El ánimo del Gobierno era no parecer aquel
día en las Cortes, y dar, como suele decirse, tiempo al tiempo, con el fin de
acomodar a sus propósitos los acontecimientos. No lo consintieron los jefes del
partido federal; y en cuanto se abrió la sesión del Congreso encargaron a los
que tenían presentadas proposiciones de ley que las defendiesen lo más
largamente que pudieran hasta que se presentase algún ministro a quien cupiera
dirigir preguntas sobre la gravísima crisis por que la nación pasaba.
Horas transcurrieron sin que el Gobierno
pareciese; mas en cuanto le supo el Sr. Figueras en el Palacio del Congreso,
pidió la palabra y la usó quejándose amargamente de que no estuvieran presentes
los ministros, cosa que no había sucedido ni aun cuando se trataba de
insignificantes cambios de gabinete. Tan enérgica y ruda fue la queja, que
parecieron como por encanto los ministros todos, y el Sr. Ruiz Zorrilla se
limitó a escudarse con que nada ocurría oficialmente, pues ni había venido la
renuncia del Rey a las Cortes ni estaba siquiera en las manos del Gobierno.
Queriendo o no, declaró, sin embargo, que Amadeo estaba irrevocablemente
resuelto a presentarla, con lo cual dio lugar a que se tuviera por existente la
crisis, por imposible todo arrepentimiento del monarca y por absolutamente
necesario poner al abrigo de todo riesgo la libertad y el orden.
Pidióse que se declarase el Congreso en
sesión permanente; y el Sr. Figueras de tal modo lo defendió y con tal firmeza
y habilidad rechazó los argumentos que en contra se le hizo, que consiguió
hacerlo prevalecer, a pesar de la resistencia del señor Ruiz Zorrilla, el más
tenaz de los ministros en combatirlo.
Logróse con esto, no sólo hacer imposible
que Amadeo retrocediera, sino también precipitar los acontecimientos, pues no
podía ya consentir Amadeo que se prolongase situación tan difícil y tan
expuesta a que, soliviantadas las pasiones, se alzase en armas el pueblo.
Reanudóse la sesión a las tres de la tarde del día 11, y no recordamos haber
presenciado sesión más solemne.
Se empezó
leyendo la abdicación del rey por sí y por sus hijos, y, después de leída y
oída con profundo silencio, el Sr. Rivero, Presidente del Congreso, propuso que
se reunieran en una las dos Cámaras, puesto que en las dos estaba la soberanía
de la Nación, y al efecto se dirigiera un mensaje al Senado. Minutos después
entraba en el Congreso el Senado precedido de sus maceros, y los Presidentes de
los dos cuerpos se dirigían las siguientes palabras. El Presidente del Senado:
«Sr. Presidente del Congreso, el Senado español, en virtud del acuerdo que
acaba de tomar, viene aquí a formar una sola Asamblea ante las necesidades de
la patria.» El Presidente del Congreso: «Señores senadores, tomad asiento para
que constituyan los dos cuerpos las Cortes soberanas de la Nación. El
espectáculo era imponente, los senadores se sentaban mudos entre los diputados
como poseídos de la honda emoción que embargaba todos los ánimos.
Se leyó por segunda vez la renuncia de Amadeo, se la aceptó junto con la del Gobierno, se nombró la Comisión que debía contestar al mensaje del rey, y á poco se leía un bello y cortés documento, que se debía á la pluma del Sr. Castelar y era vivo reflejo de nuestra proverbial hidalguía. Documentos son harto conocidos para que aquí los transcribamos. Fueron dignos el uno del otro, y ambos produjeron gran sensación, así en los representantes del pueblo, como en los espectadores de las tribunas, entre los cuales figuraban casi todos los ministros de las demás naciones. Nombróse una Comisión para que entregara a Amadeo el mensaje de las Cortes, y otra para que le acompañase hasta la frontera, y poco después se leía la siguiente proposición de ley:
Se leyó por segunda vez la renuncia de Amadeo, se la aceptó junto con la del Gobierno, se nombró la Comisión que debía contestar al mensaje del rey, y á poco se leía un bello y cortés documento, que se debía á la pluma del Sr. Castelar y era vivo reflejo de nuestra proverbial hidalguía. Documentos son harto conocidos para que aquí los transcribamos. Fueron dignos el uno del otro, y ambos produjeron gran sensación, así en los representantes del pueblo, como en los espectadores de las tribunas, entre los cuales figuraban casi todos los ministros de las demás naciones. Nombróse una Comisión para que entregara a Amadeo el mensaje de las Cortes, y otra para que le acompañase hasta la frontera, y poco después se leía la siguiente proposición de ley:
«La Asamblea
Nacional reasume todos los poderes y declara como forma de gobierno de la
Nación la República, dejando su organización a las Cortes Constituyentes. Se
procederá, desde luego, al nombramiento directo de un Poder ejecutivo, que será
amovible y responsable ante las Cortes.»
A pesar de tratarse de un cambio tan
radical en nuestras instituciones, no dió la proposición lugar a rudos ni
acalorados debates; los más
acérrimos enemigos de la República doblaban la cabeza ante la inexorable ley de
las circunstancias, y se circunscribían a salvar sus opiniones o manifestar el temor de que no correspondiera la nueva forma de gobierno a las
esperanzas de los que con tanto calor la habían defendido y estaban llamados a regirla. Eran sosegados y patrióticos, así los discursos de los que defendían
la proposición, como las breves arengas de los que las combatían, y la
discusión llevaba todo aquel sello de majestad que desde un principio
caracterizó sesión tan grandiosa.
Vino desgraciadamente a turbarla el Sr.
Ruiz Zorrilla afectando temores que de seguro no abrigaba. «Vengo, dijo, no con
el fin de terciar en el debate, sino con el de anunciar el peligro que se corre
con no haber sustituido a los ministros del rey por otros ministros. No hay ya
Gobierno que responda de lo que pueda acontecer en Madrid y en las provincias,
puesto que lo constituíamos mis compañeros y yo y se nos aceptó la renuncia.»
Luego de aprobada la proposición sobre la
forma de gobierno, se había de elegir un poder ejecutivo; dentro de una o dos
horas, cuando más, había de quedar nombrado; la pretensión del Sr. Ruiz
Zorrilla era, sobre intempestiva, malévola. En vano contestó el Sr. Rivero que
él respondía del orden de Madrid y en toda España contando con la cooperación
de los ministros dimitentes; el Sr. Ruiz Zorrilla insistió en su loca pretensión a pesar de las interrupciones de sus propios amigos, que no podían menos de
mirar con enojo que por tales medios se interrumpiera el curso regular de los
debates y se dificultara la constitución de ese mismo poder que tan necesario
se consideraba para la conservación del orden. Propuso el Sr. Rivero a la
Asamblea la reintegración de los últimos ministros del rey en las funciones de
gobierno; y, como el Sr. Ruiz Zorrilla pidiera la palabra con airado acento,
hubo nuevas interrupciones y murmullos y se puso en pie gran número de
representantes.
Dejóse llevar entonces de sus ímpetus el
señor Rivero, y con voz imperiosa y firme: «Señores ministros, dijo, en nombre
de la patria, en nombre de la Asamblea Nacional, os mando que bajéis á vuestro
banco y ejerzáis las funciones que como gobierno os corresponden.» Pidió la
palabra el Sr. Martos, y el Sr. Rivero, con voz de trueno, repuso: «No hay
palabra. En nombre de la Asamblea, y para robustecer la autoridad del
presidente, exijo que los anteriores ministros obedezcan y pasen a ocupar el
banco.»
Estas palabras, a no dudarlo imprudentes, torcieron, como no puede imaginar el lector, la marcha de los acontecimientos. ¿Quién ha investido de la dictadura al presidente? preguntó un diputado; y el Sr. Martos, que no dejó de pedir la palabra hasta que se la concedieron, pronunció un discurso tan breve como enérgico, que acabó con la autoridad del Sr. Rivero. «Hablo, dijo, después de una resistencia indebida, que hubiera valido más que no se mostrase, porque no está bien que contra la voluntad de nadie parezca que empiezan las formas de la tiranía cuando acaba la monarquía y amanece la República.» Tan herido se sintió el Sr. Rivero, que abandonó su sillón y lo dejó al presidente del Senado.
Estas palabras, a no dudarlo imprudentes, torcieron, como no puede imaginar el lector, la marcha de los acontecimientos. ¿Quién ha investido de la dictadura al presidente? preguntó un diputado; y el Sr. Martos, que no dejó de pedir la palabra hasta que se la concedieron, pronunció un discurso tan breve como enérgico, que acabó con la autoridad del Sr. Rivero. «Hablo, dijo, después de una resistencia indebida, que hubiera valido más que no se mostrase, porque no está bien que contra la voluntad de nadie parezca que empiezan las formas de la tiranía cuando acaba la monarquía y amanece la República.» Tan herido se sintió el Sr. Rivero, que abandonó su sillón y lo dejó al presidente del Senado.
¡Incidente funesto! ¡Hora aciaga!
Continuaron los debates sobre la forma de gobierno; pero ya lánguidos y sin
aquella serenidad con que empezaron. Fue aprobada la proposición por 258 votos
contra 32, y quedó proclamada la República. Hubo de nombrarse continuación el
Poder ejecutivo, y aquí fue donde empezó á sentirse la influencia del malhadado
incidente.
La proclamación
de la República se debía principalmente a los Sres. Rivero y Figueras. El Sr.
Rivero la venía preparando desde muchos meses, convencido como estaba de que a
la corta o a la larga había de entregarse Amadeo a los conservadores y atajar
los pasos de la revolución de Septiembre. La constitución del futuro Gobierno
de la República estaba también resuelta de antemano. El Sr. Rivero había de ser
presidente del Poder ejecutivo y el señor Figueras presidente de la Asamblea.
Gracias al incidente del Sr. Zorrilla y a la irritabilidad del Sr. Rivero, que
herido en su amor propio se negó a todo acomodamiento, pasó el Sr. Figueras a presidir el Poder ejecutivo y el Sr. Martos a presidir la Asamblea. Trece días después, el Sr. Martos,
prevaliéndose del cargo que ocupaba, fraguó contra el Gobierno una conspiración
que no surtió efecto merced a su debilidad y a la energía de los ministros
federales. Habían entrado a formar parte del Gobierno hombres
importantes del partido radical, y en ellos encontró apoyo el Sr. Martos para
su conjura. Podrán ser buenas las
coaliciones para destruir; para construir son pésimas.
Francisco Pi
y Margall,
El Nuevo Régimen. Semanario federal *
* Fundado y dirigido por Francisco Pi y Margall, fue el órgano del Consejo Federal del Partido Republicano Federal y comenzó a publicarse el 17 de enero de 1891 y dejó de publicarse en 1930. Se puede consultar los ejemplares en la Hemeroteca digital de la BNE.
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