«Yo no puedo concebir
justa la sociedad que no puede garantizar el trabajo del hombre honesto que
quiere cubrir sus necesidades con su cooperación y su esfuerzo personal. La
presencia de tantos millones de desocupados en tantos pueblos civilizados es un
argumento que no necesita de mayores explicaciones para hacernos comprender que
algo muy profundo y razonable mueve las protestas de los humildes. Yo sostengo que no es justa ni lícita la ganancia sino
después que toda esta necesidad elemental del hombre honesto haya sido
atendida.» (José Antonio
Agirre, 1942)
María Torres / 22 marzo 2015
Traemos al recuerdo al primer lehendakari de
Euskadi y presidente del Gobierno Vasco en el exilio, José Antonio Agirre, que
falleció en París el 22 de marzo de 1960.
Demócrata, nacionalista, católico, culto, lúcido y
sincero. Un líder indiscutible y un hombre que consagró su vida a los vascos y
a su tierra: «Vengo en
representación de un pueblo pequeño, pero de alma grande, que derramó
generosamente su sangre, porque no tenía entrañas de ciervo». Un luchador que no perdió la dignidad tras la
derrota y que mantuvo su lealtad inalterable a la República española.
Entendió como universal la lucha
contra la opresión y en favor de la libertad de
los hombres y de los pueblos. Desde que las Cortes
españolas aprobaron la autonomía del País Vasco el primero de octubre de 1936,
en plena Guerra, fue consciente que mantener esa libertad reciente sería a
costa de sangre y amargura, pero «¿qué
importaba, si para el vasco la libertad es tan necesaria como el oxígeno que
respira? »
Abandonó Euskadi entre bombardeos y no pudo regresar
jamás. Los gudaris de su guardia le despidieron con lágrimas en los ojos. Unas
lágrimas que él tampoco pudo evitar. Como tampoco pudo olvidar el juramento
realizado bajo el Árbol de Guernika, el viejo roble símbolo de la libertad y la democracia,
el 7 de octubre de 1936:
«Jaungoikuaren aurrean apalik.
Euzko-Iur ganian zu/unik,
Asabearen gomu/az,
Gernika'ko zuaizpian
Nere aginduba ondo be/e/zia
Zindagit »
«Ante Dios humillado,
En pie sobre la tierra vasca.
Con el recuerdo de los antepasados
Bajo el Arbol de Guernica
Juro
Cumplir fielmente mi mandato»
Tras su muerte, su cadáver fue trasladado de Paris a
Donibane-Lohizune donde quedó instala la capilla ardiente en casa de su amigo
Miguel de Monzón. A pesar de las prohibiciones franquistas, tres mil vascos
cruzaron la frontera de Hendaya para asistir a su entierro en San Juan de Luz
el 28 de marzo de 1960.
Y el pueblo vasco se quedó huérfano. Habían perdido al
hombre que permaneció fiel al juramento realizado en 1936: «Hasta
que el fascismo sea derrotado, el nacionalismo vasco permanecerá en su puesto».
*
Bajo el árbol de las libertades cercado por las bayonetas de la antilibertad
Con Alava, Guipúzcoa y Navarra en poder del enemigo, y sus ejércitos amenazando desde los bordes mismos de Vizcaya, el día 7 de octubre de 1936, los representantes populares congregados en Guernica, la antigua capital política, me eligieron Presidente de los Vascos. El pueblo más viejo de Europa tenía desde aquel día un Primer Magistrado de 32 años, como para demostrar que las naciones no son viejas por sus años, cuando la fe y la esperanza las mantiene jóvenes.
Siguiendo una tradición que se pierde en el amanecer de los tiempos, presté el juramento de mi cargo bajo el Árbol de Guernica, que con sus raíces en la tierra y sus ramas hacia el cielo se alza como un testimonio perenne de la espiritualidad y soberanía nacional de nuestro pueblo. Bajo él, hasta el año 1839, habían jurado los Señores de Vizcaya respetar y defender las libertades vascas, sin cuyo requisito no eran reconocidos como tales. Quiso Dios escogerme para restablecer aquella tradición interrumpida por espacio de cien años, y tuve el honor de jurar fidelidad a aquel pueblo mío en los momentos de su mayor dolor.
Fue en una de esas tardes grises de nuestra patria, en las que la alegría del paisaje vasco pierde su sonrisa bajo la tristeza del cielo. Nubes tupidas parecían querer amparar nuestra inconsciencia contra los propósitos criminales de los aviones alemanes, que acechaban a pocos kilómetros de distancia. La ceremonia del juramento y de la presentación del nuevo Gobierno Vasco había sido tenida en secreto, pues de haberse enterado Franco hubiera adelantado la destrucción de Guernica. Pero la gran nueva corrió de oído en oído, y los vascos dieron una tregua a sus penas, y empleando medios de locomoción de todas clases, se dirigieron de todas partes hacia la Villa que es santuario de nuestra tradición.
El silencio que reinaba aquella tarde en Guernica era la mejor demostración de la emoción que embargaba a aquella gente. Los que lloraban, que eran muchos, también lo hacían en silencio. Situado debajo del Árbol, yo pronuncié en voz alta la fórmula del juramento:
Jaungoikuaren aurrean apalik.
Euzko-Iur ganian zu/unik,
Asabearen gomu/az,
Gernika'ko zuaizpian
Nere aginduba ondo be/e/zia
Zindagit.
Todos sabíamos que nos habíamos congregado en aquel histórico lugar para convivir en una ceremonia que representaba el principio del más grande sacrificio que los vascos íbamos a realizar por la Patria y por la Humanidad. Cualquier extranjero que después de presenciar el poderío ítalo-alemán de Franco, se hubiera asomado aquella tarde a Guernica, y hubiese visto aquel Gobierno de hombres jóvenes presentándose solemnemente a su pueblo, y aquellas tropas de voluntarios mal equipados desfilando con la bandera que hasta entonces había sido menospreciada, hubiese pensado que se trataba de una concentración de locos o de niños jugando a mayores. Pero los vascos comprendíamos plenamente la trascendencia de aquel momento histórico, en el que Euzkadi, la nación que fue siempre democracia y nunca dejó de serlo, volvía a renacer a la vida de la libertad, y precisamente en los momentos en que empezaban a triunfar en Europa doctrinas mil veces más abyectas que el feudalismo, al cual nuestros antepasados nunca habían permitido brotar en nuestro suelo. Y porque nuestra democracia fue la primera en el tiempo, era también la primera que se aprestaba a levantarse en armas contra quienes habían movilizado todas sus fuerzas para sumir al siglo XX en una ignominia de servidumbre.
En aquellos mismos instantes en que yo pronunciaba mi juramento, nuestra juventud, mal equipada y peor armada, se batía contra los ejércitos de Franco, en montañas que solamente veinte kilómetro separaban de Guernica. Casi se oían las detonaciones desde donde nosotros estábamos. Aquella misma tarde, pocas horas antes de la ceremonia, nuestro Estado Mayor, como llamábamos a aquel conjunto de hombres de buena voluntad, me había anunciado que en nuestros depósitos de municiones no quedaban más que unos trescientos mil cartuchos. Pocos estábamos en el secreto de lo que aquello suponía. Tres días antes se había librado en los altos de Elgueta un sangriento combate en el que nuestras improvisadas formaciones de patriotas voluntarios -ya los llamábamos gudaris, que en vasco significa guerreros-, habían rechazado a las tropas de Franco que se vieron obligadas a retroceder en desorden. Se les causaron cientos de bajas, pero a costa de cerca de cuatrocientos mil cartuchos. Si el combate se hubiera repetido, a buen seguro que mi juramento no lo hubiera prestado bajo el Árbol de Guernica, sino sobre las olas del Cantábrico, única salida que nos quedaba.
La libertad de Euzkadi resucitaba después de cerca de cien años de letargo forzado, protegida por unas armas cuya principal munición consistía en el heroísmo de los hombres que las empuñaban.
José Antonio Agirre
“De Gernica a Nueva York pasando por
Berlín", 1942
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