Ilya Ehrenburg, en el centro, conversa con el coronel Villalba en Bujaraloz |
Siempre, desde que era niño, me ha gustado pasear por las
calles y mirar por las ventanas iluminadas. La lámpara sobre la mesa camilla,
la sopera, un niño, una mujer leyendo, todo ello me parece de la mayor
importancia. La vida ajena resulta original y seductora. Hay ahora en España
muchas casas cuyo interior queda expuesto a las miradas de los curiosos, sin
obstáculos, porque son casas en ruinas. Escaleras que no llevan a ninguna
parte, cómodas fantásticas que dan la impresión de pender de un hilo, una taza
panzuda milagrosamente intacta en medio de los escombros, una pared con una
pequeña mancha marrón en el centro y un reloj que señala la hora de la muerte.
Madrid, Cartagena, Albacete, Jaén, Guadalajara, Andújar, Alcalá, Pozoblanco...
Y se ven mujeres que vagan constantemente de un sitio a otro. A veces fisgonean
entre los escombros, a veces contemplan con ojos sin vida una silla o un marco
de espejo. Y siempre completamente mudas. Es probable que estén recordando cómo
era su existencia hasta hace poco.
Como todos los años, Madrid se ha visto sorprendida por la
primavera meridional, que llega con paso acelerado. Las colinas y los valles se
cubren de un verde suave. En pocas semanas el sol habrá agostado la vegetación.
La sierra está en flor y hay brotes de un amarillo deslumbrante, violetas y
blancos. En los campos de Andalucía estallan las amapolas. Los riachuelos y los
arroyos que corren por las montañas han crecido y siguen su rumbo murmurando
plácidamente. Junto a los cañones, cantan los pájaros: es la época de su breve
amor. He visto a una criatura concebida, albergada en el seno de su madre el
tiempo debido, y parida mientras retumbaban los cañones y aullaban las sirenas.
Patalea alegremente, no tiene de qué preocuparse. En este país hay de todo: mucho
sol, muchachas morenas de ojos azules, muchas naranjas, plantas con un aroma
encantador, pereza en las horas de calor del mediodía. La muerte irrumpió de
pronto en este país. En un cielo de un azul permanente -no es necesario juzgar
por la mañana qué tiempo hará durante el día-, aparecen los bombarderos.
Entre los olivos se ocultan los tanques. Pepe y Paco,
quienes por las noches cantaban flamenco ante las ventanas de sus novias, se
ocupan ahora de las ametralladoras.
He visto a las mujeres; guardaban silencio. No les pregunté
por qué en Jaén los aviadores italianos mataron y mutilaron a más de quinientos
hombres. La masacre duró apenas cinco minutos. A un hombre no le dejaban
acercase a los escombros porque debajo de éstos yacían su mujer y sus ocho
hijos. Balbuceaba:
—Dejadme, que ya no me queda nada.
En Madrid, he visto transportar heridos cada día. Los
llevaban al quirófano. Uno de ellos le preguntó a la enfermera:
—No me van a amputar, ¿verdad?
Le aplicaron anestesia local y lo operaron. Al oír el
chirriar de la sierra, preguntó:
—¿Ahora?
La enfermera respondió inmediatamente:
—Es el ruido del tranvía.
Respiró aliviado:
—Ahora el tranvía suena de un modo distinto.
He visto sacar torsos destrozados de entre los escombros;
unas horas antes los niños jugaban en ese mismo lugar. Y las madres, de pie
junto a ellos, contemplaron el horror. En Jaén, una madre encontró una mano de
su hija pequeña. La juntó con el torso y empezó a buscar la cabeza. ¿Qué más se
puede decir? ¿Que la gente teme pasar las noches en las ciudades? ¿Que pasa las
noches en los campos? ¿Que el hombre se ve condenado a llevar una vida animal?
¿Que en las cuevas de Cartagena han parido ocho mujeres? ¿Que los ancianos se
esconden en las alcantarillas? La muerte recorre el país. Cuando un avión
aparece sobre la ciudad, los perros, aterrorizados, se esconden bajo los
bancos. En el Jarama la tierra está pelada. Pasará mucho tiempo antes de que
renazcan allí aquellas flores de rabioso color amarillo.
Por la noche, los hombres vagan en la oscuridad. El aullido
de las sirenas se hace insoportable: parece una voz humana. Las mujeres
resignadamente hacen largas colas, esperando el pan. Cuando los habitantes de
Málaga tuvieron que huir a Almería, les sobrevolaban los aviones. Una mujer
gritó:
—¿Dónde está mi niño?
Le dieron un niño. No era el suyo, ella no tenía hijos; el
terror la había enloquecido. La criatura sonrió. A su verdadera madre no la
encontrarían nunca.
En esa casa rosada vive una anciana. A su hijo lo mataron de
un tiro en Pozoblanco. En la pared, alguien ha escrito con carbón: «Es mejor
morir de pie que vivir de rodillas».
La frase ha hecho fortuna en la prensa y no encaja bien con
la ropa lavada de los niños secándose en el balcón, ni con las cotidianas
penurias caseras de la anciana. Y, sin embargo, es verdad.
Recuerdo el cadáver de un italiano: mejillas moradas, sangre
coagulada, mirada vidriosa en los ojos turbios. En su libreta había apuntado, entre
señas de burdeles y elogios al Duce: «¡La guerra es muy alegre!».
Había crecido en un mundo en que los hombres tenían en gran
consideración el robo, la violencia y la destrucción. Satisfecho de sí mismo,
decía ser un lobezno, de la loba de Roma. Había venido a España a divertirse.
Como un lobo recorría un país ajeno, asesinando y robando. Ahora estaba ahí
tendido, la cabeza semienterrada en la rala vegetación.
La guerra es algo cruel, maldito. En otra época, una dama de
tierno corazón escribió la novela ¡Abajo las armas! Los liberales europeos se entusiasmaban al leer la
obra —entre una guerra y otra—. Hoy decimos: «¡Arriba las armas!».
¡Vivan las escopetas viejas! Con ellas repelieron a la
muerte los trabajadores y los campesinos de España en julio del verano pasado.
¡Vivan los aviones y los tanques en esta primavera singular! Significan la
victoria de la vida.
España no quería vivir de rodillas. Lucha por su derecho a
vivir de pie. La vida es vasta y magnífica. Así se la siente aquí, con mucha
fuerza, junto a la muerte. Pero más vasta y magnífica es la dignidad que
ilumina la existencia humana, tan preciosa que, en comparación, hasta la vida
misma de los hombres pierde valor.
Cerca de Zaragata un pastor bajó desde la alta montaña. Su
viaje duró tres días. Allá arriba había escuchado que los hombres estaban
luchando por la verdad. Preguntó sencillamente:
—¿Adónde tengo que ir?
En el ejército popular he encontrado a ancianos, jóvenes,
muchachas. Estaban muy emocionados, tenían mucho ardor y cariño. Guardaban
silencio. Apuntaban al enemigo sin pronunciar una palabra.
Maestros alemanes, obreros metalúrgicos parisienses,
estudiantes croatas, campesinos de Ohio, polacos, mexicanos, suecos, han venido
a España para ayudar a sus hermanos. En Pozoblanco, pasando entre los escombros
con dificultad, se me acercó un hombre que me dijo:
—Nos conocemos de Bratislava.
Era uno de los héroes de Floridsdorf, que había llegado
hasta la frontera checa con su arma al hombro. Había conseguido salvar su vida
en las revueltas de los alrededores de Viena y ahora volvía a arriesgarla por
la felicidad de la remota Andalucía.
André Malraux se hizo aviador. Bombardeó el aeródromo de
Talavera. Ludwig Renn marchó a la cabeza de un batallón. Conocí al escritor
Ralph Fox en Londres. Era un hombre muy alegre y solía contarme historias
divertidas cuando nos encontrábamos en un pequeño bar. Amaba la vida
intensamente. Por eso murió en los combates del Jarama. Pero, ¿por qué
centrarse en los escritores? Podría hablar de ingenieros, albañiles, músicos.
Todos han venido hasta aquí para defender la fraternidad humana. Ayer, los
obreros berlineses cantaban en las montañas de Andalucía: «No hemos perdido
nuestra patria; desde hoy, nuestra patria es Madrid».
Los combates cargan el ambiente, enrarecen la atmósfera.
Nunca hubiese creído que pudiese haber tantos héroes en el mundo. Vivían a mi
lado, iban a su trabajo, reían en los cines, sufrían penas de amor. Ahora salen
a campo abierto bajo el fuego de las ametralladoras, vuelan tanques con
granadas de mano y, aun gravemente heridos, aun desangrándose, recogen a sus
compañeros caídos.
Un soldado improvisa en las trincheras una banderita roja:
—Es para el Primero de Mayo.
Tal vez esa bandera, dentro de escasos días, se lance en pos
de la victoria en la punta de una bayoneta. Las piezas de artillería pesada
saludarán el día que en el calendario republicano se señala como «Fiesta del
Trabajo». Responde a una verdad profunda: en este mismo momento, los hombres
mueren ante Bilbao y Peñarroya por su derecho a trabajar.
En Pozoblanco había una fábrica de tejidos. Los proyectiles
de los fascistas agujerearon las paredes. Las bombas derrumbaron el techo. La
maquinaria felizmente quedó intacta. Tras la victoria de los republicanos, los
obreros regresaron a la ciudad vacía. No temían a los aviadores fascistas.
Volvieron a ocupar sus puestos. Sobre sus cabezas, el cielo azul; a través de
los orificios de los muros se ven las ruinas de la ciudad. No miran los daños
ni los montones de cascotes: trabajan de la mañana a la noche. Hacen mantas
para los soldados. Están solos. Se combate en torno suyo. En la ciudad no hay
donde albergarse, no hay pan. Pero siguen trabajando. Son las vanguardias del
trabajo en el mundo de la muerte.
Jamás olvidaré a un joven que, en el frente, arrojaba
granadas. Hasta el principio de la guerra había trabajado en un garaje de Madrid.
Le felicitaron por haber destruido tres tanques. Sonrió y dijo, pensativo:
—Tras la victoria, volveré a un garaje a reparar motores...
Este es el programa de la nueva clase.
Dicen los fascistas: «La guerra es divertida...»
Los nuestros les responden con su firme voluntad de vivir:
bomba contra bomba, tanque contra tanque. Pero el niño mecánico sabe que sólo
el trabajo es alegre, divertido, magnífico, grandioso. Por él, por esa causa,
avanza con serenidad, arrastrándose bajo el fuego de las ametralladoras.
Maiakovski escribió, refiriéndose al invierno de 1919, que
su rigor, la pobreza y el heroísmo de los hombres habían mostrado con precisión
hasta qué punto cabía atribuir el ardor al «amor, la amistad y la familia». A
la tierra, helada hasta sus entrañas, confrontó otra tierra, de aire dulce, de
la que pudiese marcharse sin remordimientos. En España el aire es inmensamente
suave; pero este país conoce ahora un nuevo frío: el de la guerra, el asalto,
el hambre, la muerte. En esta primavera cálida, se ha helado por entero. En
este país ya no hay lugar para el hombre. Se esconde en cuevas de animales para
gozar y conservar un resto de calor. Aquí reconocemos y apreciamos el ardor
nacido del «amor, la amistad y la familia», el calor que lleva al campesino
extremeño y al estudiante de Oxford a darse un último abrazo. En este mundo de
muerte, vemos con claridad la vida, la vida rebosante, ebria de alegría,
solemne.
Ilya Ehrenburg «Primavera en España»
Izvestia, 1 de mayo de 1937
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