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1227. Las palmeras se hielan




I

Cierta mañana gélida de Madrid, bordeados todavía de nieve endurecida los filos de las aceras, Braulio, que caminaba lenta y doloridamente por el Salón del Prado hasta el hospital, levantando la vista en un breve descanso, recibió de súbito por todo su cuerpo un baño de penas: las palmeras que decoraban en varias filas el paseo, todas, se habían helado. Allí permanecían, enarcadas aún las cabezas, en un seco descenso de surtidores fijos, color de barro triste, sucio. A Braulio con la guerra, y sobre todo después del balazo que le dejara como olvidada en sueño la pierna derecha desde el arranque de la ingle, se le había afilado de tal modo la sensibilidad, que las más leves cosas naturales, relacionadas entre sí por los efectos de la lucha —un pájaro cantando sobre un árbol partido, una flor entreabriendo junto al hoyo cavado por una granada, un perro pensativo ante un montón de escombros...—, le entraban por la piel en oleadas de frío, que al subir a los ojos se le resolvían en lágrimas.

«¡Se han helado las palmeras, las pobres palmeras de Madrid!», díjose Braulio casi en voz alta, sorprendido de que los autos y camiones no aminoraran su carrera, parándose; extrañado de que todos los transeúntes del paseo no dedicasen siquiera con la vista un comentario mínimo a aquel nuevo dolor caído sobre la endurecida capital de España.

Pues son las únicas palmeras que podían ofrecer los madrileños. Muy jóvenes aún, pero camino de remontar los primeros balcones del Banco y quién sabe si con el calor y el tiempo, hasta la esfera del reloj. Ellas solas eran las que ponían bajo los tensos cielos fríos, que trae el Guadarrama, un poco de sur y de perfil mediterráneo en este seco corazón de la Península. Ahora se han muerto. No han podido aguantar este segundo invierno de guerra castellano.

Braulio era del Sur, de un pueblo costero de la provincia de Cádiz. Estudiante de... ¿De qué había sido estudiante Braulio? Ni él mismo lo sabía. Primero había intentado ser pintor. Luego, médico. Después, arquitecto. Pero no consiguiendo aprobar ni el preparatorio de esta carrera, se matriculó al curso siguiente en la Universidad con el fin de alcanzar algún día —¿de qué año?— una cátedra de Historia.

De imaginación rápida, atolondrada, a Braulio le entusiasmaba, casi sin él saberlo, la indisciplina mental, la falta de método, el desorden en el estudio. Era un mal estudiante inteligente, turbia de vaguedades líricas la cabeza, tan serio como alborotado de pronto, tan violento como suave, tan huraño como divertido, tan bueno y largo de corazón como capaz del odio menos disimulado, más mortal y lleno de calculadas agujas.

«¡Pero no habrá matado el frío las palmeras de Cádiz —¡aquellas umbrosas y frescas de la Plaza de Mina!—, ni tampoco las de la Isla, las del Parque del Puerto, las de Jerez de la Frontera, las de Sanlúcar y, Guadalquivir arriba, las prestigiosas palmeras sevillanas! No, no se habrán helado», pensó Braulio, reanudando difícilmente la marcha, acordándose también en seguida de los grandes palmares levantinos, que había conocido en un San Juan de tracas y cohetes antes de la guerra.

No es que a Braulio le entusiasmara aquel árbol. En el viejo pleito poético entre el pino del Norte y la palmera del Mediodía, él, desde su adolescencia, era más partidario del pino.

«Recuerdo uno de la orilla del mar —siguió pensando—, grande, de los llamados parasol, en cuya inmensa copa llena de las palabras del viento parecía descansar todo el cielo de la bahía. Ahora tendrá ese pino, si vive, más de ciento cuarenta años.»

Se le escalofriaron las sienes ante la aparición de aquella perdida imagen de su infancia. Y se vio a sí mismo, pequeño, mal colegial que hace novillos cuando menos tres veces por semana, entre los lentiscos y las jaras que cercaban el tronco, azuzando a su perro —el «Rayo»— contra un verde y como esmerilado lagarto que se revolvía, iracundo, sobre su misma cola, inyectados los ojos de un sol de atardecer picado en sangre.

«¡Con qué increíble rapidez giraba aquel verde demonio, presentándole al perro, que se refrenaba temeroso, rígidas las patas, dos hileras abiertas de diminutas púas, entre las que salía un cortado jadeo desafiante y trágico! Al fin, y pasada una hora de feroces acometidas, de las que siempre habían salido ilesos ambos contendientes, el «Rayo», cayendo como su nombre sobre su vertiginoso enemigo, lo partió en dos pedazos de una instantánea dentellada, alejándose al punto hacia la mar en una rauda carrera de victoria, colgándole de entre los dientes, igual que una sangrante hoja extraña, medio cuerpo de su contrario, aferrado por la cabeza. Mientras, la seccionada cola del pequeño demonio brincaba haciendo raras eses junto a las puntas inquietas de mis zapatos. ¡Qué bien corrí yo luego hasta casi caída la noche, persiguiendo al «Rayo» por la orilla!»

Ante esta nueva imagen de aquella tarde andaluza de su niñez, Braulio se entristeció, parándose de nuevo, fatigado de su pierna, y buscando el auxilio de un banco del paseo. Una baja palmera helada le llovía sobre la frente.

«Los árboles, como yo y como tantos otros —continuó diciéndose—, también sufren la guerra, también la sienten en su carne, lo mismo que el soldado. ¡A cuántos árboles heridos he visto llorar savia de los ojos abiertos en sus troncos por las balas de los combates! ¡Con qué dolor más humano derramaban resina, hechos fuentes de lágrimas, los pinos de la sierra! ¡Qué crujido más triste el de unos olmos descuajados de golpe por una granada! Sí, sienten como nosotros. Tiemblan, lloran y pierden el sentido y se les oye a veces suplicar con el aire que se les venden las heridas, que se les retire a un hospital de tierra donde poder enraizarse de nuevo.»

Braulio sabía muy bien del dolor de los árboles. Parapetado bajo una olmeda estaba con otros camaradas, cuando en medio de una catástrofe de ramas y una erupción de hojas sintió morírsele su pierna y con ella los ojos, que ya no abrió hasta notar bajo su espalda ardiendo el fresco de las sábanas de un hospital de sangre.

Braulio había sido primeramente miliciano. Su propia voluntad le hizo echarse a la calle en los días de julio, sintiendo de repente llenársele su corazón de olas populares, de orgullo de la patria, de tierra madre recién escupida, pateada, mordida a traición por unos generales a los que era preciso exterminar en seguida. Y ya, desde aquella tarde en que él por su propia mano le tomara el fusil a uno de esos héroes sin nombre caídos ante el Cuartel de la Montaña, siguió batiéndose en distintos frentes de guerra, pasando de miliciano de los días gloriosos a soldado del Ejército de la República, en donde continuó combatiendo, hasta sentir aquel desvanecerse de su pierna derecha, aquella pesadez como de arena que hacía más de tres meses arrastraba su cuerpo y que en aquel instante le había hecho sentarse sobre la tabla húmeda de un banco.

«Hoy ya no llego al hospital. Se me hace tarde», susurró al escuchar la una en un reloj de la Cibeles.

Intentó levantarse, para seguir. Un resbalar como de plomo derretido por el tubo del hueso de la pierna, le hizo sentarse nuevamente. Se hallaba muy cansado. Pasó por el paseo un joven ya viejo camarada de las primeras horas del levantamiento, reciente oficial de aviación, quien reconociendo, emocionado, a Braulio, le condujo en un coche de las Fuerzas del Aire a un pequeño chalet de las afueras, donde vivía curándose y esperando volver a la vida del frente.

Aquel día, Braulio, el mal estudiante ahora soldado, se llevó a su casa, más que el dolor físico de su herida, el infinito de aquellas pobres palmeras, heladas a lo largo del precioso paseo madrileño.


II

Braulio pasaba el sol del invierno tumbado en el jardincillo de su chalet: unas parcelas de mala tierra sin jugo, salpicadas de arbustos raquíticos y rosales depauperados. Ya no bajaba por Madrid. Ahora, en un hospital próximo, le aplicaban corriente eléctrica por series quincenales con diez días de descanso. Como el reposo y los libros le aburrían, a Braulio se le alborotaba la cabeza, barajándosele los recuerdos del frente con los de su familia en la zona facciosa, mezclándolos de odio, de ternura, de extraños sentimientos y disparatadas imaginaciones.

«Como no me den pronto de alta, me volveré loco», se decía, cayendo a veces en la cuenta de sus desbarajustados pensamientos.

Una noche se despertó en medio de uno de esos fríos y calculados bombardeos con que los otros martirizaban el sueño de Madrid.

—¡Qué bestias! —gritó, sentándose en la cama y agachando instintivamente la cabeza al zumbido de los proyectiles—.

Los odio, los odio más que nunca.

Y se tiró del lecho en busca de su fusil. Como no lo tenía, empuñó la pistola, renqueando hasta la puerta del jardincillo. Miró al cielo cruzado aún de resplandores. Las explosiones eran cercanas, pero el silencio de la ciudad, absoluto. Un verdadero silencio de muerte golpeado por una triste siembra de granadas, que se oían enterrarse en los tejados, en las calles, en las vidas calladas de la noche.

—Pero ¿qué hago yo aquí con esta pistola?

Entonces Braulio se recostó pesadamente sobre la tierra que temblaba, y pegando el oído contra ella quiso escuchar su corazón, llenarse de su sufrimiento.

—¡Cómo le crujen los huesos a España! Oigo correr su sangre, rompérsele las venas, atropellársele el pulso. Pero está viva, viva. Escucho sus entrañas convulsas. Palpo su valiente espinazo. Estoy tendido en una de sus vértebras, que quieren desunir y hacer saltar como a un tonel de cascaras. Pero sus huesos son inexpugnables. Podéis seguir tirando, manos oscuras, conciencias negras de terror y sotanas, podredumbres vendidas, torvos bandidos manejados. ¡Tirad, tirad, tirad!

Arriba tiritaba el cielo de Madrid, impasible de estrellas. Braulio, sin despegar el oído de la tierra, lo miraba.

Seguía el cañoneo.

—En medio de todos tus temblores, de los latigazos que te estremecen, pero no te acobardan, oigo a cien capas de profundidad fluir la música ensangrentada de tus ríos, el silbo prolongado de tus bosques ardiendo y tus llanuras calcinadas, el fiero llanto de tus hermosos pueblos y ciudades destruidos. Oigo las voces de tus niños, oigo el estertor de tus madres, los gritos de tus soldados... Te oigo toda entera, a ti, patria mía escupida, enlodada, pisoteada, llena de torrentes de crímenes, de cataratas de asesinos, de...

No pudo decir más, y se echó a llorar en la noche contra la tierra de España.

Aminoraba el cañoneo.

Braulio, entumecido, dolorida la pierna, y siempre empuñando la pistola, volvió a su cuarto.

—Los odio, los odio, los odio.

Y se durmió al son de este estribillo que le salía del alma.

—Tengo que dedicarme a odiarlos —se dijo al día siguiente—, reposando en su feo y minúsculo jardín.

Mas dentro de ese odio caía parte de su familia.

—Han asesinado a mi mejor amigo. ¿Comprendéis que se pueda matar al agua clara? Lo ocultaban los buenos mayorales de una de las dehesas de mi tía la viuda. Lo remataron en un pajar, como a un perro. ¿Y quiénes fueron sus verdugos? Se me parte la lengua al decirlo. Mis propios hermanos.

Esto se lo había relatado detalladamente a Braulio un evadido de su mismo pueblo, llegado al amanecer a las líneas leales por el frente de Córdoba. Y él lo creía a ciegas.

—Sí; tengo que dedicarme a odiarlos. A todos. Sin excepción. Caiga quien caiga.

Y empleó el resto del invierno en componer insultos e invectivas contra los facciosos españoles y sus cómplices extranjeros. Ensayaba componer esas verdades, bien escribiéndolas o dibujándolas. Pero no encontrando nunca aquellas palabras o líneas que reprodujeran siquiera vagamente lo que le mordía la sangre, desgarraba el papel, enfureciéndose consigo mismo.

—Quiero llegar al odio frío, sistemático; al odio calculado, preciso, al que heladamente y en cualquier momento pueda yo despertar en mí y utilizar como convenga. Como nos convenga —rectificó—. Volveré al ejército más pertrechado de odio que nunca. Escribiré algo así como un diccionario del insulto contra los fascistas, una interminable letanía de odio, que haré repetir a los soldados hasta lograr clavársela en el tuétano de los huesos.

Pero volvía a desesperarse diariamente viendo lo pobre del idioma, lo mezquino de la expresión cuando ésta responde a un deseo de muerte por hambre de justicia. Y rompía cien veces lo escrito.

—Me convenzo: esto no sirve para nada. «La palabra —como dijo el férreo poeta ruso de la Revolución de Octubre— la tiene el camarada Mausser.» El hablará por mí en cuanto me cure, que será pronto. 


III

Una de las tantas y aburridas mañanas, sentado, como siempre, en su jardincillo, se dio cuenta, de pronto, de que a los míseros arriates les había brotado un suave bozo verde y que los pobres rosales se perecían por apuntar unos minúsculos capullos. Se asomó por el filo de la verja. Hacía cerca de un mes que no iba al hospital. Esperaba con el alta del médico la vuelta de la «normalidad». La normalidad para Braulio era la vida en la trinchera, su trabajo como soldado de la República.

—Mi trabajo de ahora.

¡Qué lejos de aquel otro, monótono y sin ganas, de los días universitarios! Pero ¿es que alguna vez había sido estudiante? ¿Cuántos años hacía? ¡Cómo la guerra aleja todo, cuántas capas de olvido y de distancia tira sobre las cosas!

—Me gusta, me entusiasma saber, y saber mucho; pero el método, la disciplina, la asistencia diaria a las clases... ¡Horrible! Cuando termine esto, seré... ¿Qué seré entonces? Porque la Historia como carrera no me agrada. ¿Cuál es mi vocación? Pero ¿la sé yo acaso? Bueno, bueno, ¿para qué torturarme? Ya saldrá, ya saldrá... si es que no paso antes a ser abono de estos trigos.

Trigos recientes, pelusones, agitados, parecían perseguirse como esterones verdes tendidos entre las casas dispersas, los chalets en construcción, el trazo borroso de las calles futuras de aquella barriada detenida.

—¡Pues si ha llegado la primavera! Y yo aquí metido, sin enterarme.

Salió, y se echó a andar por una veredilla.

—¡Pero si ando como nunca! ¡Si el pie me llega al suelo! ¡Pero si voy sin bastón! ¡Mejor que antes de la guerra!

De pronto, echó a correr.

—¡Pero si corro! ¡Qué maravilla! ¡Estoy curado!

Aquel mismo día, los médicos le dieron de alta, y uno de los jefes de su brigada le comunicó, felicitándolo, su ascenso a capitán.

«¡Quién sabe si mi carrera será ésta: la de las armas! —pensó al ver aparecer las tres barras bordadas sobre las bocamangas de su uniforme—. A lo mejor, sí.»

Y el nuevo capitán corrió a tomar el mando de su compañía.

A la semana de su ascenso, bajaba Braulio un amanecer, al frente de sus hombres, por una calle céntrica de la ciudad. Madrid se sonrosaba solo, orgulloso y tranquilo, como si nadie lo acechara. Cantaban entre dientes los soldados una canción de héroes, partida con un estribillo de burla para los otros. El duro redoble de los pasos ponía como un severo acompañamiento a aquel canto de guerra, nuevo para los oídos de Braulio.

«Habrá surgido en estos meses, porque no lo conozco.»

E intentó aprendérselo en seguida, ya que en la guerra hay que cantar, porque no puede haber heroísmo sin cántico, epopeya sin melodía.

Repitiéndose iba en voz baja y distraídamente el estribillo, cuando alzando la vista, se encontró Braulio de repente en el Salón del Prado, marchando por el centro del paseo, custodiada su margen derecha por —¡oh milagro, que le hizo estremecer hasta las raíces de los cabellos!— aquellas mismas palmeras heladas de los primeros meses de su herida, pero ahora florecidos sus troncos de unas crestas de dedos finos, largos, verdes, iniciándose ya en su esbeltez temblorosa ese arco lleno de gracia de las palmas.

«¡Pero si viven, si han resucitado con la primavera! ¡Buen médico de árboles el que las ha salvado!», pensó Braulio recordándose su cuerpo inútil, tendido al sol del invierno en aquel feo jardín de las afueras.

Allí estaban, allí seguían, ricas de nueva infancia, serradas las pencas de los troncos, lisos ya como los de cualquier árbol, saludando su mano recién nacida a los héroes del pueblo que desfilaban ante ellas, con los ojos al frente, sin doblarlos ni siquiera un instante para contemplarlas.

«Vivas, vivas, como yo. Hemos reflorecido a un mismo tiempo.»

Y los soldados no comprendieron por qué su capitán, de pronto, con una voz extraña, balbuciente, y en un gesto de júbilo, les ordenaba:

—¡Canten... canten...! Cantemos, camaradas... Sí, esa nueva canción... Todos juntos... ¡Venga...! ¡Vamos!


Rafael Alberti, 1938
Relatos y Prosa
Editorial Bruguera, 1980








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