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1254. Viaje a la aldea del crimen II



Las casas viejas y las nuevas casas de Benalup. Se oye el mar, como en Marruecos. También, como allí...

Nadie diría que en Casas Viejas pueda suceder nada. Por lo menos, los que están acostumbrados a la vida de la campiña andaluza, que aquí —en el sector triangular que podríamos formar tirando tres rayas entre Jerez, Algeciras y Marbella— no es tal campiña, sino monte. Tampoco monte bravo, sino pacífico, verde y tierno, alambrado y roturado para dehesas bravas y señoríos. Un poeta andaluz cuyo nombré no recordamos —quizá Mateos— se quejaba de que le hayan «robado los campos al caminito». Con ese aire decadente de la lírica andaluza —así y todo—, es verdad. La impresión entre Jerez y Algeciras es ésa. No es campiña como en Valencia y Aragón, y mucho menos como en Galicia, aunque las tierras que hemos visto de Jerez a Medina son tierras fértiles, tierras de primera, como dirían los técnicos y como dicen también los campesinos.

Los que están acostumbrados a la vida de estos lugares de maldición, los que hablan y andan con el ritmo y. con el acento «de acá», no podían prever nada de lo que en Casas Viejas iba a suceder. Y, sin embargo, para un forastero es posible todo sin más que escuchar a unas cuantas personas. A tres de las que hablan recio y a otras tres de las que hablan quedo. Porque el problema andaluz trasciende a todos los detalles, hasta a los más nimios. En Casas Viejas, como en el resto de Andalucía, hablan recio los que comen. Hablan quedo los hambrientos. Así es de terriblemente simple la cuestión. Pero observemos también que el hambriento de Andalucía no es como el de Castilla o el del Norte. No es un ser reflexivo que busca salidas ingeniosas para ir malviviendo. Que «se las apaña» como puede. Aquí no puede de ninguna manera. Hay un hambre que no es ya humana, ni ciudadana. Un hambre cetrina y rencorosa, de perro vagabundo.

Cuando un campesino se siente vecino de un pueblo, vecino con vecindad de otros campesinos; cuando es habitante de un pueblo, cuando tiene algo suyo y propio, siquiera esa mínima parte de propiedad por donde identificarle que se llama casa, hogar, el hambre es todavía humana y permite recursos e ingeniosidades. Eso se ve en muchas regiones españolas. Pero en Casas Viejas no hay casas viejas ni nuevas. Centenares de obreros—y el pueblo es muy pequeño—, cuando llegaron a la mayor edad y se separaron de sus padres, construyeron cerca de la de ellos su choza, con la mujer. Las casas viejas de los padres aun tenían alguna fábrica, alguna estructura. Las de estos centenares de obreros que se la han construido últimamente y la de algunos viejos campesinos, como «el Seisdedos», no puede llamarse «casa», sino guarida. Las «isbas» que los novelistas rusos describen cuando quieren presentar un cuadro sobrecogedor de miseria, resultan palacios al lado de estas casas —viejas o nuevas— de Benalup. Figuraos el recinto de una tienda de campaña. Un círculo o un cuadrado con tres metros de diámetro o de diagonal. Cavada la tierra, para ahorrar paredes porque cuesta dinero la piedra, y no digamos el ladrillo. Cuando el amplio hoyo alcanza la profundidad de un metro, termina la primera parte de la tarea y comienza la segunda, que consiste en amasar la tierra extraída con agua, y con el barro ligar un trenzado de ramas secas alrededor del hoyo. Las ramas se juntan por arriba y la casa está construida. No diremos que no las haya más complicadas. Hay quienes han construido sobre el suelo una cerca de piedra que a veces alcanza la altura de un metro. Como han socavado otro metro la habitación, tiene ya dos de altura. Sin contar con que las ramas secas, agrupadas en cono sobre la cerca, pueden alcanzar en su cúspide hasta un metro más.

Así habrán logrado —como hizo el setentón «Seisdedos»— una choza cuadrangular de tres metros de lado y otros tres de altura. Claro es que este género de viviendas es muy frágil. Se las puede llevar el viento. Para evitarlo, están construidas en la parte oeste de una colina, a resguardo del «levante». Hay, además, unos altozanos erizados de espesas chumberas que las protegen. Se dirá que un chubasco puede inundarlas: pero los vecinos de Casas Viejas no podían menos de demostrar el mismo ingenio que algunos animales, y han trazado sus chozas lejos de valles y hondonadas: en una escarpada torrentera. El pueblo de Casas Viejas es eso. Tiene más de cuatrocientas viviendas —viejas o nuevas— que muchos animales, más exigentes, desdeñarían. Claro que eso no es todo. El centro del pueblo lo constituye una plazuela rodeada de edificios casi suntuosos: la iglesia, la casa-cuartel y cuatro viviendas particulares. Ah, y la fonda donde tuvimos oportunidad de hospedarnos. También hay una calle donde una docena de familias —nada tienen; pero comen todos los días aún no se sabe por qué— poseen casas encaladas, con cerradura en la puerta y alero. La masa de la población la constituyen varios centenares de obreros que viven como hemos dicho. Discurren en corros o se sientan al sol, sin hablar. Es curioso cómo transcurre a veces una hora sin que digan nada. Cuando hablan, susurran. Como ya lo saben, cuando alguien mueve los labios unen el hombro y arriman la oreja. A veces se pasan una mano sobre la otra y tosen. Siempre al lado del hambre la tuberculosis. Y así todos los días, desde el otoño, más aún, como nos decía un joven sobrino de «Seisdedos»:

—Desde que dejamos las hoses.

De algo tienen que vivir, es claro. Cazan cuando pueden lo que se deja cazar: un zorro, un conejo. Con los jornales del corto estiaje compran pólvora y cartuchos para el largo invierno. Cuando no hay caza y el hambre aprieta... Pero dejemos estas notas para luego. Las cuatro familias a que antes aludíamos viven entre la iglesia y la casa-cuartel y son la ciudadela de una fortificación. Los demás son la población sometida y tributaria. Como en Marruecos, viven entre chumberas, hacinados bajo el seco ramaje. Trabajan sólo una corta temporada en verano. El servicio militar es para muchos el recuerdo de un tiempo en que se comía dos veces por día. En cuanto a la ropa, hemos visto a un anciano vestir, hecha harapos, la guerrera militar de rayadillo, con la que lo licenciaron en 1898. Como en Marruecos, los hombres son taciturnos y secos y tienen un rudimentario sentido filosófico que les hace ver en el hambre algo natural que va con la vida, como el sentido de la vista o el del tacto. Como en Marruecos, finalmente, en esta tierra se siente cerca el mar.

Claro es que el hambre enloquece. Hay centenares de hombres en ése y en otros pueblos de la provincia locos de hambre. Y algunas familias, en cada uno de ellos, locas de miedo. Entretanto, la Guardia civil, mirando con un ojo a los propietarios y con otro a los campesinos, ejerce un protectorado civil o una dictadura despótica, según los casos. Serán diversos, o quizá no lo sean tanto, los sentimientos que la Guardia civil inspira por aquí; pero es muy elocuente que quinientos obreros hablen de la casacuartel como de un lugar donde hay pan y vestidos abundantes. Donde entra cada mes «una fortuna» para pagar a los guardias. En líneas generales, el aspecto de la vida en Casas Viejas es ése. ¿Monarquía? ¿República? Hambre por un lado, miedo por otro. La Guardia civil, que ejerce protectorado civil, según dicen los propietarios; tiranía y despotismo, según los campesinos.


Ramón J. Sender
Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas) 1933










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