Los que somos ya viejos y empezamos a
vivir muy pronto evocamos hoy, como uno de los más decisivos recuerdos de
nuestra infancia, la figura del compañero Iglesias —así se le llamaba
entonces—, de aquel joven obrero de palabra ardiente, de elocuencia cordial.
Era yo un niño de trece años; Pablo Iglesias, un hombre en la plenitud de la
vida. Recuerdo haberle oído hablar entonces —hacia 1889— en Madrid,
probablemente un domingo (¿un Primero de Mayo?), acaso en los jardines del Buen
Retiro. No respondo de la exactitud de estos datos, tal vez mal retenidos en la
memoria. La memoria es infiel: no sólo borra y confunde, sino que, a veces,
inventa, para desorientarnos. De lo único que puedo responder es de la emoción
que en mi alma iban despertando las palabras encendidas de Pablo Iglesias. Al
escucharle, hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer
un niño: “Parece que es verdad lo que ese hombre dice”.
La voz de Pablo Iglesias tenía para mí
el timbre inconfundible —e indefinible— de la verdad humana. Porque antes de
Pablo Iglesias habían hablado otros oradores, tal vez más cultos, tal vez
más enterados o de elocuencia más hábil, de los cuales sólo
recuerdo que no hicieron en mí la menor impresión. Debo advertir que, aunque
nacido y educado entre universitarios, nada había en mi educación —digámoslo en
loor de ella— que me inclinara a pensar que la palabra de un cajista había de
ser necesariamente menos interesante que la autorizada por la sabiduría
oficial. Quiero decir que no había en mí el menor asombro ante el hecho de que
un tipógrafo hablase bien. La palabra es un don —pensaba yo entonces— que
reparte Dios algo a capricho, y que no siempre coincide con el reparto de
diplomas académicos que hacen los hombres. Para un niño esto es una verdad muy
clara. El tiempo se encarga de enturbiárnosla con múltiples reservas.
Lo cierto es que las palabras de
Iglesias tenían para mí una autoridad que el orador había conquistado con el
fuego que en ellas ponía, y que implicaban una revelación muy profunda para el
alma de un niño. De todo el discurso, en el que sonaba muchas veces el nombre
de Marx y el de algunos otros pensadores no menos ilustres, que no podía yo
entonces valorar —hoy acaso tampoco—, sacaba yo esta ingenua conclusión
infantil: “El mundo en que vivo está mucho peor de lo que yo creía. Mi pobre
existencia de señorito pobre reposa, al fin, sobre una injusticia. ¡Cuántas
existencias más pobres que la mía hay en el mundo, que ni siquiera pueden
aspirar, como yo aspiro, a entreabrir algún día, por la propia mano, las
puertas de la cultura, de la gloria, de la riqueza misma! Todo mi caudal,
ciertamente, está en mi fantasía, mas no por ello deja de ser un privilegio que
se debe a la suerte más que al mérito propio”. Mucho he pensado durante mi vida
sobre esta primera meditación infantil, que debía a las palabras del compañero
Iglesias.
Hace muy poco tiempo, un año antes de
estallar la rebelión militar, Ilya Ehrenburg, nuestro fraterno amigo, me
recitaba en Madrid las coplas de don Jorge Manrique, que él había traducido al
ruso y que yo sabía de memoria en castellano. Muy bien sonaban en la lengua de
Tolstoi, y en labios de Ehrenburg, aquello de
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
y aquello otro de
allí los ríos caudales,
allí los otros mediados
y más chicos,
allegados son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
Y una reflexión escéptica de muy honda
raíz en mi alma, porque arrancaba de otra reflexión infantil, acudía a mi
mente. Si los ricos y los que vivimos por nuestras manos —o por nuestras
cabezas— somos iguales allegados a la mar del morir, y el viaje es tan corto,
acaso no vale la pena de pelear en el camino. Pero la voz de Ehrenburg me
evocaba, también por su vehemencia, las palabras que Pablo Iglesias fulminaba
contra las desigualdades del camino, sin mencionar siquiera su brevedad. Y
aquella reflexión mía no llegó a formularse en la lengua francesa que Ehrenburg
y yo utilizábamos para entendernos. Porque, decididamente, el compañero
Iglesias tenía razón, y el propio Manrique se la hubiera dado. La brevedad del
camino en nada mengua el radio infinito de una injusticia. Allí donde ésta
aparece, nuestro deber es combatirla.
Hace ya algunos años que la voz de Pablo
Iglesias ha enmudecido para siempre. Yo la oí por segunda y última vez la tarde
en que pedíamos amnistía [sic] para los ilustres
encarcelados de Cartagena. Llegados al monumento a Castelar, donde la
manifestación debía disolverse, encaramado en el alto pedestal vimos aparecer a
Pablo Iglesias, que nos dirigía la palabra. Las multitudes aplaudíamos. La voz
del orador, algo parda y enronquecida, con aliento difícil de fuelle viejo, era
todavía —para mí, al menos— la voz del compañero Iglesias, porque en ella aún
vibraba aquel su acento inconfundible de humanidad auténtica.
Yo no sé si la voz de Pablo Iglesias se
conserva fonográficamente. De todos modos, no seré quien lamente la ausencia de
ese disco. Al fonógrafo, tan exacto para registrar lo cuantitativo, las
relaciones de más y de menos en la voz humana, escapa siempre lo
cualitativo, ce rien qui est tout, el timbre que distingue a unas
voces de otras. Es la tragedia de la máquina, tan útil, tan necesaria: a ella
se escapa lo vivo casi siempre. Lo espiritual nunca lo reproduce.
En cuanto a la voz de Pablo Iglesias,
del compañero Iglesias, o, si queréis, del abuelo, yo prefiero escucharla en mi
recuerdo o, mejor todavía, en la voz de otros hombre no menos auténticos, no
menos verdaderos, que aún nos hablan al corazón y a la inteligencia.
Antonio Machado
Desde el mirador de la guerra
No hay comentarios:
Publicar un comentario