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Aragón tenía una vieja ciudad de muralla interior:
Huesca. Capital de provincia propiamente dicha. Nido de burócratas, clérigos y
militares. Oficina de caciques y arbitristas. Instituto de segunda enseñanza.
Allí estudiamos Ramón Acín y yo en años distraídos.
Nos interesaba poco ver en la plaza de toros, cerca
del cuartel de Caballería y desde el mismo en domingo primaveral, aquellas
pantomimas estruendosas de principio de siglo, aquellas desdichadas corridas de
pólvora que representaban indefectiblemente, como eco de las campañas africanas
del 60, «el triunfo de la cruz contra la media luna».
Escenario grande, redondo y arenoso. Un ejército con
ros y fusil vencía a los moros que se retorcían como piezas cazadas por las
huestes apostólicas. El público relinchaba.
Ramón y yo preferíamos ir a Jara, arboleda de tupida
flora romántica para merendar allí y hablar en tono de escasa suficiencia para
ser bachilleres predestinados. Y si algún domingo por la tarde acudíamos a la
plaza era para ver a dos insignes payasos: Navarrete y Caprani.
Para nosotros, Navarrete y Caprani eran más divertidos
que los catedráticos del Instituto: Eyaralar, gramático exigente; Enciso, el
consabido ogro de las Matemáticas; Castejon, profesor de Geografía que sabia
repetir de memoria los nombres de todos los territorios de Asia y nos
deslumbraba al pronunciarlos con una seguridad imponente.
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Huesca guardaba para nosotros, muy amigos de la
calle y poco del claustro, un regusto escasamente agradable lleno de
contradicciones. Yo tenia un pariente, furibundo reaccionario, pero de
mentalidad risueña. Nunca me hablaba de religión. Me creía a una distancia de
medio siglo de sus cofradías y de sus cirios. Y como era él confitero y cerero,
iba yo a la trastienda con Acín a empapelar caramelos. La Comisión la
cobrábamos en especie manifiesta y en especie clandestina. Al recibir el
importe de nuestro trabajo, reducido a un paquete de caramelos, ya nos habíamos
apropiado y casi devorado triple botín.
Aquella trastienda era una especie de corte celestial.
Curas y canónigos entraban y salían como volando en un aquelarre a bordo de sus
anchos manteos. Llegaban párrocos rurales con cara redonda y epicúrea a
encargar unas libras de cera y sacristanes más anticlericales que “El Motín”.
Las conversaciones versaban siempre sobre la maldad de
los tiempos. Pero allí se despellejaba al prójimo con una diligencia
verdaderamente seráfica.
Acín me guiñaba un ojo y decía, cuando la marea de la
maledicencia estaba a punto de ahogarnos:
-Hoy se saca ánima.
Delicada alusión a la salmodia de aquellos rezadores
que despellejaban al prójimo ausente con una mordacidad propia de las gentes de
iglesia.
Había un cura joven que por congraciarse con el amo de
la casa, presidente de todas las asociaciones católicas de la ciudad, dijo una
tarde:
-Aquí hay Rinconete.
Acín y yo nos habíamos metido entre pecho y espalda
una buena libra de caramelos de verano.
Todos callaron.
-El delito puede publicarse, pero no el nombre del
delincuente- insistió el cura.
Y nos miraba con ojos de topo, acostumbrados a las
tareas inquisitivas.
Dando quince y raya a su propia hipocresía, añadió el
curita con soma muy mal llevada:
-Podríamos registrar a los bachilleres en ciernes.
Avanzo hacia Acín y este dio dos pasos atrás.
-A mi no me registra nadie.
-Ni a mi- salte yo envalentonado con aquella
solidaridad en peligro.
El confitero se echó a reír:
-Nada, pequeños, os vais al Coso a dar una vuelta y...
buen provecho os hagan esos caramelos de verano, que no serán tantos...
Ramón y yo salimos de la trastienda como si hubiéramos
ganado la batalla de Zama.
Tarde mayo, entre luces. El Coso se iba poblando de
paseantes: parejas de novios, empleados, matracos llegados de los pueblos con
el secretario para trampear o camuflar presupuestos y buscar alguna
recomendación, grupos de jóvenes bulliciosos, modistas, curas, curas, curas...
Dábamos un par de vueltas y llegaba la hora fastidiosa
para mí de cenar con unos colegiales internos como yo, aunque no tan amigos
como yo de las escapatorias y de la intemperie.
Me decía Ramón:
-Mañana tendré que explicar en clase la vida de
Sertorio.
En una ciudad sertoriana como Huesca, la vida de
Sertorio era casi un artículo de primera necesidad, y nos despedíamos con
alusiones mortificantes para Grecia, Roma y Cartago.
Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)
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