Al estallar la guerra le faltaban un par de
asignaturas para acabar su carrera de médico. Pensaba sacarlas en septiembre
y al invierno instalar una clínica con otro amigo en un barrio obrero.
Llevaba ya algún tiempo ejerciendo y hasta contaba con clientela y todo
para empezar.
Con la sublevación fascista todo había cambiado.
Enrique Padrón se presentó voluntario y fué encargado con otros camaradas
de organizar los primeros hospitales de guerra con que contaron las
milicias. Después, ya constituido el Ejército regular, fué agregado a una
de sus Brigadas.
La dureza de la guerra le había hecho más silencioso,
más reconcentrado que lo fuera antes. Tenía fama de sombrío entre sus
compañeros y, aunque jamás se le oyó una voz más alta que otra, las
enfermeras sentían verdadero pánico a su supuesto malhumor y por nada del
mundo se atreverían a cambiar con él la menor broma. Pero todo esto en
realidad le rodeaba de un prestigio extraño que más que aislarle del
resto de sus camaradas, hacía que se sintieran atraídos hacia él por no sé
qué misteriosa fuerza.
Habían corrido sobre Padrón mil historias
disparatadas. De todas ellas lo único que quedaba de cierto, era que a la hora
de las verdades, cuando en la destreza o en la rapidez de una intervención va
la vida de un hombre, era un cirujano estupendo, de una habilidad increíble.
Fué en los días del ataque a Teruel, en uno de los más
movidos de aquella batalla.
El puesto de socorro había sido trasladado dos veces
desde la madrugada. Parecía como si alguien avisase a la artillería
enemiga la situación exacta que ocupaba cada vez.
Ahora estaba en buen sitio. La cueva tenía encima un monte entero. Estaba abierta en la falda de la Muela y la mole de arena de
ésta la resguardaba del luego contrario. En cuanto a la aviación, ya podía
tirar lo que quisiera.
Había desaparecido la visión obsesionante entre los
sacos terreros de aquel árbol solitario sobre la tierra roja, descamado
por la metralla. Padrón podía ahora concentrar toda su atención en el
trabajo. De fuera no llegaba más que el sonido apagado de las explosiones
cercanas y algún que otro ramalazo de ametralladora. Parecía como si el
silencio denso de dentro de la cueva se apretara también en su cerco para
aislarla de todo. Por primera vez en aquellos días, Padrón se sentía un
médico entre sus enfermos y nada más. No existía para él otra realidad que
esta, y hasta la terrible presencia de la guerra se desvanecía de sus
sentidos conforme su trabajo le absorbía.
Sobre la mesa tenía un herido en el vientre. Reconoció
despacio la herida, que era grave. El muchacho apenas ya si se quejaba. Su
respiración era lenta, fatigosa. Había que operarle allí mismo. Le quedaba
muy poca vida, era estrechísimo el margen de tiempo en que intentar
salvársela.
Cosió, ligó minuciosamente. El soldado resistía la
operación, respondía bien a los estímulos con que se reanimaba su caída naturaleza.
La aviación bombardeaba recio y muy cerca. Caían las
bombas todas a un tiempo y los muros de la cueva trepidaban sordamente con
lo continuo de las explosiones.
—Ya están de vuelta esos... — dijo el ayudante entre
dientes, arrastrando las palabras, cada vez más oscuras, como si poco a
poco, por su peso se le hundieran en la garganta.
Hubo necesidad de volver a avanzar en aquella jornada
el primer puesto de socorro. Quedaba demasiado lejos de las líneas; el
número de los heridos era considerable. El propio Padrón ordenó el traslado a
una chabola pegada a la carretera.
Seguía la pelea con el mismo brío de los primeros
días, si es que no iba en aumento. Los fascistas contraatacaban con furia.
La humedad de la tierra, el aire que se metía por
todas partes hacían el frío insoportable. Se quedaban los dedos rígidos,
tiesos como de palo.
Fué dándose cuenta de ello poco a poco y tan
blandamente como si se sumergiera en una pesadilla. Igual la realidad se
fué apoderando de él, atrayéndole hacia sí. Estallaban los obuses cerca
—a veces la metralla desgarraba los sacos terreros de la entrada—, y el
aire estaba lleno de voces ahogadas, de jadeos.
Padrón fué comprendiendo todo esto que se le ofrecía
entre la tensión de su trabajo en sensaciones desperdigadas, verdadero
desbarajuste de trozos sueltos de una realidad incongruente. Algo grave
había ocurrido allí en la línea inmediata. El ruido de la fusilería por
momentos era más cercano. Sin embargo no era ocasión de atender a otra
cosa que a quien sobre la mesa de cura, con la llamada viva de la sangre,
reclamaba su ayuda. Pasara lo que pasase había que continuar. Y continuó.
El fuego se hizo intensísimo, un explosión continua
llenaba el aire. Las paredes, el suelo de la cueva vibraban furiosamente.
Padrón siguió allí frío, tranquilo, ocupándose de sus heridos. Lo hizo así
hasta que la tierra, derrumbándose, les unió en una misma tumba.
Vicente Salas Viu, "Tres historias ejemplares"
Cerro Gordo, Teruel, abril de 1938
Publicado en Hora de España, Valencia, Junio 1938
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