A medianoche. «Seisdedos» y la disciplina. Se trabaja en la carretera. Asamblea
En lo alto del pueblo el color negro de las chumberas
se pierde en la sombra, menos densa, de la noche. Canta un gallo y sigue oyéndose el motor de la
tahona. Llegan en parejas los hombres a la choza de «Seisdedos», preguntando qué se hace. José Silva,
su yerno, se adelanta a contestar:
—¿No está cortao el hilo del teléfono?
—Sí.
—Pues na. Al Sindicato.
«Seisdedos» los llama. Repite la pregunta de su yerno
y los otros vuelven a afirmar. Entonces «Seisdedos» da una orden:
—Marchar ocho con picos a la carretera y abrir una
sanja de lao a lao, que no puedan pasa los automóviles. Venís a desirlo cuando hayáis acabao.
Salen los otros a cumplir la orden, y «Seisdedos» dice
a su yerno:
—Si empesamos a mandar tos ya hemos plegao.
Se disculpa José, y el viejo insiste:
—Venían los compañeros a habla conmigo. Yo les tenía
que responde. ¿No es eso?
—Sí, señó.
—Bueno —concluye conciliador el viejo—. Se acabó. La
cuestión no es pa más. Vete allá con otros dos bien acompañaos, no sea que vaya alguno a enreda.
José sale con dos compañeros, provistos los tres de
escopetas. Hay un grupo de más de setenta, con armas, en lo alto de la calle en sombras. Por la
puerta de la choza de «Seisdedos» sale un resplandor lívido que hace palpitar el verdinegro de unas
chumberas enfrente. Están todos tranquilos, seguros de su fuerza. «Seisdedos» habla con los más próximos:
—Sabréis que ayer tuve carta como que se va a implanta
hoy el comunismo libertario en toda España. Nosotros estamos hartos de pasa hambre y de
resibí la limosna y de no hasé na. Vamos a seguí él ejemplo de los compañeros de otras partes, pero sin
derrama sangre.
Gruñían los odios de una miseria secular aquí y allá.
Una voz de mujer se alzó para blasfemar y clamar por sus viejos rencores. El «Seisdedos»
respondió:
—Vamos a haserlo sin derrama sangre, pero poniendo er
corasón por delante. Y si arguno quiere estorbar la volunta de to el pueblo, que ponga er suyo
también.
Eso ya satisfizo. La gente tiene aquí una sensibilidad
aguda. Dicen que por la aristocracia acrisolada del pueblo árabe, pero eso de la sensibilidad fina y
vibrátil es cosa que viene con las recias hambres de tantos años y con la escrófula y la tisis, el no poder
dormir pensando en el mendrugo de mañana y la esclavitud moral, el desdén y el aislamiento de
siglos. La voz de un viejo —o de un niño—se alza sobre el silencio solemne y precavido de todos:
—Yo lo que quiero qué sepáis es qué una vez me pegó el
señorito de la casa grande. Así, con un vergajo. Desía que había roto la sincha de la jaca,
pero era mentira, porque...
No se puede saber la verdad sobre la cincha. El viejo,
en vista de que no le hacen caso, completa su relato con el compañero de al lado. Las caras de los
más próximos a la choza de «Seisdedos» aparecen iluminadas por el rectángulo de luz de la gallisa. Han
interrumpido al viejo. Tres o cuatro hablan al mismo tiempo. Han llegado cinco de un cortijo con tres
rifles y dos pistolas cogidos allí «sin violencia». «Seisdedos» hace que lleven esas armas al Sindicato.
Acuden dos mujeres y exponen casos que requieren, según su entender, venganza. Otro individuo tiene un
antiguo rencor que guardaba para resolver en un instante como éste. Sale en borbotones el odio. La luz
débil de la choza le ilumina la mugre de su chaquetón de gitano. Y otro viejo —el de la guerrera
de rayadillo de 1898—avanza tembloroso sobre su cayado y expone un resentimiento que cada día se
renueva. Dice que se encuentra a menudo en calles estrechas con una yunta de
mulas o con algún joven que va con una burra cargada de agua, y que no le dan tiempo para meterse en una puerta. Que le
atropellan. «Seisdedos» responde:
—¡Todo eso no es na! No conseguiremos na si reparamos
en minusia. Vamos al Sindicato.
Bajan en torrente. Los pies se afirman sin vacilar en
las desigualdades del terreno. En seguida llegan al Sindicato. Al aparecer en la esquina se han
oído abajo, en la plaza, puertas cerradas con violencia, voces temblorosas. El motor sigue
chascando. «Seisdedos», antes de llegar al Sindicato, mira el listón que se alza sobre el tejado, encima de la puerta:
—La bandera. A ver, la bandera.
Van a buscarla, pero cambia de parecer:
—Ahora nova a verla naide. Dejarla ustés pal
amanesido.
La sala del Sindicato está atestada de hombres
armados. El «Seisdedos», acompañado del Comité, declara solemnemente que ha quedado proclamado el
comunismo libertario y que no hay otra voluntad en Casas Viejas que la del pueblo agrupado en el
Sindicato. Luego añade:
—Es necesario nombra una Comisión que vaya a comunica
el cese al arcalde y a la Guardia si vi.
Serán más de doscientos, la mayor parte con armas. La
Comisión queda designada. La forman Rafael Mateo, José Luis González y Juan Grimaldi, que
escuchan con atención las indicaciones del viejo «Seisdedos»:
—Nada de sangre—repite.
Tiene enfrente, en el muro, bajo una bombilla, la
misma alegoría del comunismo libertario: el mazo suspendido por un obrero sobre la campana. Es decir,
no se sabe siquiera si es un obrero, porque va desnudo y es fuerte y sano, como un atleta burgués. Es
«un semejante». No se podría advertir la semejanza, pero estos hombres, dentro dé su odio y de
su hambre, tienen una obscura y recia generosidad.
El «Seisdedos», frente a ésa alegoría, donde todo es
sencillo y hermoso, se olvida también de su hambre y dé sus rencores.
—La Comisión irá a ve al arcalde y le dará la notisia.
Luego le mandará que vaya ar cuarté a comunicarlo a la Guardia siví. Como los guardias
entregarán los fusiles, no hay que haserles na. Traerlos aquí.
—¿A los guardias? —pregunta uno, deseoso de hacer algo
con los guardias en el Sindicato, de hacerlos «comparecer», por lo menos, como hacen
con ellos en la casa-cuartel.
—No. Solamente los fusiles. Los guardias son «semejantes» y serán hombres libres como nosotros.
Hay impaciencia. El «Seisdedos» querría hablar más,
pero la impaciencia de la Asamblea no le deja. Todos están emocionados, menos el viejo. La
Comisión sale con las escopetas colgadas. Les siguen cuatro o cinco. Luego, diez más. Después, un nuevo
grupo. Se van, por fin, la mitad de los que estaban allí. Todos quieren ver las primeras actuaciones del
nuevo régimen y sentir la alegría de una autoridad destraída y de su propia voluntad patente y libre.
Los odios han querido desbordarse, pero no lo han conseguido. El reloj de la alegoría no tenía la hora
del odio. Ni decía lo que había que hacer con los poderosos terratenientes. Todo era simple y fácil. En
todas las caras resplandecía el triunfo. Preguntaron al Comité por los víveres.
—Mañana —declaró el viejo— se repartirán.
Algunas mujeres, con el crío agarrado a la falda, se
fueron satisfechas. Habían oído las palabras que les interesaban. Pasaron algunos minutos. El viejo
había dejado su escopeta contra un rincón. Todos tenían ganas de que amaneciera para ver qué color
tenía el primer día de triunfo. Algunos reprimían sus odios con decepción. Les extrañaba y les desanimaba la
facilidad de todo aquello. Llegaron noticias. El alcalde había dimitido ante la Comisión y bajaba con
ellos hacia la plaza. La noticia se acogió con vítores. Era el primer paso firme. El «Seisdedos» sonreía.
Esperaban todos, como algo infalible y seguro, los fusiles de la Guardia civil.
—¿Y ca don N.? —preguntaron.
Ya no fue el «Seisdedos» quien respondió, sino una
mujer joven —Josefa Franco—, que aseguró que todos cederían sus propiedades e ingresarían en el
Sindicato. Esto no satisfacía mucho, pero callaron para no complicar el asunto, que iba sobre ruedas.
Pasaron diez minutos. «Seisdedos» escribía con grandes apuros una comunicación pidiendo «un crédito a
la comarcal de Jeré» para caballerías y aperos. En el silencio seguían sonando las explosiones del
motor, y de pronto, elevándose sobre ellas, dos tiros de máuser netos y claros. Había ocurrido algo inesperado.
Un tropiezo. Los fusiles de la Guardia civil hablaban. Aquello no estaba previsto por la Asamblea,
pero cada cual había colgado de su hombro la escopeta, por si acaso. El «Seisdedos» se levantó.
Sintieron que todo volvía al estado de unas horas antes. Cada cual sentía su hambre y su rencor.
—¡Al avío! —gritaba el «Seisdedos»—. ¡To Cristo al
avío!
Se lanzó sobre su escopeta y salió delante. En la
sombra bajaban cien sombras corriendo hacia la plaza. Los disparos levantaron clamores en la calle.
Se oía chillar, desde fuera, a las mujeres de los guardias y a las de los propietarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario