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1575. Rafael Alberti conoce a Federico García Lorca

Federico García Lorca en la Residencia de Estudiantes de Madrid



«No tuviste la muerte que a ti te tocaba»

Rafael Alberti


Todo estaba maduro ya para conocer a Federico. La hora, por fin, había sonado. Fue en una tarde de comienzos de otoño. Y fue también Gregorio Prieto, cosa recientemente aclarada por él en una carta, quien me lo presentó. Estábamos en los jardines de la Residencia de Estudiantes (Altos del Hipódromo), en donde García Lorca —aspirante a abogado— pasaba todo el curso desde hacía varios años. Como era el mes de octubre, el poeta acababa de llega de su Granada. Moreno oliváceo, ancha la frente, en la que le latía un mechón de pelo empavonado, brillantes los ojos y una abierta sonrisa transformable de pronto en carcajada, aire no de gitano, sino más bien de campesino, ese hombre, fino y bronco a la vez, que dan las tierras andaluzas. (Así lo ví esa tarde, y así lo sigo viendo, siempre que pienso en él). Me recibió con alegría, entre brazos, risas y exagerados aspavientos. Afirmó conocerme, y mucho, igual que a mis parientes granadinos. Me dijo, entre otras cosas, haber visitado, años atrás, mi exposición en el Ateneo, que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imágen de la Virgen, ondeando en una cinta la sigueinte leyenda: «Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca». No dejó de alagarme el encargo, aunque le advertí que sería lo último que pintase, pues la pintura se me había ido de las manos hacía tiempo y sólo me interesaba -aclaración a la que apenas dio entonces importancia- ser poeta. Aquella noche me invitó a cenar allí en al Residencia, en compañía de otros, amigos suyos, entre los que se hallaban Luis Buñuel lejos aún de su renombre universal de cineasta, el poeta malagueño José Moreno Villa, y un muchacho delgado, de bigotillo rubio, absurdo y divertido, que se llamaba Pepín Bello, con el que simpatizé vertiginosamente. Después de la cena, volvimos al jardín, aquel bello recinto custodiado de chopos, cortado por la vena de agua del Canalillo, salteado de adelfas y arrebatado de jazmineros, rotos en oleadas contra los pabellones estudiantiles. Nunca había oído recitar a Federico. Tenía fama de hacerlo muy bien. Y en aquella oscuridad, lejanamente iluminada por las ventanas encendidas de las habitaciones, comprobé que era cierto. Recitaba García Lorca su último romance gitano, traído de Granada:

Verde que te quiero verde...

¡Noche inolvidable la de nuestro primer encuentro! Había magia, duende, algo irresistible en todo Federico. ¿Cómo olvidarlo después de haberlo visto o escuchado una vez? Era, en verdad, fascinante: cantando, solo o al piano, recitando, haciendo bromas e incluso diciendo tonterías. Ya estaba lleno de prestigio, repitiéndose sus poemas, sus dichos, sus miles de anecdotillas granadinas granadinas -ciertas unas, otras inventadas- por todas las tertulias de literatos cafeteros y corrillos estudiantiles. Sus obras fundamentales de aquellos años aún permanecían inéditas, apenas conocido -Impresiones y paisajes (1918)-, dedicado a su maestro de música, y otro -Libro de poemas (1921)-, bien recibido por la crítica, gustado ya por mí en la sierra de Guadarrama. Poco hablaba Federico de ellos, aunque alguna vez oí recitar canciones del último. Lo que el poeta soltaba entonces a los cuatro vientos eran sus romances gitanos, alternados con cancioncillas sueltas o las coleccionadas bajo el título de Poema del cante jondo. También se comentaban entre amigos dos obras teatrales: Los títeres de Cachiporra y Mariana Pineda. Ambas se las escuché luego. Pero de aquella primera noche de nuestra amistad sólo recordaré siempre Romance sonámbulo, su misterioso dramatismo, más escalofriante todavía en la penumbra de aquel jardín de la Residencia susurrado de álamos.

-Adiós, primo -me dijo Federico, solos los dos, ya pasadas las doce.

Empezaba a llover. Un repentino resplandor anunció una tormenta qye se avecinaba. Y, aunque llegué a mi casa chorreando, me sentí feliz, sabiendo que una hoja de mi vida había sido amrcada de una fecha imborrable. Pocos días después llevé a García Lorca su encargo y algo más: un soneto que le dedicaba. (Los otros dos, que también incluí en mi Marinero en Tierra, los escribí algo más tarde, aunque en el mismo año). Celebró mi pintura con las palabras y gestos más hiperbólicos. La colgó en seguida sobre la cabecera de su cama, prometiéndome ponerla en igual sitio en su casa de campo de Fuente Vaqueros, adonde, «para que lo pudiese comprobar», quedaba ya invitado a pasar el verano desde aquel mismo instante. En cuanto al soneto... Le gustó, haciéndomelo repetir a esos amigos que siempre invadían su cuarto. Aproveché el momento para decirle unas canciones. Las oyó atentamente. Ya al despedirnos, en el jardín, recuerdo que me dijo: «Tú tienes dos buenas cosas para ser poeta: una gran retentiva y ser andaluz. Pero no dejes de pintar».


Rafael Alberti 
La arboleda perdida









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