Evacuación de un herido. Río Segre, frente de Aragón, 7 de noviembre de 1938 (Foto: Robert Capa/Magnum) |
Hoy voy a describir el campo
de batalla
tal como yo lo vi, una vez decidida
la suerte de los hombres que lucharon
muchos hasta morir,
otros
hasta seguir viviendo todavía.
No
hubo elección:
murió
quien pudo,
quien
no pudo morir continuó andando,
era
verano, invierno, todo un año
o
más quizá, era la vida
entera
aquel
enorme día de combate.
Por
el Oeste el viento traía sangre,
por
el Este la tierra era ceniza,
el
Norte entero estaba
bloqueado
por
alambradas secas y por gritos,
y
únicamente el Sur,
tan
sólo
el
Sur,
se
ofrecía ancho y libre a nuestros ojos.
Pero
el Sur no existía:
ni
agua, ni luz, ni sombra, ni ceniza
llenaban
su oquedad, su hondo vacío:
el
Sur era un inmenso precipicio,
un
abismo sin fin de donde,
lentos,
los
poderosos buitres ascendían.
Nadie
escuchó la voz del capitán
porque
tampoco el capitán hablaba.
Nadie
enterró a los muertos.
Nadie
dijo:
"dale
a mi novia esto si la encuentras
un
día"
Tan
sólo alguien remató a un caballo
que,
con el vientre abierto,
agonizante,
llenaba
con su espanto el aire en sombra:
el
aire que la noche amenazaba.
Quietos,
pegados a la dura
tierra,
cogidos
entre el pánico y la nada,
los
hombres esperaban el momento
último,
sin
oponerse ya,
sin
rebeldía.
Algunos
se murieron,
como
dije,
y
,los demás, tendidos, derribados,
pegados
a la tierra en paz al fin,
esperan
ya
no sé qué
-quizá
que alguien les diga:
"amigos,
podéis iros, el combate..."
Entre
tanto,
es
verano otra vez,
y
crece el trigo
en
el que fue ancho campo de batalla.
Ángel
González
De "Sin
esperanza, con convencimiento"
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