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1569. Vida y muerte de Ramón Acín V

Claustro de profesores de la Escuela Normal de Huesca. Ramón Acín, primero por la izquierda


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Hacía 1920 ganó Acín en Madrid por oposición la plaza de profesor de Dibujo de la Normal de Huesca.

Hasta entonces había viajado por la España de riscos, vericuetos, escondidas sendas, tósales, caminos vecinales, cerros, atajos y veredas de arriero, hallando a su paso esa consistencia petrificada, a ratos con regusto de prehistoria que nos sorprende todavía en el recodo de un camino, en una aldea, en una venta o en una feria comarcal.

Como en la adjudicación de plazas del profesorado pueden elegir los que tienen los primeros números y Acín estaba clasificado después de tales primeros números, generalmente paniaguados y pelotilleros, temía que los clasificados en lugar preferente eligieran la plaza de Huesca y le dejaran sin ella. Su interés era quedarse de profesor en Huesca, donde tenía mucha vida de relación y amistades arraigadas, además de estar allí su madre y contar con la poca trepidación de la ciudad para trabajar con algún sosiego.

En los pasillos de la lóbrega mansión destinada a cobijar a los opositores había una pequeña revolución. Los españoles desconocen en general lo que no es su rincón.

- Yo puedo elegir tal y tal plaza - dijo uno de los primeros lugares de la clasificación. Entre otras plazas puedo elegir Huesca. ¿Qué tal será Huesca?

- Una calamidad - contestó Acín. Allí hay cuatro meses al año de nieve, y la ciudad vive en invierno metida en su capote blanco. Además, bajan los lobos del Pirineo y entran por las calles, comiéndose a las criaturas. Hay que organizar batidas muy serias... Un abuelo mío...

Lo que deseaba Ramón era que nadie quisiera ir a Huesca para que al llegarle el turno a él la plaza le cayera en las manos.

Así fue. Hizo colaborar a los lobos y a la nieve en su designio, consiguiendo el triunfo, quedándose finalmente en la ciudad sertoriana gracias a la ingeniosa manera de movilizar la fauna del Pirineo y las ráfagas de nieve. A creer a Acín hacía falta un trineo para entrar en Huesca, cuando todo se reducía a una estratagema para ahuyentar a posibles competidores que hubieran determinado el acomodamiento de Ramón a un clima lejano, al clima de Jaén o Pontevedra.

Sacamos en Huesca unos meses el semanario “Floreal” donde Ramón y yo colaborábamos asiduamente. Puede decirse que redactábamos aquella revista extremista entre los dos, como quién escribe una serie de actas de acusación contra todo y contra todos.

A Ramón no le importaba tener un cargo oficial. A pesar de todas las coacciones siguió conmigo cantando los funerales de la burguesía, discutiendo sin cesar por los cafetines del Coso y extremando la oposición inteligente contra los elementos reaccionarios de Huesca. Tenía amigos como Manuel Bescós, prisionero de los suyos, afectados de melindres aristocráticos y avergonzados del descreimiento - muy débil por cierto- de aquel Silvio Kosti que se creía un discípulo monopolizador de Costa y por fin se entregó a las veleidades de Primo, muriendo secuestrado entre cogullas sin que Acín pudiera remediarlo. Amigo de Acín era el pintor Félix Lafuente, hombre capaz de una cordialidad ilimitada. Con él las horas eran minutos. Y el periodista que murió asilado y abandonado de todos menos de Ramón, y el anticuario impenitente, y esos buenos camaradas discípulos de Acín que están hoy en la línea de fuego contra el fascismo - Encuentra, Viñuales, Ponzán y tantos otros de los buenos -. Amigos de Acín eran todos los que sentían en Aragón el remordimiento de ser aragoneses en vano y la preocupación de no hacer honor a la vieja abulia que permanecía en el tuétano mismo de Huesca, abulia propagada por los obispos, afianzada por los jesuitas, agravada por los burócratas como por los clérigos, no contrariada por el pueblo, que también vivía en general pendiente de las historietas del Coso.

- Agora oscense de charla apacible doce meses al año - y de la maledicencia mansa que no ríe por dejar de llorar, sino que lloriquea para no reír sanamente sin dejar el trabajo.

Yo iba de vez en cuando a Huesca. Para mí, Huesca era Acín. Si proyectaba él las líneas generales de un jardín municipal, si la represión apretaba en Cataluña y convenía zafarse unos días, si habíamos de hacer o deshacer planes; aunque sólo fuera por estar una semana charlando, yo llegaba a Huesca desde el campo, desde Zaragoza, o desde Madrid, a veces desde fuera de España. Acín me descubría sus obras, sus afanes.

Le poseía por entero la idea de tener viejos y buenos libros, cueros artísticos y cerámica. Buscaba como un iluminado esos valiosos platos que tienen un sol pintado de color amarillo, parecido a yema de huevo. Le entusiasmaban “los muebles de violín” que decía él, bruñidos, con las venas ramificadas.

- Te traigo este libro, sobre Josefa de Berride - le dije un día.

Era un folio familiar en el que cierta imitadora de Teresa de Cepeda sabía provocar en ella insignes reflejos delirantes. Una beata oscense. Su vida, escrita por un clérigo, era una calamidad pero tenía un léxico popular alto-aragonés muy variado y sugestivo, uno de esos léxicos labradorescos que sólo se oyen ya en las barberías de pueblo y en las veladas de cocina.

- Guárdate el libro -le dije yo- para tenerlo en primer plano, como este pajarraco dibujado con famas de notario.

La casa donde vivía Acín en la costanilla o calle de las Cortes en Huesca, era un verdadero palacio. Mansión solariega. Recias paredes y techos altos. La tenía puesta como cincuenta años atrás, con primorosos muebles isabelinos en enormes salas. Frente al balcón trasero de la casa, balcón que daba a la cercana ermita de San Jorge, se descubría la bella colina. Tenía Ramón su lecho y sus papeles en aquella sala con alcoba clásica. Cerca de la alcoba me preparó años después la compañera de Acín una cama canónica la última vez que estuve en Huesca, recién proclamada la República abrileña.

Había amontonado Ramón en mi dormitorio lo siguiente: un altar barroco, un sagrario de madera plateado, cuatro santos de talla, diez o doce platos de Muel, media docena de picaportes, un bargueño de roble con embutidos de boj, unos montones de libros, una cómoda pequeña, bastantes grabados diseminados por paredes y mesas., y un esqueleto.

-Yo no duermo cerca de ese centinela huesudo- le dije a Acín.

Lo apartó de mi alcoba y tampoco pude dormir. Empezamos a charlar y charlando estuvimos hasta la madrugada.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)








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