Resulta difícil hablar hoy de Lorca. ¡Se ha escrito ya
tanto de su obra! Aún más difícil es hablar de Lorca a extranjeros cuando se es
español, porque el extranjero de cultura media ha convertido a Lorca en un
mito. Los estudiosos de la literatura saben a qué atenerse, pero se hallan
igualmente impotentes ante la fuerza del mito lorquiano. ¿Cuál es éste? En
pocas palabras: Federico García Lorca es una cumbre -un gran poeta de todos los
tiempos- en un desierto -la literatura española del presente siglo-. España
tuvo a Cervantes, a Calderón... y a Lorca. Fuera de España, el hombre de la calle
apenas reconoce unos pocos nombres más de nuestra realidad literaria y no les
atribuye, cuando lo hace, categoría similar a la de los citados. Y cuando la
reduce a nuestro siglo, la literatura española se salva para él porque puede
vanagloriarse de un poeta y dramaturgo de primer orden.
Debo decir sin dilación que admiro a Lorca como a un
poeta y dramaturgo de primer orden. Cualquier homenaje a su figura contará
siempre con mi adhesión calurosa. Con mi gratitud de español también, pues
gracias a la fama mundial de su obra nuestro planeta comprueba que mi país
puede dar grandes escritores. Pero, de hecho, el planeta ignora que los ha
dado, pues la obra de otros no transitó por él con resonancia y en la
proporción conseguidas por la de Lorca; y, por consiguiente, el mundo conoce
mal a Lorca. Aunque sea genial, a un escritor no se le conoce y
aprecia bien cuando se le ve como una cumbre en un hipotético yermo, sino
cuando se advierte la cordillera de montañas en que se encuentra insertado. Si
no recuerdo mal, en un número de «Sipario» dedicado al actual teatro español
María Luisa d'Amico formulaba esta pregunta: «¿Después de Lorca, qué» La
pregunta podría completarse para el hombre medio con estas otras: ¿Antes de
Lorca y cuando Lorca, qué? Pues el fenómeno -singularísimo, pero no absurdo, no
surgido por generación espontánea- de la excepcional obra lorquiana mal puede
entenderse si se ignoran, por ejemplo, las analogías y diferencias de su teatro
con el de esa otra montaña que fue Valle-Inclán, a quien sin embargo se conoce
poco en el mundo; o las analogías y diferencias de su poesía con la de Alberti,
otro enorme poeta de su generación que hoy vive en Roma.
Con lo antedicho no se insinúa que el mito lorquiano
sea falaz; gran parte de verdad encierra todo mito perdurable. El creador del Romancero
gitano y de Poeta en Nueva York merece su mito; quede
aparte la cuestión, compleja y oscura aunque otra cosa se crea, de por qué
otros grandes escritores hispanos que también lo merecían no alcanzaron mítica
universalidad.
Pero yo soy autor de teatro y es del dramaturgo, más
que del poeta, de quien me cumple hablar, aunque ambas condiciones formen
indivisible unidad en la dramaturgia lorquiana.
Al teatro de Lorca no le han faltado detractores.
Siempre he pensado que quienes lo discutían, en ocasiones con argumentos de
aparente solidez, no estaban a la altura de la obra que enjuiciaban. También ha
tenido imitadores, y éstos tampoco le favorecen; el imitador trueca las formas
cambiantes en forma fija y paraliza lo que se debe seguir moviendo. Ni imitador
ni detractor, ante la cuestión de si debe considerarse a Lorca como un maestro
del teatro respondo que sí: como a uno de los más grandes. No voy a detenerme
en la fuerza y belleza de su lenguaje dramático, de sus personajes, de sus
atmósferas; me limitaré a esbozar las dos principales razones que, a mi ver,
determinan el permanente magisterio del teatro de Lorca.
1.ª En medio de la inacabada discusión acerca de la
posibilidad de la tragedia moderna, Lorca realiza grandes tragedias modernas.
Hoy no es el único, pero cuando las escribió la realidad trágica era bastante
insólita en la escena y Lorca resulta un adelantado. Él y otros pocos
advirtieron con clarividencia lo que después hemos visto todos: que nuestro
tiempo, por ser trágico, necesita expresarse en la tragedia. La plenitud
expresiva, la armonía entre forma y contenido, se encuentran muy pocas veces
tan logradas, antes o después de él, en otros autores. Ello se discutió, no
obstante, y aún se discute. Se dijo, por ejemplo, que los fragmentos poemáticos
insertos en sus obras eran recursos de poeta que domina mal los secretos del
oficio escénico, cuando su necesidad es tan profunda como la del antiguo coro
griego. Se ha usado de criterios burgueses -aunque a veces, paradójicamente, se
autoproclamasen antiburgueses- para juzgar un teatro poético que respiraba con
el aliento de Sófocles. Todavía se lee, aquí o allá, que la reducción a uno
solo de esos fragmentos poemáticos en La casa de Bernarda Alba,
obra a la que se suele considerar como la más granada entre las suyas, denota
un progreso, cuando no es sino una variante igualmente válida: otra variante de
lo trágico. Difícil es la plenitud trágica en la escena; larga vigencia obtiene
cuando se logra. Quienes consideran periclitado el teatro lorquiano morirán
antes que él.
2.ª El poeta revela en su teatro la sutileza y hondura
de los sentimientos primarios. Esto es admirable; esto distingue a un maestro
auténtico. Su poesía no ignora los morbos que acechan al hombre, los «amores
oscuros» que a veces le singularizan y degradan; pero, en su teatro, se asoma,
mucho más que a cualquiera otro, al pozo de los amores y odios normales, de los
celos, de las habituales frustraciones humanas, del tiempo que todo se lo
lleva... A lo primario, que no es superficial sino igualmente profundo y
alucinante en manos de un gran poeta. ¡Que no se hable de concesión, de miedo
al público! Eso se queda para los comediógrafos chirles. En los grandes autores
como Lorca la devoción por lo primario es, potencialmente, la sintonización con
todos los hombres. Valle-Inclán llamaba mirada shakespeariana a ese
entendimiento del teatro; el autor mira a los personajes -decía- desde su misma
altura, o sea «en pie». Y, no obstante diputar a esa mirada como «la mejor»,
oponía a ella la mirada sarcástica de sus «Esperpentos»; la mirada de demiurgo
que ve a los hombres, como ridículas marionetas, «desde el aire». Valle-Inclán
creó obras teatrales tan grandes al menos como las de Lorca, pero quizá porque
la mirada «en pie» se deslizó en ellas más de lo que la teoría del «esperpento»
consintiera. A quienes hoy predican esa forma de teatro satírico por creerla
más revulsiva y desdeñan a Lorca como a un estetizante sentimental, no vendrá
mal recordarles el implacable magisterio, incluso para la revulsión, que puede
entrañar una mirada shakespeariana.
Antonio Buero Vallejo
Obra completa. Tomo II: Poesía narrativa ensayos y artículos
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