contempla impotente la desbandada. Si los rebeldes se instalan en la plaza de la Moncloa y ocupan el edificio de la Cárcel Modelo, la pérdida de Madrid es inminente porque desde estas posiciones tendrán dominada la calle de la Princesa que desciende hasta la plaza de España y la Gran Vía. La pérdida de la plaza de la Moncloa es además la rendición inevitable del barrio de Pozas con sus arterias principales la calle marqués de Urquijo y el paseo de Rosales, todo el Oeste de Madrid.

El pánico crece por instantes. Los vecinos de las calles próximas abandonan sus hogares sembrando la alarma por todo Madrid. Los grupos de milicianos que vienen del frente arrancándose las insignias y distintivos militares, desembarazándose de las cartucheras y abandonando los fusiles, son cada vez más nutridos.

Miaja, en el centro de la plaza de la Moncloa, con sus ropas empapadas y el cuerpo dolorido por los magullamientos de la explosión, presencia furioso y desesperado la catástrofe. Un grupo más numeroso de desertores desemboca en la plaza. Miaja tiene en este instante una resolución heroica. Avanza hacia ellos como un energúmeno y desenfundando la pistola les cierra el camino.

—¡Atrás, cobardes! ¡Al que dé un paso más lo mato como a un perro! ¡Atrás! ¡Canallas! ¡Hijos de mala madre!

El general, con la pistola en la mano, llega hasta los fugitivos que con los fusiles en ristre le miran un momento torvamente como bestias acorraladas y luego, subyugados por su coraje, bajan la cabeza y se repliegan avergonzados.

—¿Sois vosotros los heroicos defensores de Madrid? ¿Adónde vais huyendo como cobardes? ¿A esconderos debajo de la cama? ¡A las trincheras! ¡Volved a las trincheras! ¡Hay que saber morir como hombres!

Las balas de las ametralladoras y los fusiles franquistas barren la plaza de la Moncloa silbando en torno del general, que, ayudado por su séquito, consigue volver a sus trincheras a aquel puñado de hombres. Los que venían tras ellos huyendo también al verles regresar, vacilan.

—¿Adónde vais? ¡El general Miaja está ahí! —les advierten los que regresan.

—¡El general Miaja!

—¡El general Miaja!

Por los parapetos y las líneas de trincheras que estaban a punto de ser abandonados corre la noticia de que el general Miaja está allí, en la línea de fuego. Aquellas masas de hombres desmoralizados por la superioridad del enemigo sienten sobre ellas lo que hasta entonces no habían sentido; la sombra, a la vez amenazadora y tutelar, del Mando. El mito del general Miaja que está allí, pistola en mano, llevando a los hombres al combate y a la victoria actúa decisivamente sobre la moral de los milicianos como si fuese posible que detrás de cada uno de ellos estuviese el general en persona sosteniéndole en la trinchera, animándole y exigiéndole imperiosamente el cumplimiento de su deber.

La lucha renace. Los rebeldes no avanzan ya un paso. Miaja desde la plaza de la Moncloa envía sus órdenes a los jefes de las posiciones republicanas de la Ciudad Universitaria que hacen un fuego mortífero sobre las fuerzas asaltantes. Estas han avanzado dejándose a sus flancos unos islotes de resistencia desde los que están siendo aniquiladas.

La desbandada ha sido contenida. Todavía procura escapar hacia el interior de Madrid algún que otro miliciano despavorido. Pero la reacción general domina estas deserciones.

Entre los parterres de la plaza de la Moncloa un chiquillo de unos doce años, de cuerpecillo desmedrado y pobremente vestido, uno de esos típicos golfillos madrileños que son como los gorriones de la villa, a los que la misma batalla no ha podido desterrar de Madrid, descubre a un miliciano que ocultándose procura ganar los barrios apartados de la lucha. El fugitivo lleva aún el fusil en la mano y va despojándose del correaje y las cartucheras. El golfillo se planta ante él con ademán resuelto y agarrándole el fusil le dice:

—¡Trae acá, cobarde!

El hombre, aturdido, no acierta a reaccionar y deja que el chiquillo le arranque de las manos el fusil. Cargado con él y con las pesadas cartucheras se acerca el golfillo al general Miaja y le dice:

—Tome usted este fusil que puede servir para otro que no sea cobarde.

Este ademán del golfillo madrileño ha emocionado tanto al general Miaja que meses después lo recordará aún diciendo:

—Fue lástima que en aquellos momentos no pudiera preocuparme de aquel chiquillo al que con gusto recompensaría como se merece.


Una frase del embajador inglés.

Los milicianos han vuelto a entrar en contacto con las tropas de Franco y la lucha se reanuda con gran brío. El teniente coronel Rojo y el ayudante de Miaja deciden arrancar al general de aquel lugar de peligro. Rojo le dice con serena firmeza:

—¡Mi general, éste no es su puesto! Está usted arriesgando su vida inútilmente y su vida no le pertenece a usted solo, sino que está ligada a la de todos esos millares de hombres que defienden Madrid. No debe usted permanecer aquí ni un momento más.

Miaja duda todavía antes de retirarse a su despacho del Ministerio. Su puesto en el momento crítico era aquél. De nada hubiesen servido las más previsoras órdenes dictadas desde su despacho. Había que estar allí. Su presencia física, esa sugestión imponderable que en un momento dado ejerce sobre una masa de combatientes un hecho, tan insignificante, al parecer, para la realidad de la lucha, como la acción de un hombre solo, ha sido, sin embargo, lo que ha salvado Madrid. El enemigo no llegó hasta aquella plaza de la Moncloa en la que se plantó Miaja con una pistola en la mano. Ni llegará ya nunca.

Miaja, que tiene las ropas empapadas, va a cambiarse en el domicilio del teniente coronel Rojo que se halla casualmente en las inmediaciones del lugar de la lucha, y vistiéndose un uniforme de su jefe de Estado Mayor vuelve al Ministerio. Al entrar los periodistas le abordan; Miaja impasible, les contesta con su aplomo habitual como si volviese de una normal visita de inspección.

—No ocurre nada. Seguimos defendiéndonos. ¡No pasan, ni pasarán!

Cuando llega a su despacho, siente la necesidad imperiosa de dar rienda suelta a la cólera que los acontecimientos le producen y apenas cierra tras él la puerta prorrumpe en una sonora interjección y arroja con furia su bastón de mando, que va a rebotar estrepitosamente contra los mármoles de la chimenea.

Un personaje que discretamente disimulado en la penumbra de uno de los ángulos del salón ha podido presenciar la elocuente escena se adelanta para saludarle al mismo tiempo que comenta sonriente:

—Con un hombre que a su edad tiene tales energías no se puede perder Madrid. Me permito felicitarle, general.

Es el Embajador de Su Majestad Británica.


Manuel Chaves Nogales
La Defensa de Madrid - Capítulo 8



La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.









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