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1214. Lo que recuerdo yo de Pablo Iglesias




Los que somos ya viejos y empezamos a vivir muy pronto evocamos hoy, como uno de los más decisivos recuerdos de nuestra infancia, la figura del compañero Iglesias —así se le llamaba entonces—, de aquel joven obrero de palabra ardiente, de elocuencia cordial. Era yo un niño de trece años; Pablo Iglesias, un hombre en la plenitud de la vida. Recuerdo haberle oído hablar entonces —hacia 1889— en Madrid, probablemente un domingo (¿un Primero de Mayo?), acaso en los jardines del Buen Retiro. No respondo de la exactitud de estos datos, tal vez mal retenidos en la memoria. La memoria es infiel: no sólo borra y confunde, sino que, a veces, inventa, para desorientarnos. De lo único que puedo responder es de la emoción que en mi alma iban despertando las palabras encendidas de Pablo Iglesias. Al escucharle, hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer un niño: “Parece que es verdad lo que ese hombre dice”. 

La voz de Pablo Iglesias tenía para mí el timbre inconfundible —e indefinible— de la verdad humana. Porque antes de Pablo Iglesias habían hablado otros oradores, tal vez más cultos, tal vez más enterados o de elocuencia más hábil, de los cuales sólo recuerdo que no hicieron en mí la menor impresión. Debo advertir que, aunque nacido y educado entre universitarios, nada había en mi educación —digámoslo en loor de ella— que me inclinara a pensar que la palabra de un cajista había de ser necesariamente menos interesante que la autorizada por la sabiduría oficial. Quiero decir que no había en mí el menor asombro ante el hecho de que un tipógrafo hablase bien. La palabra es un don —pensaba yo entonces— que reparte Dios algo a capricho, y que no siempre coincide con el reparto de diplomas académicos que hacen los hombres. Para un niño esto es una verdad muy clara. El tiempo se encarga de enturbiárnosla con múltiples reservas.

Lo cierto es que las palabras de Iglesias tenían para mí una autoridad que el orador había conquistado con el fuego que en ellas ponía, y que implicaban una revelación muy profunda para el alma de un niño. De todo el discurso, en el que sonaba muchas veces el nombre de Marx y el de algunos otros pensadores no menos ilustres, que no podía yo entonces valorar —hoy acaso tampoco—, sacaba yo esta ingenua conclusión infantil: “El mundo en que vivo está mucho peor de lo que yo creía. Mi pobre existencia de señorito pobre reposa, al fin, sobre una injusticia. ¡Cuántas existencias más pobres que la mía hay en el mundo, que ni siquiera pueden aspirar, como yo aspiro, a entreabrir algún día, por la propia mano, las puertas de la cultura, de la gloria, de la riqueza misma! Todo mi caudal, ciertamente, está en mi fantasía, mas no por ello deja de ser un privilegio que se debe a la suerte más que al mérito propio”. Mucho he pensado durante mi vida sobre esta primera meditación infantil, que debía a las palabras del compañero Iglesias.

Hace muy poco tiempo, un año antes de estallar la rebelión militar, Ilya Ehrenburg, nuestro fraterno amigo, me recitaba en Madrid las coplas de don Jorge Manrique, que él había traducido al ruso y que yo sabía de memoria en castellano. Muy bien sonaban en la lengua de Tolstoi, y en labios de Ehrenburg, aquello de

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;

y aquello otro de

allí los ríos caudales,
allí los otros mediados
y más chicos,
allegados son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Y una reflexión escéptica de muy honda raíz en mi alma, porque arrancaba de otra reflexión infantil, acudía a mi mente. Si los ricos y los que vivimos por nuestras manos —o por nuestras cabezas— somos iguales allegados a la mar del morir, y el viaje es tan corto, acaso no vale la pena de pelear en el camino. Pero la voz de Ehrenburg me evocaba, también por su vehemencia, las palabras que Pablo Iglesias fulminaba contra las desigualdades del camino, sin mencionar siquiera su brevedad. Y aquella reflexión mía no llegó a formularse en la lengua francesa que Ehrenburg y yo utilizábamos para entendernos. Porque, decididamente, el compañero Iglesias tenía razón, y el propio Manrique se la hubiera dado. La brevedad del camino en nada mengua el radio infinito de una injusticia. Allí donde ésta aparece, nuestro deber es combatirla.

Hace ya algunos años que la voz de Pablo Iglesias ha enmudecido para siempre. Yo la oí por segunda y última vez la tarde en que pedíamos amnistía [sic] para los ilustres encarcelados de Cartagena. Llegados al monumento a Castelar, donde la manifestación debía disolverse, encaramado en el alto pedestal vimos aparecer a Pablo Iglesias, que nos dirigía la palabra. Las multitudes aplaudíamos. La voz del orador, algo parda y enronquecida, con aliento difícil de fuelle viejo, era todavía —para mí, al menos— la voz del compañero Iglesias, porque en ella aún vibraba aquel su acento inconfundible de humanidad auténtica.

Yo no sé si la voz de Pablo Iglesias se conserva fonográficamente. De todos modos, no seré quien lamente la ausencia de ese disco. Al fonógrafo, tan exacto para registrar lo cuantitativo, las relaciones de más y de menos en la voz humana, escapa siempre lo cualitativo, ce rien qui est tout, el timbre que distingue a unas voces de otras. Es la tragedia de la máquina, tan útil, tan necesaria: a ella se escapa lo vivo casi siempre. Lo espiritual nunca lo reproduce.

En cuanto a la voz de Pablo Iglesias, del compañero Iglesias, o, si queréis, del abuelo, yo prefiero escucharla en mi recuerdo o, mejor todavía, en la voz de otros hombre no menos auténticos, no menos verdaderos, que aún nos hablan al corazón y a la inteligencia.


Antonio Machado
Desde el mirador de la guerra










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