Fernando de los Ríos Urruti (Ronda, 8 de diciembre de 1897 - Nueva York, 31 de mayo de 1949) |
«En una autocracia, la desobediencia es un deber;
en una
democracia, la obediencia es una necesidad»
Fernando de los Ríos
El 31 de mayo de 1949 fallecía en el exilio Fernando de los Ríos Urruti. Testigo del golpe militar de Primo de Rivera en 1923, se opuso a la colaboración con la dictadura militar. Participó en el Pacto de San Sebastián de 1930 y tras el fracaso de la sublevación de Jaca fué encarcelado. Diputado por Granada en 1931, fué nombrado Ministro de Justicia del gobierno provisional de la II República española, cargo que ocuparía también en el primer gobierno del bienio reformista bajo la presidencia de Manuel Azaña. Posteriormente ocupó la cartera de Instrucción Pública y Bellas Artes, hasta la dimisión de Azaña en septiembre de 1933.
Tras el golpe de estado de julio de 1936, se hizo cargo de la embajada española en Francia. Fue nombrado embajador en los Estados Unidos hasta el final de la Guerra que comenzó ajercer de profesor en la New School for Social Research de Nueva York. Entre 1945 y 1946 formó parte del gobierno en el exilio que presidió José Giral en calidad de ministro de Estado.
Trascribimos su intervención como portavoz del grupo parlamentario socialista en el debate del proyecto de Constitución de 1931.
«Señores diputados, al hablar, consumiendo un turno de
totalidad, en nombre de la minoría socialista, lo hacemos para fijar la
posición del partido ante la Constitución que va a ser objeto de examen; lo
hacemos impelidos por una necesidad: la de decir públicamente cuál es la razón
de nuestro pleno acatamiento al proyecto de Constitución que va a ser objeto de
debate. No vamos, en nuestra intervención, a hacer un análisis de lo que
pudiéramos llamar instrumentación jurídica de las Instituciones de la nueva Corporación
que vamos a estructurar mediante la ordenación constitucional que vamos a dar
al Estado, sino que nos vamos a limitar exclusivamente a unos comentarios sobre
las directrices políticas de esa Constitución.
Señores diputados, en los dos momentos en que
históricamente se ha creado el Estado moderno, España no sólo ha estado
presente, sino que ha sido una de las participadoras más vivas en la génesis de
ese Estado. El primer instante es el siglo XVI, cuando se crea el nuevo Estado
absoluto, centralizador, con una nueva administración; los artífices de ese
Estado son España, Francia e Inglaterra. El segundo instante de creación del
nuevo Estado moderno es el advenimiento del régimen constitucional, y en ese
momento, en 1810-1812, España crea uno de los tipos constitucionales en que se
funda toda la ordenación constitucional del mundo, porque hay un texto suizo en
que se dice cómo, incluso entre los aldeanos de las montañas suizas, circulaba
la Carta de 1812; porque es un texto que influye en la formación constitucional
de los países escandinavos; porque es un texto en que se inspira toda la
ordenación constitucional hispanoamericana y portuguesa.
En 1812 no sólo creamos un tipo constitucional, sino
que, además, como había acontecido en el siglo XVI, creamos el vocablo que va a
servir para polarizar todas las reivindicaciones históricas: creamos la palabra
“liberal”. Y por una de esas internas y finas razones históricas, en el siglo
XVI dimos pretexto para que, con motivo de un acto de Carlos V, se pronunciara
en Italia, fustigando ese acto imperial, la expresión ragione di Stato (razón
de Estado). Es decir, que la “razón de Estado”, concepto en el que va a
culminar el Estado-Poder del siglo XVI, como la palabra “liberal”, concepto en
que va a culminar el ansia reivindicatoria del siglo XIX, nacen: la una, de una
manera plena de nuestro suelo, y la otra, con ocasión de nuestras
acciones.
¡Razón de Estado! ¡Liberal! ¿Vamos a permanecer
ausentes en este tercer momento creador de la historia del Estado? Si no
permanecemos ausentes, si vamos a hacer una nueva aportación, ello exige de
nosotros que ahondemos en nosotros mismos para buscar la flor de nuestro
espíritu y aportarla al instante de responsabilidad que nos ha tocado vivir.
Hemos sido siempre, desde que tenemos una personalidad estatal, un pueblo
creador, un pueblo fundador. Crear es una manera de limitarse, la forma suprema
de la limitación, pero evidentemente limitación. Lo que se crea, una vez
creado, encierra a nuestro espíritu, aun cuando, a su vez, queda una latencia
que asegure el mañana creador. Dentro de cada creación hay un mundo
de posibilidades. España fue creadora, y necesita serlo, y para ello tenemos el
imperativo deber de comportarnos en forma tal que hagamos posible nuevas formas
jurídicas.
¿Por qué ha sido creadora España? ¿Por qué? Porque es
un pueblo de artistas, y la característica del artista es su capacidad para
crear formas. Y España ha creado formas en la plástica pictórica, de igual
suerte que ha creado formas en la plástica jurídica y política; formas que
llega ahora el momento de hacer posible que continúen produciéndose. Crear,
decíamos, es una manera de limitarse; pero, además, toda fuerza creadora, una
vez que crea, ama lo creado y se limita por ese amor a su creación. Señores
diputados, henos ante una de las razones más decisivas y poderosas para que
rindamos acatamiento y proclamemos públicamente nuestro respeto a la
Constitución que va a ser forjada. Esa Constitución es algo creado por el
esfuerzo de la comunidad española, y así como hay el deber de crear, hay el
deber de respetar lo creado. En una autocracia, la desobediencia es un deber;
en una democracia, la obediencia es una necesidad (Aplausos.)
Este Poder que nace en esta Constitución es un Poder
querido, deseado, hijo legítimo de la voluntad de la comunidad española; es una
creación de la voluntad jurídica de la comunidad democrática española. Y,
porque es un hijo de sus entrañas, tenemos que amarle, que respetarle y,
además, que dejar suficientemente flexibles sus normas, de suerte que no hagan
imposible un mañana que lo supere. Toda la antítesis de la historia española
gira en torno a esos símbolos del siglo XVI y del XIX. Nosotros hemos sido los
más altos representantes de la idea del Estado-Poder; y si hemos sido creadores
de la palabra “liberal”, no hemos sido, desgraciadamente, simbolizadores de un
Estado liberal.
“Poder y Libertad.” ¡Cosa profunda, dato revelador, el
hecho de que en el propio siglo XVI sea España el pueblo donde nace un pensador
que lleva la exquisitez del análisis de conciencia y del valor de los
contenidos subjetivos de conciencia a estimar que, cuando se establece una
discrepancia entre la justificación de la guerra y la convicción personal de
que no hay tal justificación, debe prevalecer la convicción subjetiva incluso
sobre el mandamiento del emperador. Es esto lo que, cuando hubo de señalarlo en
Ginebra el que en estos momentos habla, despertó un enorme interés entre los
juristas; porque a esto a que solamente llegó, durante la guerra, Inglaterra,
había llegado un teólogo jurista español en el siglo XVI. Es decir, eternamente
perviven estos dos extremos del dramatismo jurídico y político de la conciencia
española: “Poder y Libertad” ¿Vamos a superar esta antítesis? Esto es lo que
resulta indispensable, imperioso, para nosotros: superación de la antítesis;
porque nuestra historia constitucional ofrece, a su vez, un caso totalmente
único en la dialéctica histórica.
Cuando llega el momento de construir el Estado
constitucional, disolvemos nuestra estructura administrativa maravillosa de los
siglos XVII y XVIII; disolvemos la organización de la economía popular que
había sido obra de siglos, y se entabla, en lo que se refiere a lo
estrictamente político, una lucha que engendra dos líneas paralelas que están
en función la una de la otra. 1812: afirmación de la conciencia liberal;
respuesta en 1834 con un Estatuto autocrático. 1837: afirmación liberal;
respuesta en 1845 con una fórmula pactada y doctrinaria. 1869: afirmación
liberal; 1876: nueva respuesta doctrinaria. Y ahora, en la dialéctica
histórica, resulta fatal, para que fuera cumpliéndose la línea del destino
histórico de España, el que hiciésemos una Constitución de tipo liberal.
Pero nosotros necesitamos, no meramente una
Constitución de tipo liberal, sino una Constitución superadora de esa gran
antítesis de Poder y Libertad; y para lograrlo, republicanos y socialistas,
necesitamos reconocer nosotros que el Poder, con todo lo que entraña de
realidad este vocablo, “Poder” es absolutamente esencial a la vida de una
organización estatal, cualquiera que sea la estructura que adopte. Y vosotros,
fuerzas históricas, que habéis desconocido que los elementos nucleares del liberalismo
son los elementos condicionantes de toda cultura moderna, elementos adheridos,
imposibles de eliminar de la modernidad, del espíritu actual, elementos que
significan el ser asilo de todas las posibilidades de la cultura, vosotros,
digo, a vuestra vez, tenéis que declarar que el liberalismo es absolutamente de
esencia al mañana histórico español. Sólo cuando se llegue a esta
cópula de Poder y Libertad, nosotros podremos superar nuestro ayer y salir al
campo de un mañana nuevo.
Es tan absolutamente indispensable que nos percatemos
de lo que lleva en sí esta idea de superación de la antítesis entre Poder y
Libertad en nuestra historia, que a causa de la lucha de algunos elementos que
figuran, o creen figurar en el campo de las izquierdas, a causa de esa lucha
contra los elementos autoritarios, ellos han absorbido la esencia autoritaria,
y la ejercen en la forma más indignificable del antiguo autoritarismo; a saber:
procurando intimidar mediante el terror a la conciencia individual, como
hicieron antaño... (Grandes aplausos, que impiden oír el final de la frase.)
Esto no es Derecho; esto es un residuo del alma primigénica, sobre el cual
viven instintos de carácter disolvente de todo lo que significa civilidad.
Hace tiempo, hace ya diez años, retornaba de Rusia el
que habla y, entonces, como ahora, entonces, a la vista de una experiencia,
ahora recogiendo todo lo que lleva vivido, de nuevo reafirma y subraya su
criterio de que la divisoria de la Historia se forma, a este respecto, entre
los que consideran que la finalidad está en vencer y los que consideramos que
la finalidad está en convencer. Y nosotros pertenecemos a las
fuerzas históricas que no aspiran a vencer, sino en tanto en cuanto convenzan,
pero nada más. (Aplausos.)
Es apremiante la superación a que me refiero, porque
ha resurgido ahora en la historia la idea del Estado-Poder, y ha resurgido y se
ha rejuvenecido con un ansia negadora de lo que representan los valores
liberales y los valores de democracia. Resurge la idea del Estado-Poder en
Rusia; resurge la idea del nudo Poder en Italia; y esa negación que entraña
esta concepción de Estado-Poder, esta negación, lleva en sí dos afirmaciones
fecundas, que tenemos que recoger. Esa posición del Estado-Poder significa de
un modo positivo para nosotros la eliminación de cuanto entraña el liberalismo
económico, y, de otra parte, la eliminación de cuanto representa una democracia
inorgánica y sin sentido del límite de su capacidad para la actuación. La
eliminación del liberalismo económico es hoy, después de lo que está
aconteciendo en la historia económica de Europa y en la historia de los Estados
Unidos, algo de carácter absolutamente incuestionable. No se puede mantener
aquella posición típicamente liberal que ha prevalecido en Europa, más o menos
atenuadamente, hasta 1914, y que ha seguido subsistiendo en los Estados Unidos
casi hasta estos días; aún no está rectificada en su esencia esa posición en
los Estados Unidos, y ello muestra a cualquiera que analice lo que acontece en
aquel país o someta a examen lo que ha pasado en Europa, que allá donde las
fuerzas económicas son potentes, estructuradas en “trusts", “cartels”,
“concerns”, sindicatos de industrias, etc., no hay posibilidad de garantía para
la libertad política. Es decir, que necesitamos subvertir el supuesto de la
organización política del siglo XIX y decir en forma estilizada, aun cuando no
responda de una manera plena a un criterio de absoluta exactitud, que “economía
libre” quiere decir “hombre esclavo” y que, en cambio, una economía sojuzgada y
sometida es lo único que hace posible una verdadera posición de libertad para
el hombre.
Y eso es lo que nosotros representamos; vamos hacia
una economía planificada, hacia una economía sojuzgada, hacia una economía
sometida, hacia una economía disciplinada y subordinada al interés público. Es decir, que en el orden liberal y en el orden democrático se
necesita una rectificación principal, porque en el orden democrático no es
posible tampoco que subsista una democracia inorgánica, que no tiene el sentido
de su limitación, de su capacidad, de su aptitud. Aquí reside la crisis de la
democracia. Es indispensable que lleguemos a diferenciar el fin y los medios,
el qué hacer y el cómo lo hacemos, la posibilidad y la necesidad. La
determinación del fin, el juicio de carácter finalista, eso le corresponderá
siempre a la democracia, el decir cuáles son sus necesidades, qué es lo que
quiere, qué es lo que ansía; ¡pero que la democracia sepa limitarse, porque si,
llegado ese punto, no se detiene y avanza y quiere determinar el modo como hay
que hacer lo que ella quiere realizar, entonces el juicio de finalidad invade
el campo del juicio de tecnicidad! El cómo hacerlo es campo reservado a la
ciencia; el qué hacer es el campo que está absolutamente reservado al “demos”
en su gran actuación política.
La gran virtud de toda política consiste en saber
conjugar posibilidad y necesidad. La necesidad es aquello que señala el pueblo;
para decir que tiene hambre de tierra no necesita ciencia; ésta viene después,
a decir cómo es posible satisfacer esa hambre que es imperativa. Conjugar posibilidad y necesidad, he aquí la obra del político. La necesidad la
indica el pueblo; la posibilidad, la ciencia. Y hay ocasiones en que el
científico le dice a su país que es posible hacer algo que todavía,
desgraciadamente, el pueblo por su incultura no ha estimado necesario. Es
decir, despierta en las conciencias la conciencia de una necesidad que no ha
sentido.
Es preciso, pues, para nuestra Constitución, de una
parte, superar la antítesis histórica que constituye el drama histórico
español, y, de otra parte, superar lo que está ya superado en la experiencia,
liberalismo económico y democracia inorgánica.
¿Lo ha conseguido la Constitución? A mi juicio, hasta
donde esto es posible en una Constitución que no puede menos de ser
transaccional, como lo es todo lo que se está haciendo, porque la revolución no
es hija de una de las fuerzas que aquí nos congregamos, sino hija de los
sectores republicanos y socialistas que aquí nos reunimos. La Constitución lo
realiza hasta donde esto es realizable; y no lo realiza porque lo declare
taxativamente en sus normas, sino porque felizmente las ha dotado de una
flexibilidad tal, que están llenas de posibilidades y henchidas de promesas
para cualquiera que algún día ocupe ese banco azul. La Constitución, a mi
juicio, en conjunto, salvo discrepancias parciales que en su día llegará el
momento de señalar, es un acierto, un profundo acierto. Comienza siendo un
acierto aquella declaración a virtud de la cual quedan incorporadas al derecho
público interno español las normas universales del derecho internacional. Esto,
a nosotros especialmente, nos impresiona, porque responde a nuestro sentido de
patria, que no es, cualesquiera que sean las palabras que se hacen rodar a este
respecto, no es una negación, no; es un sentido ecuménico de la política, a
virtud del cual nosotros decimos que la patria es para el Mundo, y la
insertamos en él y queremos llevar al Mundo los valores hispánicos y que se
tiña la Historia del color ideal de la sangre espiritual de los valores
engendrados por la conciencia española. No decimos “el Mundo para España”, con
aquel sentido patriótico que envenenó la conciencia de la amada Alemania. Lo
que nosotros decimos es “España para el Mundo”. Y este es el sentido
universalista orgánico de nuestro concepto de patria. Por eso acogemos con
profundo cariño, con enorme devoción esta declaración de nuestra Constitución.
Es un acierto en el proyecto la manera como está
resuelto lo de la personalidad regional. No era posible en 1931 (respeto todo
criterio dispar), no era posible, a mi juicio, recoger la tradición formalista
y unitaria del siglo XIX y darle una vestidura federal a todas las regiones,
incluso a aquellas que no tuvieron el sentimiento de su necesidad. No; es en
función de una necesidad social y para vestir jurídicamente esa necesidad como
surge el principio de la autonomía de las regiones con personalidad histórica y
como nace aquella serie de garantías que habéis adoptado para que no se
desvirtúe este proceso inequívoco en que se ha de mostrar la voluntad regional
que aspira a un Estatuto. Es este principio, a su vez, de una enorme
trascendencia. Yo creo, y me dirijo a algunos de mis queridos amigos de
Cataluña, creo que, aceptado este principio por la Cámara, se inicia realmente
una nueva etapa histórica en España; se inicia, porque la que hasta ahora había
dado su forma jurídica a la personalidad estatal española, había sido Castilla;
Castilla que, desde que nace históricamente, tal vez por una necesidad (sin
duda, no tal vez), organiza el Estado en forma centralista; y si ahora Castilla
se siente convencida de que es eficaz, históricamente, una nueva estructura del
Estado, ¡ah!, entonces, como Castilla para mí simboliza el genio político
español, y no creo que haya en toda España sino el genio político de Castilla;
como Castilla es el genio político, esto implica para mí que, si auscultamos el
alma de Castilla, hallaremos que ha surgido en ella un nuevo ideal de Estado, y
si ha surgido en Castilla un nuevo ideal de Estado, entonces Castilla y la
España castellanizada y todo lo que sigue el guión de la España castellanizada
está llamado a grandes empresas históricas.
Yo creo en el genio de Castilla y en el genio político
de nuestra raza, sobre todo, señores, desde que he estado en contacto con
América. Desde El Colorado, en el centro de El Colorado, le señalan a uno,
cerca del meridiano 40, donde está el Fuerte Vázquez, hasta dónde llegó por el
norte la línea de expansión del espíritu hispánico, que en el sur comienza con
la Tierra del Fuego. Cuando se baja de El Colorado a Nuevo Méjico, en medio de
bosques vírgenes, hay una ciudad, Santa Fe, y en aquella ciudad, una noche,
descendientes de españoles, señoras y señores, me hicieron sentir la más
intensa emoción histórica que, como español, he experimentado: sensación de
escalofrío. Solo siendo muchacho había sentido una emoción pareja, aun cuando
no tan intensa. En la montaña Saleve, en los años juveniles, me dijeron,
señalando al Jura: “Por allí pasó César.” En Santa Fe, en Nuevo Méjico, señoras
y señores, me decían: “por allí pasaron los conquistadores”. Y la línea por
donde pasaron los conquistadores era una línea de fundaciones; y cuando se
entra en Méjico, se tiene de continuo la impresión de que nuestra España fue la
Roma del siglo XVI: calzadas, acueductos, escuelas; ¡las únicas piedras del
siglo XVI y del siglo XVII que hay en todo el continente americano son
nuestras! Es el genio político de Castilla (Muy bien, muy bien. Grandes y
prolongados aplausos.)
Es un acierto la manera como se han recogido en la
Constitución instituciones de derecho público, que provienen principalmente del
derecho público aragonés y catalán, pero que habían emigrado de España y que
ahora retornan. El derecho de amparo y lo que llamáis “Comisión permanente”,
pero que antiguamente se denominaba la “Diputación permanente de Cortes”. Es un
acierto la manera como habéis justificado incluso la propiedad privada, o sea
en razón de la función que desempeña, lo cual quiere decir que, si
funcionalmente se justifica como propiedad privada, queda sometida al
discernimiento de normas de derecho público, ya que será preciso discernir en
cada momento si la función está cumplida o incumplida.
Es también un acierto (y en este punto nosotros
especialmente advertimos cómo en ese proyecto de Constitución hay parte de
nuestro espíritu) cuanto se refiere a derecho social, sindicatos, vida
económica en general y Consejos técnicos. Para nosotros (el momento en que se
halla España va a justificar que consagre unas palabras más de las que de otra
suerte hubiera dedicado a este tema) la economía, como dije antes, tiene que
organizarse de un modo público, y los órganos de gestión de esa economía habrán
de ser los sindicatos; sindicatos en los que estén verticalmente contenidos
todos los elementos que los constituyen, desde el técnico gestor hasta el
obrero; pero el sindicato, en nuestra concepción, es esto, no más, pero tampoco
menos: es el órgano de gestión de la economía supeditado a intereses de
carácter público. Aquí comienza nuestra discrepancia teórica con el
sindicalismo.
Permitirán los señores diputados que, por la
naturaleza del problema, por los intereses ideológicos en lucha y por la
significación que aspiramos a tener ante España, yo subraye esta cuestión.
Nosotros, ni creemos que el órgano sindical tiene que circunscribirse a
satisfacer egoísmos corporativos, ni creemos que la pluralidad de los órganos
sindicales pueda quedar en una relación de mera coordinación. Para el
sindicalismo, el Sindicato es el órgano de poder; después de él no hay nada.
Para nosotros, el Sindicato es el órgano de gestión; por encima de él está el
juicio de carácter político, al cual tiene él que estar subordinado. Para nosotros, el Sindicato es exactamente como para el sindicalista el
órgano que ha creado la vida moderna, llamado a disciplinar, incluso
moralmente, a la sociedad actual. De suerte que todo el mundo tiene que ser
profesional, dentro de un Sindicato. Pero para el sindicalismo el
valor supremo es el profesional; para nosotros, el valor supremo es el hombre
que desborda de todo profesionalismo; son los intereses humanos,
los intereses del hombre los que el socialismo considera que tiene como misión
custodiar el Estado, y en nombre de esos valores humanos, eternos,
supraprofesionales, le pide al Sindicato que se subordine y acepte la guía;
pero ellos viven bajo el mito, mito que procede de Saint-Simon y culmina en
Proudhon, de creer que es posible un mero Estado administrativo en que la
relación de los Sindicatos sea una coordinación engendrada por el contrato; es
decir, surge de nuevo ese problema que yo señalaba ante la Cámara, el de la
coordinación; pero ésta es puramente vida de relación civil y contractual. Mas
¿y cuando la coordinación determinada en el contrato no es acatada? Entonces
surge la necesidad de la subordinación, y de ahí el carácter esencial y eterno
de los órganos de poder.
Y aquí está, para nosotros, el punto clave de nuestra
discrepancia teórica y de la razón de nuestra discrepancia táctica, porque
cuando el Poder, que como hemos visto es esencial, surge de las entrañas de una
democracia, ¡ah!, entonces el Poder es “mi Poder”, yo he influido en la formación
suya e, incluso como minoritario, he influido en su gestación, allí está la
imposta de mi espíritu y no hay razón que justifique el desacato a sus
mandatos. (Muy bien.) ¡Poder! He aquí un gran problema para las fuerzas
catalanas. Si las fuerzas llegan a conseguir que elementos obreros (hoy
místicamente sugestionados por una visión paradisíaca, por una edad de oro, a
virtud de la cual quedaría eliminada de la Historia la autoridad y subsistente
no más el Estado gestor o administrativo), si consiguieran las fuerzas
catalanas ahora, al replegarse sobre su región, despertar en las fuerzas
obreras la conciencia de la responsabilidad e incorporarlas a la vida civil en
su más alto sentido, habrían hecho el más grande servicio que pudieran ellos
hacer a la Historia de España, porque Cataluña ejerce una inmensa sugestión
sobre algunas regiones y especialmente sobre nuestra Andalucía. Vosotros tenéis
ese ponzoñoso lema del “tot o res”, y nosotros en Andalucía tenemos lo mismo; a
la conciencia del labriego andaluz lo que fundamentalmente le atrae es la
posibilidad metafísica de la conquista de un reino absoluto. Cuando se le
brinda con la relatividad de un bien, hace un gesto de menosprecio y hasta en
ocasiones extrae de su riquísimo anecdotario y de su riquísimo libro de
proverbios expresiones como ésta: “para poco pan, ninguno.” He aquí
cómo es indispensable trabajar todos por la rectificación de los estados de
conciencia de nuestro pueblo y por una más rica y plena visión de vida.
Los Consejos técnicos son, a mi juicio, una pieza
totalmente nueva en la vida constitucional; si los desarrollamos debidamente
–todos hemos de colaborar a ello, algunos con especial entusiasmo-, los
Consejos técnicos pueden ser el órgano en el cual desemboque, de una parte, el
sindicato, con todo lo que el sindicato moviliza socialmente, y de otra, el
técnico. Es decir, que la crisis de la democracia, la pugna entre democracia y
competencia puede resolverse dentro del Consejo técnico, el cual, de otra
parte, debidamente coordinado con la Cámara, transformará a ésta, porque en vez
de discurrir la Cámara sobre algo desprovisto de toda documentación y de todo
antecedente, se verá obligada a discurrir sobre un texto elaborado por personas
competentes y esto creará un sentimiento de responsabilidad que hará que se
retraiga de intervenciones quien no esté capacitado para ello. El Consejo
técnico puede, pues, satisfacer una necesidad de la democracia moderna y
transformar el régimen parlamentario como es imperativo hacerlo.
Es un acierto de la Constitución el principio de que
la aptitud sea el camino para llegar a conquistar las posiciones directivas en
el orden intelectual; es decir, que se abra vía a la aptitud en el orden
pedagógico. Es la única forma de conseguir lo que llaman los norteamericanos la
renovación vertical de las capas sociales; la ascensión de las capas sociales
humildes, pero en condiciones de llegar a desempeñar funciones rectoras.
Es, por último, un acierto la manera como habéis
resuelto el Tribunal de las Garantías Constitucionales.
Aceptamos, pues, de una manera plena esa Constitución
en su sentido interno, y nos reservamos, para cuando llegue el momento de la
discusión del articulado, el proponer enmiendas. Señores republicanos, que en
un mañana próximo vais a tener el Poder plenamente: nosotros acatamos esta
Constitución, pero todo acatamiento jurídico, sobre todo político, es
condicional, es a condición de que el nuevo orden de autoridad que va a ser
creado, a su vez acate y se mueva dentro de la órbita constitucional que aquí
vamos a aprobar. Yo lo ansío, lo espero, porque la República ha
venido por un hambre de justicia que existía en España y para satisfacer esa
hambre de justicia. Estamos convencidos de que no basta a un pueblo la voluntad
de vivir; la voluntad de vivir es suficiente en ocasiones meramente para
existir, pero es totalmente insuficiente para crear valores culturales. Para
lograr esto otro, se necesita despertar la fe, la esperanza en la conciencia
nacional; se necesita conseguir que ella se considere movida y atraída por un
ideal; es decir, que éste sea motor y centro de atracción de la vida.
Sabemos nosotros que en la Historia no hay ni línea
recta ni línea curva impecables; pero también sabemos que el zigzagueo y la
ruptura sólo se desvanecen mediante la ingencia de una voluntad enamorada de un
objetivo concreto.
La situación histórica para España es admirable,
porque los dos pueblos que han simbolizado el capitalismo industrial en Europa,
Inglaterra y Alemania, se encuentran en un momento de declive profundo.
Inglaterra la vemos, como un personaje de la tragedia griega, avanzar, tal vez,
a una situación dramática imposible de evitar; la vemos caer en términos tales
que desde el año 1921, que culmina su crisis económica, hasta hoy, no ha podido
rectificar en su base la razón de esa crisis económica, y cuando quiere
rejuvenecer su utillaje, racionalizar su industria, se encuentra con que
aquello que la rejuvenece crea, a su vez, una situación social más y más
angustiosa. Quiere modificar su ritmo de trabajo, que es lo más difícil, porque
el ritmo de trabajo es un tempo vital, y al modificarlo, al dar un ritmo de más
presteza y celeridad a su trabajo, por disminuir las unidades de tiempo,
aumenta la capacidad de producción, y de nuevo esto repercute en su vida social
y tiene, con motivo de ello, un aumento en el ejército de parados. Sus cien
millones de libras esterlinas ya no puede costearlos con sus ahorros, y va
liquidando su cartera de valores. Y Alemania, la gran Alemania, de ser un
pueblo, como lo era hasta 1914, colonizador financieramente, ya hoy es un
pueblo financiera y económicamente colonizado; y ha fracasado el supuesto sobre
el cual se levantaba la economía de los Estados Unidos, supuesto consistente,
primero, en una posición inhibitoria del Estado, con respecto a la actividad de
las grandes fuerzas económicas, con lo cual el Estado no era el gobernante,
sino el gobernado, y de otra parte, creía que no tenía por qué ocuparse de
política socia, porque sus altos salarios aseguraban una capacidad de ahorro
tal, que el día en que viniera el paro, ellos mismos podían subvenir a sus
necesidades. Todo eso ha fracasado.
Estamos, pues, en un momento de reajuste de la
economía mundial, y como la economía ha sido siempre el supuesto de la
estructura político–jurídica del Estado, estamos en vísperas de creación de un
nuevo Estado. Nosotros tenemos que comportarnos como lo que fuimos, como
creadores. La coyuntura es propicia para España, en el orden económico y en el
orden ideal. Vamos, pues, a trabajar con afanosidad para aprobar cuanto antes
no solo la Constitución, sino esa ley agraria, ese proyecto de reforma agraria,
dentro del cual, naturalmente, nosotros pediremos algunas modificaciones
fundamentales, que, a nuestro juicio, afectan a aspectos fundamentales; pero no
podemos satisfacernos ni con la Constitución, ni con la ley agraria; es, a su
vez, indispensable que esta Cámara no se disuelva sin aprobar algunas otras
leyes, porque, de lo contrario, el índice normativo legal de la Constitución no
tendrá virtualidad suficiente. Es preciso que nosotros saquemos todo el partido
que estamos obligados a sacar de la Constitución.
Históricamente estamos, pues, en condiciones
excelentes no sólo para potenciar nuestra vida nacional, sino para crearnos una
posición extraordinaria en el mundo internacional, porque yo quiero deciros,
señores diputados, para vuestra meditación, que creo firmemente en la
posibilidad de un Anfictionado hispánico; y lo creo porque he tenido contacto
suficiente con la juventud americana para conocer y para afirmar que esto no es
una leyenda, que esto no es un motivo de mero halago para nuestra imaginación
de españoles, sino que es una posibilidad efectiva. Mas para lograrlo es
preciso merecerlo, y para merecerlo necesitamos aquí darnos cuenta de que no
estamos haciendo una Constitución de carácter provinciano, local o
exclusivamente español. No; aspiramos a algo infinitamente más grande:
aspiramos a ser merecedores de la herencia de todos nuestros antepasados. Y si,
para eso, es preciso limpiarnos el alma de algún rencor, debemos hacerlo,
porque es preciso que España tenga la sensación de que somos hombres que llevamos
la mancera firmemente y que abrimos las entrañas de la tierra española para
arrojar en ella, a voleo, simientes de justicia.»
(Los señores diputados,
puestos en pie, tributan al orador una ovación clamorosa que se prolonga
durante largo rato, uniéndose a estos aplausos los tributados por gran parte de
los asistentes a las tribunas.)
Fernando de los Ríos
3 de septiembre de 1931
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