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1439. Primavera en España

Ilya Ehrenburg, en el centro, conversa con el coronel Villalba en Bujaraloz


Siempre, desde que era niño, me ha gustado pasear por las calles y mirar por las ventanas iluminadas. La lámpara sobre la mesa camilla, la sopera, un niño, una mujer leyendo, todo ello me parece de la mayor importancia. La vida ajena resulta original y seductora. Hay ahora en España muchas casas cuyo interior queda expuesto a las miradas de los curiosos, sin obstáculos, porque son casas en ruinas. Escaleras que no llevan a ninguna parte, cómodas fantásticas que dan la impresión de pender de un hilo, una taza panzuda milagrosamente intacta en medio de los escombros, una pared con una pequeña mancha marrón en el centro y un reloj que señala la hora de la muerte. Madrid, Cartagena, Albacete, Jaén, Guadalajara, Andújar, Alcalá, Pozoblanco... Y se ven mujeres que vagan constantemente de un sitio a otro. A veces fisgonean entre los escombros, a veces contemplan con ojos sin vida una silla o un marco de espejo. Y siempre completamente mudas. Es probable que estén recordando cómo era su existencia hasta hace poco.

Como todos los años, Madrid se ha visto sorprendida por la primavera meridional, que llega con paso acelerado. Las colinas y los valles se cubren de un verde suave. En pocas semanas el sol habrá agostado la vegetación. La sierra está en flor y hay brotes de un amarillo deslumbrante, violetas y blancos. En los campos de Andalucía estallan las amapolas. Los riachuelos y los arroyos que corren por las montañas han crecido y siguen su rumbo murmurando plácidamente. Junto a los cañones, cantan los pájaros: es la época de su breve amor. He visto a una criatura concebida, albergada en el seno de su madre el tiempo debido, y parida mientras retumbaban los cañones y aullaban las sirenas. Patalea alegremente, no tiene de qué preocuparse. En este país hay de todo: mucho sol, muchachas morenas de ojos azules, muchas naranjas, plantas con un aroma encantador, pereza en las horas de calor del mediodía. La muerte irrumpió de pronto en este país. En un cielo de un azul permanente -no es necesario juzgar por la mañana qué tiempo hará durante el día-, aparecen los bombarderos.

Entre los olivos se ocultan los tanques. Pepe y Paco, quienes por las noches cantaban flamenco ante las ventanas de sus novias, se ocupan ahora de las ametralladoras.

He visto a las mujeres; guardaban silencio. No les pregunté por qué en Jaén los aviadores italianos mataron y mutilaron a más de quinientos hombres. La masacre duró apenas cinco minutos. A un hombre no le dejaban acercase a los escombros porque debajo de éstos yacían su mujer y sus ocho hijos. Balbuceaba:

—Dejadme, que ya no me queda nada.

En Madrid, he visto transportar heridos cada día. Los llevaban al quirófano. Uno de ellos le preguntó a la enfermera:

—No me van a amputar, ¿verdad?

Le aplicaron anestesia local y lo operaron. Al oír el chirriar de la sierra, preguntó:

—¿Ahora?

La enfermera respondió inmediatamente:

—Es el ruido del tranvía.

Respiró aliviado:

—Ahora el tranvía suena de un modo distinto.

He visto sacar torsos destrozados de entre los escombros; unas horas antes los niños jugaban en ese mismo lugar. Y las madres, de pie junto a ellos, contemplaron el horror. En Jaén, una madre encontró una mano de su hija pequeña. La juntó con el torso y empezó a buscar la cabeza. ¿Qué más se puede decir? ¿Que la gente teme pasar las noches en las ciudades? ¿Que pasa las noches en los campos? ¿Que el hombre se ve condenado a llevar una vida animal? ¿Que en las cuevas de Cartagena han parido ocho mujeres? ¿Que los ancianos se esconden en las alcantarillas? La muerte recorre el país. Cuando un avión aparece sobre la ciudad, los perros, aterrorizados, se esconden bajo los bancos. En el Jarama la tierra está pelada. Pasará mucho tiempo antes de que renazcan allí aquellas flores de rabioso color amarillo.

Por la noche, los hombres vagan en la oscuridad. El aullido de las sirenas se hace insoportable: parece una voz humana. Las mujeres resignadamente hacen largas colas, esperando el pan. Cuando los habitantes de Málaga tuvieron que huir a Almería, les sobrevolaban los aviones. Una mujer gritó:

—¿Dónde está mi niño?

Le dieron un niño. No era el suyo, ella no tenía hijos; el terror la había enloquecido. La criatura sonrió. A su verdadera madre no la encontrarían nunca.

En esa casa rosada vive una anciana. A su hijo lo mataron de un tiro en Pozoblanco. En la pared, alguien ha escrito con carbón: «Es mejor morir de pie que vivir de rodillas».

La frase ha hecho fortuna en la prensa y no encaja bien con la ropa lavada de los niños secándose en el balcón, ni con las cotidianas penurias caseras de la anciana. Y, sin embargo, es verdad.

Recuerdo el cadáver de un italiano: mejillas moradas, sangre coagulada, mirada vidriosa en los ojos turbios. En su libreta había apuntado, entre señas de burdeles y elogios al Duce: «¡La guerra es muy alegre!».

Había crecido en un mundo en que los hombres tenían en gran consideración el robo, la violencia y la destrucción. Satisfecho de sí mismo, decía ser un lobezno, de la loba de Roma. Había venido a España a divertirse. Como un lobo recorría un país ajeno, asesinando y robando. Ahora estaba ahí tendido, la cabeza semienterrada en la rala vegetación.

La guerra es algo cruel, maldito. En otra época, una dama de tierno corazón escribió la novela ¡Abajo las armas! Los liberales europeos se entusiasmaban al leer la obra —entre una guerra y otra—. Hoy decimos: «¡Arriba las armas!».

¡Vivan las escopetas viejas! Con ellas repelieron a la muerte los trabajadores y los campesinos de España en julio del verano pasado. ¡Vivan los aviones y los tanques en esta primavera singular! Significan la victoria de la vida.

España no quería vivir de rodillas. Lucha por su derecho a vivir de pie. La vida es vasta y magnífica. Así se la siente aquí, con mucha fuerza, junto a la muerte. Pero más vasta y magnífica es la dignidad que ilumina la existencia humana, tan preciosa que, en comparación, hasta la vida misma de los hombres pierde valor.

Cerca de Zaragata un pastor bajó desde la alta montaña. Su viaje duró tres días. Allá arriba había escuchado que los hombres estaban luchando por la verdad. Preguntó sencillamente:

—¿Adónde tengo que ir?

En el ejército popular he encontrado a ancianos, jóvenes, muchachas. Estaban muy emocionados, tenían mucho ardor y cariño. Guardaban silencio. Apuntaban al enemigo sin pronunciar una palabra.

Maestros alemanes, obreros metalúrgicos parisienses, estudiantes croatas, campesinos de Ohio, polacos, mexicanos, suecos, han venido a España para ayudar a sus hermanos. En Pozoblanco, pasando entre los escombros con dificultad, se me acercó un hombre que me dijo:

—Nos conocemos de Bratislava.

Era uno de los héroes de Floridsdorf, que había llegado hasta la frontera checa con su arma al hombro. Había conseguido salvar su vida en las revueltas de los alrededores de Viena y ahora volvía a arriesgarla por la felicidad de la remota Andalucía.

André Malraux se hizo aviador. Bombardeó el aeródromo de Talavera. Ludwig Renn marchó a la cabeza de un batallón. Conocí al escritor Ralph Fox en Londres. Era un hombre muy alegre y solía contarme historias divertidas cuando nos encontrábamos en un pequeño bar. Amaba la vida intensamente. Por eso murió en los combates del Jarama. Pero, ¿por qué centrarse en los escritores? Podría hablar de ingenieros, albañiles, músicos. Todos han venido hasta aquí para defender la fraternidad humana. Ayer, los obreros berlineses cantaban en las montañas de Andalucía: «No hemos perdido nuestra patria; desde hoy, nuestra patria es Madrid».

Los combates cargan el ambiente, enrarecen la atmósfera. Nunca hubiese creído que pudiese haber tantos héroes en el mundo. Vivían a mi lado, iban a su trabajo, reían en los cines, sufrían penas de amor. Ahora salen a campo abierto bajo el fuego de las ametralladoras, vuelan tanques con granadas de mano y, aun gravemente heridos, aun desangrándose, recogen a sus compañeros caídos.

Un soldado improvisa en las trincheras una banderita roja:

—Es para el Primero de Mayo.

Tal vez esa bandera, dentro de escasos días, se lance en pos de la victoria en la punta de una bayoneta. Las piezas de artillería pesada saludarán el día que en el calendario republicano se señala como «Fiesta del Trabajo». Responde a una verdad profunda: en este mismo momento, los hombres mueren ante Bilbao y Peñarroya por su derecho a trabajar.

En Pozoblanco había una fábrica de tejidos. Los proyectiles de los fascistas agujerearon las paredes. Las bombas derrumbaron el techo. La maquinaria felizmente quedó intacta. Tras la victoria de los republicanos, los obreros regresaron a la ciudad vacía. No temían a los aviadores fascistas. Volvieron a ocupar sus puestos. Sobre sus cabezas, el cielo azul; a través de los orificios de los muros se ven las ruinas de la ciudad. No miran los daños ni los montones de cascotes: trabajan de la mañana a la noche. Hacen mantas para los soldados. Están solos. Se combate en torno suyo. En la ciudad no hay donde albergarse, no hay pan. Pero siguen trabajando. Son las vanguardias del trabajo en el mundo de la muerte.

Jamás olvidaré a un joven que, en el frente, arrojaba granadas. Hasta el principio de la guerra había trabajado en un garaje de Madrid. Le felicitaron por haber destruido tres tanques. Sonrió y dijo, pensativo:

—Tras la victoria, volveré a un garaje a reparar motores...

Este es el programa de la nueva clase.

Dicen los fascistas: «La guerra es divertida...»

Los nuestros les responden con su firme voluntad de vivir: bomba contra bomba, tanque contra tanque. Pero el niño mecánico sabe que sólo el trabajo es alegre, divertido, magnífico, grandioso. Por él, por esa causa, avanza con serenidad, arrastrándose bajo el fuego de las ametralladoras.

Maiakovski escribió, refiriéndose al invierno de 1919, que su rigor, la pobreza y el heroísmo de los hombres habían mostrado con precisión hasta qué punto cabía atribuir el ardor al «amor, la amistad y la familia». A la tierra, helada hasta sus entrañas, confrontó otra tierra, de aire dulce, de la que pudiese marcharse sin remordimientos. En España el aire es inmensamente suave; pero este país conoce ahora un nuevo frío: el de la guerra, el asalto, el hambre, la muerte. En esta primavera cálida, se ha helado por entero. En este país ya no hay lugar para el hombre. Se esconde en cuevas de animales para gozar y conservar un resto de calor. Aquí reconocemos y apreciamos el ardor nacido del «amor, la amistad y la familia», el calor que lleva al campesino extremeño y al estudiante de Oxford a darse un último abrazo. En este mundo de muerte, vemos con claridad la vida, la vida rebosante, ebria de alegría, solemne.


Ilya Ehrenburg «Primavera en España»
Izvestia, 1 de mayo de 1937 









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