Fotografía CDMH, Salamanca |
El ejército de la República encuentra detrás de sí una cierta tradición militar, la española, pero ésta más bien se encuentra continuada por el Ejército faccioso, y la mira, por tanto, con desconfianza justa. Para darse bien cuenta de esa necesidad que toda milicia tiene de contar con un estilo, basta con ver la apelación constante que las fuerzas de la República han hecho y hacen a otros modos militares, con los que querrían entroncar. Así, se ha buscado la conexión con la tradición más antigua española; pero esto resulta un poco lejano, y no ha pasado de ser una apelación verbal; también se ha buscado un parentesco –éste revolucionario– con el Ejército soviético; pero es sobrado evidente que hay demasiada distancia entre él y el nuestro, y que a lo sumo queda entre ambos un lejano gesto de simpatía, sin semejanza real. El carácter especial del Ejército de la República le plantea algunos problemas peculiares, que no se dan en igual forma en otros casos, y que interesa precisar. Es, ante todo un Ejército improvisado; no sólo en el sentido de que sus fuerzas se hayan reclutado durante la guerra, del modo que las circunstancias han impuesto, y su material se ha ido allegando de momento en momento, ni siquiera en el de que su organización se haya logrado ahora, día tras día, y sus cuadros de mando sean en su mayor parte de reciente incorporación a las armas, sino todavía en otro sentido menos visible, pero más profundo. Es un Ejército improvisado como tal Ejército; es decir, se encuentra sin pasado, sin tradición militar, como resultado de una brusca ruptura. Y un Ejército –a nadie que piense un poco en ello se le escapará– es, ante todo, un estilo, una aptitud militar peculiar. Ser militar no es lo mismo para un inglés que para un alemán, por ejemplo, en 1938.
Pero no basta con decir que es un Ejército improvisado: hay que subrayar
que se trata de un Ejército. Está –como siempre– definido por el enemigo; si
sólo hubiésemos tenido enfrente a las antiguas tropas sublevadas, que eran
Ejército en un modo totalmente deficiente, podríamos haber conservado,
aproximadamente, el carácter de milicias irregulares, mejores o peores. Hoy,
combatido por un Ejército de formación italiana y alemana, aunque gran parte de
sus contingentes sean españoles, esto no importa, no sería posible: el enemigo
nos impone con su ataque una organización que responda a él; es decir, la
estructura de un Ejército europeo. Por tanto, no basta con la tradición
efectiva de la «guerrilla» o de la «partida» de la guerra carlista. Es menester
encontrar el estilo de un Ejército español; y no es tarea fácil, porque ni
siquiera en la guerra de la Independencia llegamos a tenerlos: ni Ejército, ni
estilo, y nos quedamos en la guerrilla o en la defensa de ciudades. En suma, y
esto es lo decisivo, tuvimos un espíritu «civil»: así en todo, hasta las Cortes
de Cádiz, ejemplo absoluto y magnífico de civilidad en medio de una guerra.
Hoy la técnica de la guerra moderna no permite esto; el Ejército tiene que
militarizarse en absoluto; ante todo, en el sentido de los conocimientos
profesionales. Pero hemos visto que esto no basta, y que ese saber bélico se
superpone siempre a una cierta aptitud general, de la que quisiéramos hablar
aquí. En primer lugar la aptitud no debe ser profesional: los miembros del
Ejército español no deben sentirse principalmente militares, aunque deben serlo
lo suficiente para saber hacer la guerra. Y aquí está la dificultad.
No se puede perder de vista el hecho de que una generación entera española,
la que va a ser decisiva en los años próximos, está en el Ejército. Para ella
–por tanto, para el inmediato porvenir de España– va a ser esencial este paso
por el Ejército. De lo que los españoles jóvenes saquen de esa experiencia va a
depender en buena parte el carácter que tenga luego España, en la paz. Se ve,
pues, que la importancia del estilo militar trasciende con mucho de las
necesidades inmediatas de la guerra. De la campaña puede salir un tono de vida
de dureza, de tosquedad, de cerrazón: una actitud militarista en el peor
sentido de la palabra, como la que ha afectado muchas veces a Alemania; podría
salir también un estilo magnífico de disciplina, de nobleza, de necesidad profunda
de paz, independiente de todos los temores; podría ganarse en la guerra
precisamente una conciencia de civilidad plena, afirmada al cesar en la vida
militar, que mejorara esencialmente la realidad de España. Todo esto –y no
sabemos qué– puede esperarnos al acabar la guerra. Quisiéramos que se
aprendiese a hacer la guerra para eliminarla, para imponer la paz; que los
militares españoles, por decirlo en una palabra, supiesen disparar muy bien los
cañones, pero les doliese en el alma cada cañonazo.
Naturalmente, en todo esto se puede influir. En lugar de dejar que ese
estilo militar se forme a capricho, sometido a influencias tal vez dañosas, se
le puede orientar y cultivar en un sentido preciso. Y no se crea que esto
significa un apartamiento inoportuno de la preparación de la guerra, sino todo
lo contrario, porque todo Ejército tiene como su fuerza permanente, fundamento
de todas las demás, un espíritu, que es el que le da su unidad y su eficacia a
través de todas las suertes de la lucha. Los ejemplos, por demasiado a la
vista, resultan superfluos. En la Gran Guerra, de recuerdo bien próximo,
tenemos todos los que se pudieran necesitar, de presencia y de ausencia de ese
espíritu.
En España existe hoy la preocupación por la formación del Ejército. Entrar
en detalles alargaría excesivamente este artículo y rompería su unidad; pero
queremos indicar los dos puntos de vista que creemos interesantes, y que se
suelen pasar por alto.
Uno de ellos es el doble carácter de la guerra que estamos combatiendo: una
guerra civil y de invasión a la vez. La interferencia constante de esas dos
dimensiones perturba todo considerablemente. Y es menester decir que en todo
predomina el carácter de guerra civil, y por eso se subraya tanto el aspecto
político del Ejército. Como la lucha es realmente civil, esto es inevitable: lo
que puede hacerse es, en lugar de cultivar ese carácter, que perjudica el
desarrollo de la guerra y perjudicará más aún cuando acabe, tratar de hacer que
se atenúe y se afirme en cambio más y más el sentido nacional de la contienda.
Si se supiera administrar bien, el carácter político de nuestra lucha serviría,
precisamente, para evitar el peligro de las guerras nacionales, que es la
erupción de los nacionalismos, el cultivo de la patriotería: un riesgo que, si
bien de un modo muy falso, no ha dejado de aflorar entre nosotros.
En segundo lugar, se comete otra confusión, en el fondo ligada con la
primera: se olvida con demasiada frecuencia la diferencia de nivel que hay
entre los distintos grupos de militares. Hay una enorme distancia entre los
campesinos recién apartados de la tierra o los obreros menos especializados y
los que tienen –oficiales y soldados– una formación superior, porque hoy todos
están en el Ejército. Es claro que la actuación sobre unos y otros tiene que
ser muy distinta, y si no será ineficaz. Si a esto se añade que forzosamente el
papel de estos militares en el Ejército difiere de un modo considerable, sobre
todo teniendo en cuenta que éste no dispone de una estructura previa, se verá
cuánto importa ejercer sobre cada uno de estos grupos una influencia adecuada.
Otra cosa es, indudablemente, perder el tiempo.
Sería menester dar al Ejército, los elementos de una formación pertinente,
desde los conocimientos necesarios para ser buen soldado o buen oficial hasta
la aptitud general en que eso se funda, sin perder nunca de vista que el
Ejército ha de hacer la guerra, y que la hace para acabarla, para afirmar e
imponer la paz que ha de seguirla.
Julián Marías
Blanco y Negro, 1 de septiembre de 1938
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