Segaba la niña
y ataba,
y a cada manadita,
descansaba.
(Popular)
Cuenca es el lugar más apartado del mundo; lo está por
leguas y leguas de tiempo y nada de lo que hoy es le llega. Aunque por
Carretería cruzan los automóviles y se encienden los anuncios de los cines
todo esto resbala sobre la ciudad, sin abrir brecha en su aislamiento. Al
fin y al cabo, esta avenida «a la moderna», con asfalto y todo en las
aceras, no tiene, otra función que la de ser el medio por donde Cuenca
elimina lo nuevo que pugna por pegársele.
Metiéndose ciudad adentro, cogido entre la maraña de
sus calles y los cerros de junto al río, arranca el camino a Palomera.
Antes de llegar a este pueblo, desviado de la carretera un buen trecho
hacia la izquierda, está Molino de Palomera, rincón ya tan fuera del mundo
que está detrás de Cuenca, defendido por ella de todos sus vaivenes.
Es una aldehuela de esas que pueden servir de ejemplo
del tesón con que los españoles se agarran a la vida donde pueden y echan
raíces en las propias rocas. Ni una sola de esas razones históricas o
geográficas que por millares tienen clasificadas los urbanistas para
justificar el origen de los pueblos valdría para ser la del suyo. Es cierto
que en tiempos y en el arroyo tumultuoso que por allí pasa hacia el Júcar,
hubo montada una máquina eléctrica, pero hacía tres o cuatro siglos que
existía ya el pueblo como ahora sigue existiendo cuando de aquella máquina
no quedan más que unos cuantos hierros mohosos. La gente se ha venido a
vivir aquí tal vez porque no encontrara otro sitio donde hacerlo en
más fiera lucha contra la naturaleza y contra todo.
Emérita nació en el Molino hace trece años. Como todos
los niños que se crían entre estas breñas, estuvo al borde de la muerte a
los pocos meses de su vida, pero —tan rubia y tan menuda como es—, salvó
con suerte la barrera en que los demás suelen quedarse. Ella misma ha
visto morir a los cinco hermanos suyos que vinieron después. Nadie sabe
muy bien como esta criatura, tan delicada que parece, pudo burlar la
terrible acechanza. Su madre dice: «¡Es tan lista!», y cree firmemente que
fué su habilidad, lo despierta que es esta niña, quien la puso a salvo de
la muerte, la hizo escurrirse de entre sus dedos.
Emérita es una trabajadora. Sabe hacer todo lo que se
hace en el pueblo, hasta bollos de manteca; pero en lo que más se ocupa es
en coser y bordar. Lo hace muy limpio, y su trabajo significa una
gran ayuda a la casa cuando la madre baja al mercado y vende los paños
que la chica deshila y puebla luego de esos monstruos que sólo ha visto
en su fantasía: dragones de color naranja y color verde, pájaros con
crestas descomunales, peces, matas de extrañas flores.
En los meses de invierno también va por los montes en
busca de aliagas y tomillos para el fuego. Son pocos en la casa, el padre
está en el campo y la madre al horno. Emérita es quien mejor puede hacer
estas cosas y por eso a ella se le encargan.
De ir a los montes vecinos, de pasar por Palomera y
las carreteras de alrededor, Emérita ha comprendido que es la guerra que
sacude España, por qué los hombres luchan y contra quien se matan. En el
Molino no saben mucho de esto y ni apenas se habla de ello. Están demasiado
encerrados entre piedras, empedernidos en las mismas preocupaciones
de siempre, para que les llegue nada de lo que sucede fuera.
Emérita no puede hablar con nadie, y sólo meterse en
cavilaciones sobre lo que en una y otra parte escucha. Pero una cosa se le
está muy clara: que se han abierto ríos de sangre para que la gente no se
seque entre matojos, se consuma en la agría cerrazón de aquellas
sierras.
El siete de agosto, Emérita hizo su hato y, como todos
los días, bajó del Molino a Palomera, pero para no volver a la noche.
Había siega abundante, faltaban brazos y estaba decidida a prestar los
suyos.
Se apuntó en una de las cuadrillas y la pusieron para
atar las mieses. El trabajo era duro, el sol muy fuerte. Emérita, a duras
penas podía seguir al que segaba. Parecía como si los surcos crecieran
interminablemente y cada vez fuesen más anchos y más blanda la tierra que
los formaba. Sentía sus pies hundirse más hondo a cada nuevo paso; por
momentos el peso de la fatiga redoblaba el de su cuerpo.
Hubo un instante en que temió no poder sostenerse ya
más. Se sentía vencida, aplastada. Después de él ni volvió a sentir su
cuerpo. No le dolían los brazos ni la espalda, las piernas ya no le flaqueaban al agacharse. Estaba segura de que lo mismo que pudo cumplir
aquella jornada, después de que pasó aquel angustioso trance en que todas
las fuerzas a la vez le huían, podría haber seguido empalmando el trabajo
de un día al otro sin advertir el esfuerzo. Era como si alguien trabajase
por ella. Maquinalmente cogía los haces; los ataba, de nuevo los tendía
sobre la tierra y en nada parecía que interviniesen sus manos.
La cara vuelta hacia la tierra, encorvada en los
surcos, Emérita sentía como una fuerza inmensa que la empujaba y sostenía
en su trabajo. Los niños no volverían a perderse, como semilla que no
pesa, al aire, ni los días huirían la sierra iguales de vacíos y de
lánguidos. En el Molino, las ruinas de la fábrica serían la fábrica y todo
se llenaría del ruido de las máquinas. Por los caminos, por muchos, muchos
caminos que se entrecruzaban, iban los hombres afanosos, alegres de su
trabajo. Sobre Palomera y el Molino, sobre Cuenca, sobre España se abría
pródiga la victoria.
Abrazó el haz contra su pecho. Luego lo ataría.
Abrazó el haz contra su pecho. Luego lo ataría.
Vicente Salas Viu, "Tres historias ejemplares"
Cerro Gordo, Teruel, abril de 1938
Publicado en Hora de España, Valencia, Junio 1938
viva la rikeza cultural de la republica, lo dice vasco ke no usa casi el 50% de las palabras del texto
ResponderEliminar¡Que Viva kdp!
ResponderEliminarAunque solo sea en el recuerdo.
Lástima de oportunidad perdida.
Salud!