Huyendo de un bombardeo fascista, Bilbao 1937 (Fotografía de Robert Capa) |
Llegué a Bilbao poco antes, si acaso un par de días de la destrucción de Durango por la aviación alemana. Desde mi salida de Madrid, en ninguna otra ciudad de la España leal me había encontrado con un tal ambiente de guerra, de pueblo en guerra, como en Bilbao. Las circunstancias más tarde han hecho que paso a paso se reafirmase en mi esta primera impresión, y que por muchos motivos la imagen que guardaré para siempre de Madrid en los meses de su tenaz defensa se confunda con la de Bilbao que entonces recogía. Atendidas pequeñas diferencias de ambiente, puramente anecdóticas, era la misma; en lo profundo era la misma imagen, el mismo espíritu el de las dos ciudades. Cuando a mi regreso algunas de esas gentes pusilánimes de la retaguardia se han acercado para preguntarme, y hasta se han permitido deslizar un -¿Usted cree que podrá repetirse en Bilbao lo de Málaga?- les he respondido con un rotundo jamás. ¡Qué tiene que ver aquello con esto! Bilbao podrá ser destruido, arrasado, como lo han sido buen número de pueblos vascos desde que los rebeldes iniciaron su ofensiva en Euzkadi, pero nunca será del enemigo mientras tenga vida.
Después del avance hacia Vitoria de los soldados
vascos, que tan cerca de esta ciudad colocó nuestras trincheras, apenas había
existido actividad en los frentes de Euzkadi. Incluso se había distraído de
ellos bastante fuerza para contribuir a los ataques contra Oviedo. Sufría
Bilbao una completa transformación en aquel momento en que yo lo visitaba. De
nuevo volvía a sentirse sacudido por la guerra, y con mas fuerza que nunca. El
fascismo había concentrado todos sus elementos sobre los frentes vascos, y lo
mismo en el de Guipúzcoa que en el de Álava, presionaba con extraordinaria
violencia. Su aviación, numerosísima, realizaba tres, cuatro o más incursiones
diarias sobre la capital y los pueblos de la ría, y actuaba en número de
cuarenta a sesenta aparatos, de manera constante, en los frentes. Los soldados
de Euzkadi conocían entonces un ataque tan impetuoso como el de Guadalajara. La
táctica brutal de guerra de Alemania se traducía en la feroz destrucción de las
ciudades de la retaguardia. Ciudades arrasadas desde sus cimientos, arrancadas
de cuajo de la tierra en que se sustentaron durante siglos, coma Elgueta o
Durango o Guernica.
Toda esta actividad de los frentes hizo como avivarse
en la ciudad sus heridas. Los boquetes abiertos en sus casas por los bombardeos
aéreos de septiembre volvían a hablar con su terrible elocuencia. Habían
llegado a ser casi recuerdos de la guerra, de algo que se ha padecido ya de una
vez para siempre. Su significación de ahora era muy otra. La suya y la de
tantas otras cosas. Ya digo que en muy pocas horas el ambiente de la ciudad,
después de lo de Durango, había cambiado por completo. Sobre todo sus gentes.
Eran distintas. Se había mecanizado la multitud de una manera extraña. Parecía
como si todas las personas acudiesen automáticamente a horas muy fijas a puntos
señalados de antemano. Ese rumoreo de la multitud en las calles centrales de
toda ciudad, ese ir y venir inconstante, caprichoso, había desaparecido,
dejanda paso a un atirantamiento, a una rigidez extremos. Se había disciplinado
en absoluto la vida de la ciudad. Lo que se acusaba de tal forma y con tal
fuerza, que por encima de las largas hileras de camiones llenos de los soldados
que van al frente, por encima de los alaridos de las sirenas en la alarma,
hasta de esos coches sanitarios que pasan a toda marcha con los heridos graves,
ello era lo que nos hablaba con mayor dureza de que la guerra estaba encima,
muy cerca de Bilbao.
Subí una mañana al Archanda. Desde donde estaba no se
veía bien el casco urbano de Bilbao, que quedaba a mi espalda tapado por una
colina de pinos. Sin embargo, la ría se deslizaba brillante al sol —que la
hacía—, casi íntegra hasta la salida al mar. Lejona, Las Arenas, los campos de
aviación de Lamiaco y Sondica se distinguían perfectamente. Un pastor, muchacho
de unos catorce años, me explicaba los nombres de los montes que teníamos
alrededor y la parte hacia donde estaba el enemigo detrás de ellos. Los
soldados de Mola avanzaban entonces hacia Durango, después de haber conseguido repasar los altos de Urquiola y Ochandiano, que tan duras horas a lo largo de
varios días y tan cuantiosas bajas les costaron.
—Detrás de aquel monte —me decía—, en el valle, está
Durango. Mire un poco más hacia la izquierda. ¿Ve aquellas altiuras tan
lejanas? De allí vienen los aviones que bombardean nuestros frentes. Cuando el
aire corre hacia aquí, hasta se oyen las explosiones. Tiran mucho y seguido.
El muchacho era poco menos que un técnico militar.
Percibía el zumbido de un motor, según luego pudo demostrarme, cuando ni
remotamente nadie pudiera imaginarse su presencia. Sabía de dónde venían, hacia
dónde tiraban, y hasta se atrevía a fijar el número de aparatos, un poco «groso
modo»
Días después bordeaba yo carretera adelante aquellas
alturas que se veían a lo lejos desde el Archanda. Con mis ojos, con todos mis
sentidos —tan alerta cuando se está próximo a la línea de fuego—, pude calibrar
cuál era el temple de los defensores de Euzkadi. Defendían su tierra como su
propia carne. Con una entereza inimaginable se apretaban contra ella en los
parapetos, de los que sólo la muerte les arrancaba. Allí estaban, en su puesto,
cubriendo su puesto, hasta después de muertos.
Estad seguros que los éxitos parciales alcanzados por
el enemigo, al precio que lo han sido, en tierra vasca, no constituyen más que
el antecedente de su derrota. Como en Guadalajara, el frente norte de Madrid.
Vicente Salas Viu
Hora de España VI
Valencia, Junio 1937
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