I
Cierta mañana gélida de Madrid, bordeados
todavía de nieve endurecida los filos de las aceras, Braulio, que caminaba
lenta y doloridamente por el Salón del Prado hasta el hospital, levantando la
vista en un breve descanso, recibió de súbito por todo su cuerpo un baño de
penas: las palmeras que decoraban en varias filas el paseo, todas, se habían
helado. Allí permanecían, enarcadas aún las cabezas, en un seco descenso de
surtidores fijos, color de barro triste, sucio. A Braulio con la guerra, y
sobre todo después del balazo que le dejara como olvidada en sueño la pierna
derecha desde el arranque de la ingle, se le había afilado de tal modo la
sensibilidad, que las más leves cosas naturales, relacionadas entre sí por los
efectos de la lucha —un pájaro cantando sobre un árbol partido, una flor
entreabriendo junto al hoyo cavado por una granada, un perro pensativo ante un
montón de escombros...—, le entraban por la piel en oleadas de frío, que al
subir a los ojos se le resolvían en lágrimas.
«¡Se han helado las palmeras, las pobres
palmeras de Madrid!», díjose Braulio casi en voz alta, sorprendido de que los
autos y camiones no aminoraran su carrera, parándose; extrañado de que todos
los transeúntes del paseo no dedicasen siquiera con la vista un comentario mínimo
a aquel nuevo dolor caído sobre la endurecida capital de España.
Pues son las únicas palmeras que podían
ofrecer los madrileños. Muy jóvenes aún, pero camino de remontar los primeros
balcones del Banco y quién sabe si con el calor y el tiempo, hasta la esfera
del reloj. Ellas solas eran las que ponían bajo los tensos cielos fríos, que
trae el Guadarrama, un poco de sur y de perfil mediterráneo en este seco
corazón de la Península. Ahora se han muerto. No han podido aguantar este
segundo invierno de guerra castellano.
Braulio era del Sur, de un pueblo costero
de la provincia de Cádiz. Estudiante de... ¿De qué había sido estudiante
Braulio? Ni él mismo lo sabía. Primero había intentado ser pintor. Luego,
médico. Después, arquitecto. Pero no consiguiendo aprobar ni el preparatorio de
esta carrera, se matriculó al curso siguiente en la Universidad con el fin de
alcanzar algún día —¿de qué año?— una cátedra de Historia.
De imaginación rápida, atolondrada, a
Braulio le entusiasmaba, casi sin él saberlo, la indisciplina mental, la falta
de método, el desorden en el estudio. Era un mal estudiante inteligente, turbia
de vaguedades líricas la cabeza, tan serio como alborotado de pronto, tan
violento como suave, tan huraño como divertido, tan bueno y largo de corazón como
capaz del odio menos disimulado, más mortal y lleno de calculadas agujas.
«¡Pero no habrá matado el frío las
palmeras de Cádiz —¡aquellas umbrosas y frescas de la Plaza de Mina!—, ni
tampoco las de la Isla, las del Parque del Puerto, las de Jerez de la Frontera,
las de Sanlúcar y, Guadalquivir arriba, las prestigiosas palmeras sevillanas!
No, no se habrán helado», pensó Braulio, reanudando difícilmente la marcha,
acordándose también en seguida de los grandes palmares levantinos, que había
conocido en un San Juan de tracas y cohetes antes de la guerra.
No es que a Braulio le entusiasmara aquel
árbol. En el viejo pleito poético entre el pino del Norte y la palmera del
Mediodía, él, desde su adolescencia, era más partidario del pino.
«Recuerdo uno de la orilla del mar —siguió
pensando—, grande, de los llamados parasol, en cuya inmensa copa llena de las
palabras del viento parecía descansar todo el cielo de la bahía. Ahora tendrá
ese pino, si vive, más de ciento cuarenta años.»
Se le escalofriaron las sienes ante la
aparición de aquella perdida imagen de su infancia. Y se vio a sí mismo,
pequeño, mal colegial que hace novillos cuando menos tres veces por semana,
entre los lentiscos y las jaras que cercaban el tronco, azuzando a su perro —el
«Rayo»— contra un verde y como esmerilado lagarto que se revolvía, iracundo,
sobre su misma cola, inyectados los ojos de un sol de atardecer picado en
sangre.
«¡Con qué increíble rapidez giraba aquel
verde demonio, presentándole al perro, que se refrenaba temeroso, rígidas las
patas, dos hileras abiertas de diminutas púas, entre las que salía un cortado
jadeo desafiante y trágico! Al fin, y pasada una hora de feroces acometidas, de
las que siempre habían salido ilesos ambos contendientes, el «Rayo», cayendo
como su nombre sobre su vertiginoso enemigo, lo partió en dos pedazos de una
instantánea dentellada, alejándose al punto hacia la mar en una rauda carrera
de victoria, colgándole de entre los dientes, igual que una sangrante hoja
extraña, medio cuerpo de su contrario, aferrado por la cabeza. Mientras, la
seccionada cola del pequeño demonio brincaba haciendo raras eses junto a las
puntas inquietas de mis zapatos. ¡Qué bien corrí yo luego hasta casi caída la
noche, persiguiendo al «Rayo» por la orilla!»
Ante esta nueva imagen de aquella tarde
andaluza de su niñez, Braulio se entristeció, parándose de nuevo, fatigado de
su pierna, y buscando el auxilio de un banco del paseo. Una baja palmera helada
le llovía sobre la frente.
«Los árboles, como yo y como tantos otros
—continuó diciéndose—, también sufren la guerra, también la sienten en su
carne, lo mismo que el soldado. ¡A cuántos árboles heridos he visto llorar
savia de los ojos abiertos en sus troncos por las balas de los combates! ¡Con
qué dolor más humano derramaban resina, hechos fuentes de lágrimas, los pinos
de la sierra! ¡Qué crujido más triste el de unos olmos descuajados de golpe por
una granada! Sí, sienten como nosotros. Tiemblan, lloran y pierden el sentido y
se les oye a veces suplicar con el aire que se les venden las heridas, que se
les retire a un hospital de tierra donde poder enraizarse de nuevo.»
Braulio sabía muy bien del dolor de los
árboles. Parapetado bajo una olmeda estaba con otros camaradas, cuando en medio
de una catástrofe de ramas y una erupción de hojas sintió morírsele su pierna y
con ella los ojos, que ya no abrió hasta notar bajo su espalda ardiendo el
fresco de las sábanas de un hospital de sangre.
Braulio había sido primeramente miliciano.
Su propia voluntad le hizo echarse a la calle en los días de julio, sintiendo
de repente llenársele su corazón de olas populares, de orgullo de la patria, de
tierra madre recién escupida, pateada, mordida a traición por unos generales a
los que era preciso exterminar en seguida. Y ya, desde aquella tarde en que él
por su propia mano le tomara el fusil a uno de esos héroes sin nombre caídos
ante el Cuartel de la Montaña, siguió batiéndose en distintos frentes de
guerra, pasando de miliciano de los días gloriosos a soldado del Ejército de la
República, en donde continuó combatiendo, hasta sentir aquel desvanecerse de su
pierna derecha, aquella pesadez como de arena que hacía más de tres meses
arrastraba su cuerpo y que en aquel instante le había hecho sentarse sobre la
tabla húmeda de un banco.
«Hoy ya no llego al hospital. Se me hace
tarde», susurró al escuchar la una en un reloj de la Cibeles.
Intentó levantarse, para seguir. Un
resbalar como de plomo derretido por el tubo del hueso de la pierna, le hizo
sentarse nuevamente. Se hallaba muy cansado. Pasó por el paseo un joven ya
viejo camarada de las primeras horas del levantamiento, reciente oficial de
aviación, quien reconociendo, emocionado, a Braulio, le condujo en un coche de
las Fuerzas del Aire a un pequeño chalet de las afueras, donde vivía curándose
y esperando volver a la vida del frente.
Aquel día, Braulio, el mal estudiante
ahora soldado, se llevó a su casa, más que el dolor físico de su herida, el
infinito de aquellas pobres palmeras, heladas a lo largo del precioso paseo
madrileño.
II
Braulio pasaba el sol del invierno tumbado
en el jardincillo de su chalet: unas parcelas de mala tierra sin jugo,
salpicadas de arbustos raquíticos y rosales depauperados. Ya no bajaba por
Madrid. Ahora, en un hospital próximo, le aplicaban corriente eléctrica por
series quincenales con diez días de descanso. Como el reposo y los libros le
aburrían, a Braulio se le alborotaba la cabeza, barajándosele los recuerdos del
frente con los de su familia en la zona facciosa, mezclándolos de odio, de
ternura, de extraños sentimientos y disparatadas imaginaciones.
«Como no me den pronto de alta, me volveré
loco», se decía, cayendo a veces en la cuenta de sus desbarajustados
pensamientos.
Una noche se despertó en medio de uno de
esos fríos y calculados bombardeos con que los otros martirizaban
el sueño de Madrid.
—¡Qué bestias! —gritó, sentándose en la
cama y agachando instintivamente la cabeza al zumbido de los proyectiles—.
Los
odio, los odio más que nunca.
Y se tiró del lecho en busca de su fusil.
Como no lo tenía, empuñó la pistola, renqueando hasta la puerta del
jardincillo. Miró al cielo cruzado aún de resplandores. Las explosiones eran
cercanas, pero el silencio de la ciudad, absoluto. Un verdadero silencio de
muerte golpeado por una triste siembra de granadas, que se oían enterrarse en
los tejados, en las calles, en las vidas calladas de la noche.
—Pero ¿qué hago yo aquí con esta pistola?
Entonces Braulio se recostó pesadamente
sobre la tierra que temblaba, y pegando el oído contra ella quiso escuchar su
corazón, llenarse de su sufrimiento.
—¡Cómo le crujen los huesos a España! Oigo
correr su sangre, rompérsele las venas, atropellársele el pulso. Pero está
viva, viva. Escucho sus entrañas convulsas. Palpo su valiente espinazo. Estoy
tendido en una de sus vértebras, que quieren desunir y hacer saltar como a un
tonel de cascaras. Pero sus huesos son inexpugnables. Podéis seguir tirando,
manos oscuras, conciencias negras de terror y sotanas, podredumbres vendidas,
torvos bandidos manejados. ¡Tirad, tirad, tirad!
Arriba tiritaba el cielo de Madrid,
impasible de estrellas. Braulio, sin despegar el oído de la tierra, lo miraba.
Seguía el cañoneo.
—En medio de todos tus temblores, de los
latigazos que te estremecen, pero no te acobardan, oigo a cien capas de
profundidad fluir la música ensangrentada de tus ríos, el silbo prolongado de
tus bosques ardiendo y tus llanuras calcinadas, el fiero llanto de tus hermosos
pueblos y ciudades destruidos. Oigo las voces de tus niños, oigo el estertor de
tus madres, los gritos de tus soldados... Te oigo toda entera, a ti, patria mía
escupida, enlodada, pisoteada, llena de torrentes de crímenes, de cataratas de
asesinos, de...
No pudo decir más, y se echó a llorar en
la noche contra la tierra de España.
Aminoraba el cañoneo.
Braulio, entumecido, dolorida la pierna, y
siempre empuñando la pistola, volvió a su cuarto.
—Los odio, los odio, los odio.
Y se durmió al son de este estribillo que
le salía del alma.
—Tengo que dedicarme a odiarlos —se dijo
al día siguiente—, reposando en su feo y minúsculo jardín.
Mas dentro de ese odio caía parte de su
familia.
—Han asesinado a mi mejor amigo.
¿Comprendéis que se pueda matar al agua clara? Lo ocultaban los buenos
mayorales de una de las dehesas de mi tía la viuda. Lo remataron en un pajar,
como a un perro. ¿Y quiénes fueron sus verdugos? Se me parte la lengua al
decirlo. Mis propios hermanos.
Esto se lo había relatado detalladamente a
Braulio un evadido de su mismo pueblo, llegado al amanecer a las líneas leales
por el frente de Córdoba. Y él lo creía a ciegas.
—Sí; tengo que dedicarme a
odiarlos. A todos. Sin excepción. Caiga quien caiga.
Y empleó el resto del invierno en componer
insultos e invectivas contra los facciosos españoles y sus cómplices
extranjeros. Ensayaba componer esas verdades, bien escribiéndolas o
dibujándolas. Pero no encontrando nunca aquellas palabras o líneas que
reprodujeran siquiera vagamente lo que le mordía la sangre, desgarraba el
papel, enfureciéndose consigo mismo.
—Quiero llegar al odio frío, sistemático;
al odio calculado, preciso, al que heladamente y en cualquier momento pueda yo
despertar en mí y utilizar como convenga. Como nos convenga —rectificó—.
Volveré al ejército más pertrechado de odio que nunca. Escribiré algo así como
un diccionario del insulto contra los fascistas, una interminable letanía de
odio, que haré repetir a los soldados hasta lograr clavársela en el tuétano de
los huesos.
Pero volvía a desesperarse diariamente
viendo lo pobre del idioma, lo mezquino de la expresión cuando ésta responde a
un deseo de muerte por hambre de justicia. Y rompía cien veces lo escrito.
—Me convenzo: esto no sirve para nada. «La
palabra —como dijo el férreo poeta ruso de la Revolución de Octubre— la tiene
el camarada Mausser.» El hablará por mí en cuanto me cure, que será pronto.
III
Una de las tantas y aburridas mañanas,
sentado, como siempre, en su jardincillo, se dio cuenta, de pronto, de que a
los míseros arriates les había brotado un suave bozo verde y que los pobres
rosales se perecían por apuntar unos minúsculos capullos. Se asomó por el filo
de la verja. Hacía cerca de un mes que no iba al hospital. Esperaba con el alta
del médico la vuelta de la «normalidad». La normalidad para Braulio era la vida
en la trinchera, su trabajo como soldado de la República.
—Mi trabajo de ahora.
¡Qué lejos de aquel otro, monótono y sin
ganas, de los días universitarios! Pero ¿es que alguna vez había sido
estudiante? ¿Cuántos años hacía? ¡Cómo la guerra aleja todo, cuántas capas de
olvido y de distancia tira sobre las cosas!
—Me gusta, me entusiasma saber, y saber
mucho; pero el método, la disciplina, la asistencia diaria a las clases...
¡Horrible! Cuando termine esto, seré... ¿Qué seré entonces?
Porque la Historia como carrera no me agrada. ¿Cuál es mi vocación? Pero ¿la sé
yo acaso? Bueno, bueno, ¿para qué torturarme? Ya saldrá, ya saldrá... si es que
no paso antes a ser abono de estos trigos.
Trigos recientes, pelusones, agitados,
parecían perseguirse como esterones verdes tendidos entre las casas dispersas,
los chalets en construcción, el trazo borroso de las calles futuras de aquella
barriada detenida.
—¡Pues si ha llegado la primavera! Y yo
aquí metido, sin enterarme.
Salió, y se echó a andar por una
veredilla.
—¡Pero si ando como nunca! ¡Si el pie me
llega al suelo! ¡Pero si voy sin bastón! ¡Mejor que antes de la guerra!
De pronto, echó a correr.
—¡Pero si corro! ¡Qué maravilla! ¡Estoy
curado!
Aquel mismo día, los médicos le dieron de
alta, y uno de los jefes de su brigada le comunicó, felicitándolo, su ascenso a
capitán.
«¡Quién sabe si mi carrera será ésta: la
de las armas! —pensó al ver aparecer las tres barras bordadas sobre las
bocamangas de su uniforme—. A lo mejor, sí.»
Y el nuevo capitán corrió a tomar el mando
de su compañía.
A la semana de su ascenso, bajaba Braulio
un amanecer, al frente de sus hombres, por una calle céntrica de la ciudad.
Madrid se sonrosaba solo, orgulloso y tranquilo, como si nadie lo acechara.
Cantaban entre dientes los soldados una canción de héroes, partida con un
estribillo de burla para los otros. El duro redoble de los
pasos ponía como un severo acompañamiento a aquel canto de guerra, nuevo para
los oídos de Braulio.
«Habrá surgido en estos meses, porque no
lo conozco.»
E intentó aprendérselo en seguida, ya que
en la guerra hay que cantar, porque no puede haber heroísmo sin cántico,
epopeya sin melodía.
Repitiéndose iba en voz baja y
distraídamente el estribillo, cuando alzando la vista, se encontró Braulio de
repente en el Salón del Prado, marchando por el centro del paseo, custodiada su
margen derecha por —¡oh milagro, que le hizo estremecer hasta las raíces de los
cabellos!— aquellas mismas palmeras heladas de los primeros meses de su herida,
pero ahora florecidos sus troncos de unas crestas de dedos finos, largos,
verdes, iniciándose ya en su esbeltez temblorosa ese arco lleno de gracia de
las palmas.
«¡Pero si viven, si han resucitado con la
primavera! ¡Buen médico de árboles el que las ha salvado!», pensó Braulio recordándose
su cuerpo inútil, tendido al sol del invierno en aquel feo jardín de las
afueras.
Allí estaban, allí seguían, ricas de nueva
infancia, serradas las pencas de los troncos, lisos ya como los de cualquier
árbol, saludando su mano recién nacida a los héroes del pueblo que desfilaban
ante ellas, con los ojos al frente, sin doblarlos ni siquiera un instante para
contemplarlas.
«Vivas, vivas, como yo. Hemos reflorecido
a un mismo tiempo.»
Y los soldados no comprendieron por qué su
capitán, de pronto, con una voz extraña, balbuciente, y en un gesto de júbilo,
les ordenaba:
—¡Canten... canten...! Cantemos,
camaradas... Sí, esa nueva canción... Todos juntos... ¡Venga...! ¡Vamos!
Rafael Alberti, 1938
Relatos y Prosa
Editorial Bruguera, 1980
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