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1383. España 1937. Apuntes sobre un congreso emocionado.

Asistentes al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, Madrid, julio 1937


El 27 de marzo de 1977 fallecía en La Habana, Juan Marinello, intelectual cubano que presidió la delegación cubana en el Congreso Internacional de Intelectuales por la Defensa de la Cultura, celebrado en plena Guerra española.

Un excepcional Congreso de Escritores acaba de tener lugar en España. Ninguno de los efectuados hasta aquí ha lucido tan especial significado. No se han esclarecido en él cuestiones centrales para la acción intelectual ni señalado directrices adecuadas a la obra de arte. Ni una tesis importante por su originalidad o preciosa por su pertinencia. Por esta vez los escritores han preferido ser hombres. En esta ocasión la gente letrada, tan hecha a las actitudes exclusivas, ha coincidido con la actitud de todo un pueblo: los escritores de todos los rumbos han dicho su lealtad a la España popular.

Otra actitud más académica, menos vital, hubiera sido desacertada, lejana, extranjera, absurda. Esta no podría ser sino una asamblea beligerante, una batalla ilustre. Se efectuaba en el seno de un pueblo en armas, a pocos pasos de frentes de combates donde estaba muriendo la más generosa juventud de la tierra. Un clima bélico —de muerte— le daba vida. Oyendo las palabras de los escritores venidos de todos los países, una multitud herida y militante; pesando las razones elegantes, ciudades despedazadas mil veces por la metralla cavernaria. Con el oído puesto a las resoluciones del Congreso, la conciencia antifachista del mundo.

Aún hubo más. Hubo una circunstancia que alejó toda posibilidad de distracción y que dio a la adhesión cálida el tono del apóstrofe: el continuado ataque al propio Congreso. La misma noche de nuestra llegada a Valencia enseñó el enemigo la oreja bárbara. A la madrugada nos despertó la sirena de alarma, —un poderoso quejido insistente que envuelve a la ciudad en un presagio mortal,— el ruido de los aviones enemigos y, enseguida, el estruendo del cañón antiaéreo limpiando el cielo de alas siniestras. Los días que el Congreso trabajó en Madrid fueron escogidos por los facciosos para demostrar a los intelectuales de toda la tierra la medida de su crueldad. No hubo discurso que no fuese acompañado del repique apresurado de las ametralladoras y coreado por el aullido grave de los cañones sitiadores. Por las tardes, entre sesión y mitin, veíamos cómo los cazas bisoños, piloteados por adolescentes hechos aviadores en tres meses, abatían, contra el cielo limpísimo de Madrid a los veteranos junkers y capronis. Cerrada la noche presenciábamos desde la azotea del hotel un espectáculo singular. De Monte Garabitas se elevaban en parábolas perfecta [sic] estrellas fugaces que reventaban su luz sobre las líneas leales. Iluminado, situado el objetivo, venía sobre él el obús destructor. Muchos caían a pocos pasos de nuestro improvisado observatorio. Entre ataque y ataque salíamos a la calle: el mismo horror de siempre: casas ardiendo, pavimentos horadados, mujeres destrozadas, niños agitándose entre la muerte. Y la realidad sobreponiéndose, terca, a la imaginación. Siempre un detalle inesperado, una nota horrible como para reavivar la sensibilidad estragada por la sangre: una muchacha daba el pecho a su hijito recien nacido [sic]. El bombardeo enemigo maltrataba el barrio. Un obús entró por la ventana abierta, arrancó al niño despedazándolo; con él el pecho de la madre. Al otro día por la mañana moría la muchacha. Era bellísima y tenía diecinueve años.

Los asistentes al Congreso, su calidad, su significado, aseguraban el interés de las sesiones. Muchos nombres eran queridos en la España leal, otros traían el prestigio de su historia política, el reflejo de sus tierras, libres o esclavas. Ehrenburg, Koltzov, Tolstoi, Mikitenko, Fadeev, Visnleski, Klyn, eran voces libres que iban a decir los horizontes de una vida nueva; Anna Seghers, con su voz llorona y sus limpios ojos, eran la protesta de su patria pisoteada por la barbarie; Ludwig Renn, esa misma protesta a sus fuerzas, —pistola y técnica,— en los campos de España. Anderson Nexo, con su palabra hermana de los hielos, decía la unidad del hombre frente al crimen fascista. Julian Benda, Malraux, Tzará, Chamson, Marán, Aveline, Pillement, Blech, iban a expresar la repulsa de la cultura y la civilización auténticas al embate cavernario que hiere la mejor esencia española. Spender traían la afirmación de justicia de su pueblo, distinto y contrario a su pueblo cauteloso. Ambrosio Donini y Incola Potenza vanían a hablarnos de la vida del escritor honesto bajo el insulto mussolinesco. Malcom Cowley, Langston Huhes y Anna Louise Strong del despertar de la conciencia norteamericana contra una vida injusta y falsa. Nuestra América, —con representación muy corta para sus muchos países y problemas— traía la adhesión ejemplar de México con Mansidor, Pellicer y Paz; Costa Rica hablaría en la vigilancia aguerrida de Vicente Sáenz; Chile traía a dos poetas grandes y un prosista responsable y medulosos: Pablo Neruda, Vicente Huidobre y Alberto Romero. El más rico pensamiento antifachista argentino en Rojas Paz, Córdoba Iturburu y González Muñón. El Perú hablaba por la boca de César Vallejo, en quien tan gran servicio tienen nuestros pueblos. Cuba diría su palabra dolorosa con la fuerza de Nicolás Guillén, la cultura de Alejo Carpentier y el lirismo de Pita Rodríguez. España iba a responder con su mejor raíz: Antonio Machado, admirable de responsabilidad en esta hora terrible de su tierra: Rafael Alberti, cuajada la entraña impar en el silencio del pueblo en armas: María Teresa León, con su hermosos fuego prosélito, José Bergamín, con su medidor alzado y sutil, Julio Álvarez del Vayo, orientador político del Ejército Popular y vocero incansable de la verdad de España entre propios y extraños.

No se negaron ni atención ni simpatías a los dichos ilustres. El país todo hizo un claro en su ritmo febril para oír mejor la adhesión unánime, para descubrir hasta donde la razón popular había calado con las mentes esclarecidas. En la sala de sesiones intelectuales y obreros, soldados y campesinos, mujeres y niños, premiaban con demostraciones cordiales las intervenciones dichas en los más lejanos idiomas y en los más opuestos estilos. Cada argumento hábil, cada pronunciamiento valeroso, eran entendidos y estimados ostenciblemente [sic]. Con todo, el éxito mayor no correspondió a los oradores. Más de una vez recordamos el dicho de José Martí: la elocuencia brilla, el carácter impera. El público seguía con interés buído [sic] una aguda glosa de Benda y una apretada tesis de Malraux, pero solo a la llegada de los soldados polvorientos y sudorosos aceleraban los corazones su carrera y la atmósfera se hacía cóncava y caliente. No hubo mejor discurso que el del soldado que, a nombre de sus compañeros, dijo al Congreso: Haced lo más que podáis por España y no olvidéis que en la punta de esta bayoneta está también la defensa de la cultura… Ni hubo un momento comparable a aquel en que, al caer la tarde, penetró en el salón un grupo de combatientes, trayendo en homenaje las banderas que media hora antes habían sido arrebatadas al enemigo en la terrible toma de Brunete. Los héroes venían con el calor del combate en los rostros, todavía alteradas las facciones del esfuerzo de la arremetida, polvorientos los cascos, maltratados los vestidos, pintadas de tierra las botas, pero en los ojos la majestad radiosa de los vendedores. Las banderas venían manchadas de sangre fresca. Con ellas, los uniformes de los oficiales fascistas hechos prisioneros en la acción. De los bolsillos de un comandante faccioso resbalaban numerosas joyas de mujer… Cuando el oficial que encabezaba el grupo explicó al Congreso con sencillez de veras heroica el origen de los trofeos la sala fue un solo grito y un solo brazo.

Hubo intervenciones oídas con apasionada reverencia como la de Jef Last, el gran poeta de Holanda, ahora capitán del Ejército Popular Español, pero nadie mantuvo la entrañada comunicación con la asamblea como Gustavo Regler. Derribado en reciente combate, Regler estaba en el hospital curando sus graves heridas. Nadie pudo impedir que llegara hasta el salón de sesiones a decir su identificación y a traer su frase alentadora. No quiso que su palabra de escritos quedase atrás de su espalda de soldado. Llegó lentamente, trabajosamente, apoyándose en dos bastones. Estaba muy pálido. Al sentarse frente a la tribuna no pudo evitar que la boca denunciase la mordida del dolor. Comenzó a leer con voz débil, reposada, clarísima, una prosa de un intenso y contenido lirismo. La asamblea, sin advertirlo, se fué [sic] poniendo de pie en un silencio nuevo.

Los escritores asistentes iban a oír de sus compañeros españoles información y propósitos; a entender su postura; a ver de cerca su colaboración con el pueblo incomparable. Realizaron su deseo cumplidamente. A lo largo de las labores del Congreso fué [sic] lograda la comprensión recóndita que se quería. Bergamín desnudó ante el Congreso la españolidad eterna, ahora en ansia por todos los hombres; Antonio Machado descubrió las fuentes creadoras de su pueblo al declararse, con razones gentilísimas, su servidor. Alvarez del Vayo señaló, muy a lo estadista, las líneas esenciales de la tragedia y el significado inmediato de su realidad; Fernando de los Ríos, con su decir perfecto, denunció las monstruosidades inmedibles de los rebeldes y delineó magistralmente lo que sería un mundo regido por el fascismo. Los poetas de Hora de España dijeron en una meditada tesis colectiva su postura junto a las masas responsables y transformadoras de la cultura. Mucho aprendieron los escritores extranjeros de sus compañeros españoles. Mucho más del pueblo. Su viaje a lo largo de la España leal los puso en contacto con la arcilla vital, con la entraña motriz de la península. En las calles, en los caminos, —calles heridas de Madrid, caminos desolados de Castilla,— tocaron la clave cierta de la energía milagrosa, de la resurrección asombradora. Donde quiera se mezclan con el obrero, ahora soldado. En Madrid quedaron suspensos ante el espíritu de los defensores invencibles. Vieron cómo en medio del ataque, del crimen diario, de la muerte, de los hombres y las mujeres de la ciudad insigne mantienen intacta su vieja y encantadora gracia. Cada quien cumple su faena con perfecta naturalidad. Terminada la faena, debe irse al teatro o a pasear por las grandes avenidas escoltadas de sacos terreros. Se vieron cosas de un grande sentido en su humildad. A pocos pasos de las trincheras, a menos de cien metros de donde cae cada día metralla mortal, unos albañiles levantaban una pared. Un grupo congresista mostró a los trabajadores su extrañeza, la amenaza de sus vidas, la segura pérdida de su esfuerzo. En cualquier momento la metralla desmoronaría la pared. —Sí, contestó un albañil, pero pudiera ser que no ocurriese… Y continuó con excelente humor su construcción.

Pudiera ser que no ocurriese… He ahí la frase que da la entraña activa de la defensa incomparable. Pudiera ser que no entraran, dijeron los madrileños en los días decisivos de noviembre. Y el enemigo se quedó a las puertas, viendo la ciudad ansiada como la ve hoy, presente y ajena. Pudiera ser que no vencieran, se dijo todo el pueblo español al verse sin armas, sin ejército, sin técnicas bélicas, cercado por las potencias militares más poderosas de la tierra. Y no han vencido. Y no vencerán. Porque ya la injusticia ha tocado la fibra más íntima de estas gentes francas y obstinadas que son hijas leales y profundas de la tierra que quieren repartirse los extranjeros opresores. Pudiera ser que venciéramos, se dieron estas gentes hace algún tiempo. Y ya han vencido. Ya han domado su su contradicción ancestral y fundido sus querellas en un ansia decisiva de ser libres, de serlo mañana verdaderamente.

Los escritores de todos los rumbos que ahora han venido al Segundo Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura, han entendido la lección magna y han preferido guardar para mejor ocasión sus menesteres profesionales y sus deliberaciones alquitaradas. La emoción —la emoción de la justicia— ha vencido por esta vez al pensamiento estricto. ¿Debemos felicitarnos de ello? Sí y mil veces. Para actuar, —con las manos, con la mente,— hay que romper las cadenas que nos embarazan. Para quebrarlas de una vez hay que mover con acierto mente y mano. España está liberando al hombre de cadenas limitadoras, deformadoras. Quienes quieren al hombre de manos prodigiosas y mente ilimitada deben dar al esfuerzo libertador su mejor calidad. Los que quieren, por su oficio, al hombre libérrimo, —creador— no pueden negar su esfuerzo a la España popular. Después de la tormenta purificadora vendrá el día de la meditación y del vuelo.


Juan Marinello
“España 1937. Apuntes sobre un Congreso emocionado” 
Mediodía 36 - La Habana (4 de octubre de 1937)













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