Asistentes al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, Madrid, julio 1937 |
El 27 de marzo de 1977 fallecía en La Habana, Juan Marinello, intelectual cubano que presidió la delegación cubana en el Congreso Internacional de Intelectuales por la Defensa de la Cultura, celebrado en plena Guerra española.
Un excepcional Congreso de Escritores acaba de tener lugar en España. Ninguno de los efectuados hasta aquí ha lucido tan especial significado. No se han esclarecido en él cuestiones centrales para la acción intelectual ni señalado directrices adecuadas a la obra de arte. Ni una tesis importante por su originalidad o preciosa por su pertinencia. Por esta vez los escritores han preferido ser hombres. En esta ocasión la gente letrada, tan hecha a las actitudes exclusivas, ha coincidido con la actitud de todo un pueblo: los escritores de todos los rumbos han dicho su lealtad a la España popular.
Un excepcional Congreso de Escritores acaba de tener lugar en España. Ninguno de los efectuados hasta aquí ha lucido tan especial significado. No se han esclarecido en él cuestiones centrales para la acción intelectual ni señalado directrices adecuadas a la obra de arte. Ni una tesis importante por su originalidad o preciosa por su pertinencia. Por esta vez los escritores han preferido ser hombres. En esta ocasión la gente letrada, tan hecha a las actitudes exclusivas, ha coincidido con la actitud de todo un pueblo: los escritores de todos los rumbos han dicho su lealtad a la España popular.
Otra actitud más
académica, menos vital, hubiera sido desacertada, lejana, extranjera, absurda.
Esta no podría ser sino una asamblea beligerante, una batalla ilustre. Se
efectuaba en el seno de un pueblo en armas, a pocos pasos de frentes de
combates donde estaba muriendo la más generosa juventud de la tierra. Un clima
bélico —de muerte— le daba vida. Oyendo las palabras de los escritores venidos
de todos los países, una multitud herida y militante; pesando las razones
elegantes, ciudades despedazadas mil veces por la metralla cavernaria. Con el
oído puesto a las resoluciones del Congreso, la conciencia antifachista del
mundo.
Aún hubo más. Hubo una
circunstancia que alejó toda posibilidad de distracción y que dio a la adhesión
cálida el tono del apóstrofe: el continuado ataque al propio Congreso. La misma
noche de nuestra llegada a Valencia enseñó el enemigo la oreja bárbara. A la
madrugada nos despertó la sirena de alarma, —un poderoso quejido insistente que
envuelve a la ciudad en un presagio mortal,— el ruido de los aviones enemigos
y, enseguida, el estruendo del cañón antiaéreo limpiando el cielo de alas
siniestras. Los días que el Congreso trabajó en Madrid fueron escogidos por los
facciosos para demostrar a los intelectuales de toda la tierra la medida de su
crueldad. No hubo discurso que no fuese acompañado del repique apresurado de
las ametralladoras y coreado por el aullido grave de los cañones sitiadores.
Por las tardes, entre sesión y mitin, veíamos cómo los cazas bisoños,
piloteados por adolescentes hechos aviadores en tres meses, abatían, contra el
cielo limpísimo de Madrid a los veteranos junkers y capronis. Cerrada la noche
presenciábamos desde la azotea del hotel un espectáculo singular. De Monte
Garabitas se elevaban en parábolas perfecta [sic] estrellas fugaces que
reventaban su luz sobre las líneas leales. Iluminado, situado el objetivo,
venía sobre él el obús destructor. Muchos caían a pocos pasos de nuestro
improvisado observatorio. Entre ataque y ataque salíamos a la calle: el mismo
horror de siempre: casas ardiendo, pavimentos horadados, mujeres destrozadas,
niños agitándose entre la muerte. Y la realidad sobreponiéndose, terca, a la
imaginación. Siempre un detalle inesperado, una nota horrible como para
reavivar la sensibilidad estragada por la sangre: una muchacha daba el pecho a
su hijito recien nacido [sic]. El bombardeo enemigo maltrataba el barrio. Un
obús entró por la ventana abierta, arrancó al niño despedazándolo; con él el
pecho de la madre. Al otro día por la mañana moría la muchacha. Era bellísima y
tenía diecinueve años.
Los asistentes al
Congreso, su calidad, su significado, aseguraban el interés de las sesiones.
Muchos nombres eran queridos en la España leal, otros traían el prestigio de su
historia política, el reflejo de sus tierras, libres o esclavas. Ehrenburg,
Koltzov, Tolstoi, Mikitenko, Fadeev, Visnleski, Klyn, eran voces libres que
iban a decir los horizontes de una vida nueva; Anna Seghers, con su voz llorona
y sus limpios ojos, eran la protesta de su patria pisoteada por la barbarie;
Ludwig Renn, esa misma protesta a sus fuerzas, —pistola y técnica,— en los
campos de España. Anderson Nexo, con su palabra hermana de los hielos, decía la
unidad del hombre frente al crimen fascista. Julian Benda, Malraux, Tzará,
Chamson, Marán, Aveline, Pillement, Blech, iban a expresar la repulsa de la
cultura y la civilización auténticas al embate cavernario que hiere la mejor
esencia española. Spender traían la afirmación de justicia de su pueblo,
distinto y contrario a su pueblo cauteloso. Ambrosio Donini y Incola Potenza
vanían a hablarnos de la vida del escritor honesto bajo el insulto
mussolinesco. Malcom Cowley, Langston Huhes y Anna Louise Strong del despertar
de la conciencia norteamericana contra una vida injusta y falsa. Nuestra
América, —con representación muy corta para sus muchos países y problemas—
traía la adhesión ejemplar de México con Mansidor, Pellicer y Paz; Costa Rica
hablaría en la vigilancia aguerrida de Vicente Sáenz; Chile traía a dos poetas
grandes y un prosista responsable y medulosos: Pablo Neruda, Vicente Huidobre y
Alberto Romero. El más rico pensamiento antifachista argentino en Rojas Paz,
Córdoba Iturburu y González Muñón. El Perú hablaba por la boca de César
Vallejo, en quien tan gran servicio tienen nuestros pueblos. Cuba diría su
palabra dolorosa con la fuerza de Nicolás Guillén, la cultura de Alejo
Carpentier y el lirismo de Pita Rodríguez. España iba a responder con su mejor
raíz: Antonio Machado, admirable de responsabilidad en esta hora terrible de su
tierra: Rafael Alberti, cuajada la entraña impar en el silencio del pueblo en
armas: María Teresa León, con su hermosos fuego prosélito, José Bergamín, con
su medidor alzado y sutil, Julio Álvarez del Vayo, orientador político del
Ejército Popular y vocero incansable de la verdad de España entre propios y
extraños.
No se negaron ni
atención ni simpatías a los dichos ilustres. El país todo hizo un claro en su
ritmo febril para oír mejor la adhesión unánime, para descubrir hasta donde la
razón popular había calado con las mentes esclarecidas. En la sala de sesiones
intelectuales y obreros, soldados y campesinos, mujeres y niños, premiaban con
demostraciones cordiales las intervenciones dichas en los más lejanos idiomas y
en los más opuestos estilos. Cada argumento hábil, cada pronunciamiento
valeroso, eran entendidos y estimados ostenciblemente [sic]. Con todo, el éxito
mayor no correspondió a los oradores. Más de una vez recordamos el dicho de
José Martí: la elocuencia brilla, el carácter impera. El público seguía con
interés buído [sic] una aguda glosa de Benda y una apretada tesis de Malraux,
pero solo a la llegada de los soldados polvorientos y sudorosos aceleraban los
corazones su carrera y la atmósfera se hacía cóncava y caliente. No hubo mejor
discurso que el del soldado que, a nombre de sus compañeros, dijo al Congreso:
Haced lo más que podáis por España y no olvidéis que en la punta de esta
bayoneta está también la defensa de la cultura… Ni hubo un momento comparable a
aquel en que, al caer la tarde, penetró en el salón un grupo de combatientes,
trayendo en homenaje las banderas que media hora antes habían sido arrebatadas
al enemigo en la terrible toma de Brunete. Los héroes venían con el calor del
combate en los rostros, todavía alteradas las facciones del esfuerzo de la
arremetida, polvorientos los cascos, maltratados los vestidos, pintadas de
tierra las botas, pero en los ojos la majestad radiosa de los vendedores. Las
banderas venían manchadas de sangre fresca. Con ellas, los uniformes de los
oficiales fascistas hechos prisioneros en la acción. De los bolsillos de un
comandante faccioso resbalaban numerosas joyas de mujer… Cuando el oficial que
encabezaba el grupo explicó al Congreso con sencillez de veras heroica el
origen de los trofeos la sala fue un solo grito y un solo brazo.
Hubo intervenciones
oídas con apasionada reverencia como la de Jef Last, el gran poeta de Holanda,
ahora capitán del Ejército Popular Español, pero nadie mantuvo la entrañada
comunicación con la asamblea como Gustavo Regler. Derribado en reciente
combate, Regler estaba en el hospital curando sus graves heridas. Nadie pudo
impedir que llegara hasta el salón de sesiones a decir su identificación y a
traer su frase alentadora. No quiso que su palabra de escritos quedase atrás de
su espalda de soldado. Llegó lentamente, trabajosamente, apoyándose en dos
bastones. Estaba muy pálido. Al sentarse frente a la tribuna no pudo evitar que
la boca denunciase la mordida del dolor. Comenzó a leer con voz débil,
reposada, clarísima, una prosa de un intenso y contenido lirismo. La asamblea,
sin advertirlo, se fué [sic] poniendo de pie en un silencio nuevo.
Los escritores
asistentes iban a oír de sus compañeros españoles información y propósitos; a
entender su postura; a ver de cerca su colaboración con el pueblo incomparable.
Realizaron su deseo cumplidamente. A lo largo de las labores del Congreso fué
[sic] lograda la comprensión recóndita que se quería. Bergamín desnudó ante el
Congreso la españolidad eterna, ahora en ansia por todos los hombres; Antonio
Machado descubrió las fuentes creadoras de su pueblo al declararse, con razones
gentilísimas, su servidor. Alvarez del Vayo señaló, muy a lo estadista, las
líneas esenciales de la tragedia y el significado inmediato de su realidad;
Fernando de los Ríos, con su decir perfecto, denunció las monstruosidades
inmedibles de los rebeldes y delineó magistralmente lo que sería un mundo
regido por el fascismo. Los poetas de Hora de España dijeron en una meditada
tesis colectiva su postura junto a las masas responsables y transformadoras de
la cultura. Mucho aprendieron los escritores extranjeros de sus compañeros
españoles. Mucho más del pueblo. Su viaje a lo largo de la España leal los puso
en contacto con la arcilla vital, con la entraña motriz de la península. En las
calles, en los caminos, —calles heridas de Madrid, caminos desolados de
Castilla,— tocaron la clave cierta de la energía milagrosa, de la resurrección
asombradora. Donde quiera se mezclan con el obrero, ahora soldado. En Madrid
quedaron suspensos ante el espíritu de los defensores invencibles. Vieron cómo
en medio del ataque, del crimen diario, de la muerte, de los hombres y las
mujeres de la ciudad insigne mantienen intacta su vieja y encantadora gracia.
Cada quien cumple su faena con perfecta naturalidad. Terminada la faena, debe
irse al teatro o a pasear por las grandes avenidas escoltadas de sacos
terreros. Se vieron cosas de un grande sentido en su humildad. A pocos pasos de
las trincheras, a menos de cien metros de donde cae cada día metralla mortal,
unos albañiles levantaban una pared. Un grupo congresista mostró a los
trabajadores su extrañeza, la amenaza de sus vidas, la segura pérdida de su esfuerzo.
En cualquier momento la metralla desmoronaría la pared. —Sí, contestó un
albañil, pero pudiera ser que no ocurriese… Y continuó con excelente humor su
construcción.
Pudiera ser que no
ocurriese… He ahí la frase que da la entraña activa de la defensa incomparable.
Pudiera ser que no entraran, dijeron los madrileños en los días decisivos de
noviembre. Y el enemigo se quedó a las puertas, viendo la ciudad ansiada como
la ve hoy, presente y ajena. Pudiera ser que no vencieran, se dijo todo el pueblo
español al verse sin armas, sin ejército, sin técnicas bélicas, cercado por las
potencias militares más poderosas de la tierra. Y no han vencido. Y no
vencerán. Porque ya la injusticia ha tocado la fibra más íntima de estas gentes
francas y obstinadas que son hijas leales y profundas de la tierra que quieren
repartirse los extranjeros opresores. Pudiera ser que venciéramos, se dieron
estas gentes hace algún tiempo. Y ya han vencido. Ya han domado su su
contradicción ancestral y fundido sus querellas en un ansia decisiva de ser
libres, de serlo mañana verdaderamente.
Los escritores de todos
los rumbos que ahora han venido al Segundo Congreso Internacional para la
Defensa de la Cultura, han entendido la lección magna y han preferido guardar
para mejor ocasión sus menesteres profesionales y sus deliberaciones
alquitaradas. La emoción —la emoción de la justicia— ha vencido por esta vez al
pensamiento estricto. ¿Debemos felicitarnos de ello? Sí y mil veces. Para
actuar, —con las manos, con la mente,— hay que romper las cadenas que nos
embarazan. Para quebrarlas de una vez hay que mover con acierto mente y mano.
España está liberando al hombre de cadenas limitadoras, deformadoras. Quienes
quieren al hombre de manos prodigiosas y mente ilimitada deben dar al esfuerzo
libertador su mejor calidad. Los que quieren, por su oficio, al hombre
libérrimo, —creador— no pueden negar su esfuerzo a la España popular. Después
de la tormenta purificadora vendrá el día de la meditación y del vuelo.
Juan Marinello
“España 1937. Apuntes
sobre un Congreso emocionado”
Mediodía 36 - La
Habana (4 de octubre de 1937)
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