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1279. Emérita en Palomera



Segaba la niña
y ataba,
y a cada manadita,
descansaba.
(Popular)


Cuenca es el lugar más apartado del mundo; lo está por leguas y leguas de tiempo y nada de lo que hoy es le llega. Aunque por Carretería cruzan los automóviles y se encienden los anuncios de los cines todo esto resbala sobre la ciudad, sin abrir brecha en su aislamiento. Al fin y al cabo, esta avenida «a la moderna», con asfalto y todo en las aceras, no tiene, otra función que la de ser el medio por donde Cuenca elimina lo nuevo que pugna por pegársele. 

Metiéndose ciudad adentro, cogido entre la maraña de sus calles y los cerros de junto al río, arranca el camino a Palomera. Antes de llegar a este pueblo, desviado de la carretera un buen trecho hacia la izquierda, está Molino de Palomera, rincón ya tan fuera del mundo que está detrás de Cuenca, defendido por ella de todos sus vaivenes.

Es una aldehuela de esas que pueden servir de ejemplo del tesón con que los españoles se agarran a la vida donde pueden y echan raíces en las propias rocas. Ni una sola de esas razones históricas o geográficas que por millares tienen clasificadas los urbanistas para justificar el origen de los pueblos valdría para ser la del suyo. Es cierto que en tiempos y en el arroyo tumultuoso que por allí pasa hacia el Júcar, hubo montada una máquina eléctrica, pero hacía tres o cuatro siglos que existía ya el pueblo como ahora sigue existiendo cuando de aquella máquina no quedan más que unos cuantos hierros mohosos. La gente se ha venido a vivir aquí tal vez porque no encontrara otro sitio donde hacerlo en más fiera lucha contra la naturaleza y contra todo.

Emérita nació en el Molino hace trece años. Como todos los niños que se crían entre estas breñas, estuvo al borde de la muerte a los pocos meses de su vida, pero —tan rubia y tan menuda como es—, salvó con suerte la barrera en que los demás suelen quedarse. Ella misma ha visto morir a los cinco hermanos suyos que vinieron después. Nadie sabe muy bien como esta criatura, tan delicada que parece, pudo burlar la terrible acechanza. Su madre dice: «¡Es tan lista!», y cree firmemente que fué su habilidad, lo despierta que es esta niña, quien la puso a salvo de la muerte, la hizo escurrirse de entre sus dedos.

Emérita es una trabajadora. Sabe hacer todo lo que se hace en el pueblo, hasta bollos de manteca; pero en lo que más se ocupa es en coser y bordar. Lo hace muy limpio, y su trabajo significa una gran ayuda a la casa cuando la madre baja al mercado y vende los paños que la chica deshila y puebla luego de esos monstruos que sólo ha visto en su fantasía: dragones de color naranja y color verde, pájaros con crestas descomunales, peces, matas de extrañas flores.

En los meses de invierno también va por los montes en busca de aliagas y tomillos para el fuego. Son pocos en la casa, el padre está en el campo y la madre al horno. Emérita es quien mejor puede hacer estas cosas y por eso a ella se le encargan.

De ir a los montes vecinos, de pasar por Palomera y las carreteras de alrededor, Emérita ha comprendido que es la guerra que sacude España, por qué los hombres luchan y contra quien se matan. En el Molino no saben mucho de esto y ni apenas se habla de ello. Están demasiado encerrados entre piedras, empedernidos en las mismas preocupaciones de siempre, para que les llegue nada de lo que sucede fuera. 

Emérita no puede hablar con nadie, y sólo meterse en cavilaciones sobre lo que en una y otra parte escucha. Pero una cosa se le está muy clara: que se han abierto ríos de sangre para que la gente no se seque entre matojos, se consuma en la agría cerrazón de aquellas sierras. 

El siete de agosto, Emérita hizo su hato y, como todos los días, bajó del Molino a Palomera, pero para no volver a la noche. Había siega abundante, faltaban brazos y estaba decidida a prestar los suyos.

Se apuntó en una de las cuadrillas y la pusieron para atar las mieses. El trabajo era duro, el sol muy fuerte. Emérita, a duras penas podía seguir al que segaba. Parecía como si los surcos crecieran interminablemente y cada vez fuesen más anchos y más blanda la tierra que los formaba. Sentía sus pies hundirse más hondo a cada nuevo paso; por momentos el peso de la fatiga redoblaba el de su cuerpo.

Hubo un instante en que temió no poder sostenerse ya más. Se sentía vencida, aplastada. Después de él ni volvió a sentir su cuerpo. No le dolían los brazos ni la espalda, las piernas ya no le flaqueaban al agacharse. Estaba segura de que lo mismo que pudo cumplir aquella jornada, después de que pasó aquel angustioso trance en que todas las fuerzas a la vez le huían, podría haber seguido empalmando el trabajo de un día al otro sin advertir el esfuerzo. Era como si alguien trabajase por ella. Maquinalmente cogía los haces; los ataba, de nuevo los tendía sobre la tierra y en nada parecía que interviniesen sus manos.

La cara vuelta hacia la tierra, encorvada en los surcos, Emérita sentía como una fuerza inmensa que la empujaba y sostenía en su trabajo. Los niños no volverían a perderse, como semilla que no pesa, al aire, ni los días huirían la sierra iguales de vacíos y de lánguidos. En el Molino, las ruinas de la fábrica serían la fábrica y todo se llenaría del ruido de las máquinas. Por los caminos, por muchos, muchos caminos que se entrecruzaban, iban los hombres afanosos, alegres de su trabajo. Sobre Palomera y el Molino, sobre Cuenca, sobre España se abría pródiga la victoria.

Abrazó el haz contra su pecho. Luego lo ataría. 


Vicente Salas Viu, "Tres historias ejemplares"
Cerro Gordo, Teruel, abril de 1938 
Publicado en Hora de España, Valencia, Junio 1938









2 comentarios:

  1. viva la rikeza cultural de la republica, lo dice vasco ke no usa casi el 50% de las palabras del texto

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  2. ¡Que Viva kdp!
    Aunque solo sea en el recuerdo.
    Lástima de oportunidad perdida.
    Salud!

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