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1633. Éxodo de flores y corazones

Un relato inédito de Francisco González Tejera sobre la represión en Canarias. Especial para Búscame en el ciclo de la vida.


El viejo barquito atunero surcó los mares de Mogán hacia el horizonte, no fue fácil despistar a la Guardia Civil y a los falangistas que acordonaban la costa desde San Bartolomé de Tirajana hasta la Playa de Veneguera. Tuvieron que pasar varios días escondidos en las cuevas prehispánicas del Barranco de Tiritaña, alimentándose de sardinas saladas, de plátanos con gofio, bajo un calor agobiante en pleno mes de agosto de 1936.

Todo fue tan rápido desde la noche del golpe de estado, cuando en la reunión de la Federación Obrera de Arguineguín llegaron noticias de que los fascistas estaban asesinando a gente de la izquierda, que los niños ricos como el industrial tabaquero Fuentes, Bonny, el Conde, los hijos de la Marquesa, Leacock y otros reaccionarios miembros de la criminal oligarquía isleña estaban sacando a los hombres de sus casas para desaparecerlos. Los barcos salían del Puerto de la Luz cargados de republicanos maniatados, metidos en sacos atados de pies y manos para ser arrojados en alta mar, cientos, miles de almas generosas, cuyo único delito era pensar diferente a los brutales genocidas.

Desde la costa de Las Palmas de Gran Canaria se veía mucha actividad a pocos kilómetros del litoral, luces que no eran de humildes pescadores bajo las estrellas, sino embarcaciones de los asesinos, madrugadas de muerte, fascistas tirando al mar a quienes defendían las democracia y la libertad.

Atrás quedaba la islita, Manuel González, Ataulfo Mayor, Esteban Sosa, Carmela Menéndez, la joven Ramona enferma de tuberculosis, víctima de una violación múltiple del grupo de requetés, militares y miembros de Falange que tomaron la Casa del Pueblo de La Isleta, llevándose a la joven maestra a la Playa de El Confital para violarla, para abusar de aquel hermoso cuerpo, mientras tiraban a su marido horas antes a la Sima de Jinámar.

Los hombres y mujeres veían como quedaba atrás su amada tierra rumbo al continente africano, escapando del holocausto orquestado por la Iglesia Católica, la corrupta burguesía, militares y todo tipo de psicópatas criminales, que estaban en esos momentos asesinando de forma selectiva y programada a miles de canarios en cada una de las desafortunadas islas.

El barquito de dos proas avanzaba lento, presuroso, dejando atrás tantos seres queridos, hijos, hijas, madres y padres, para evitar que también los mataran, la pobre Ramona Corujo nacida en Fuerteventura no se levantaba del rincón, abrazaba a su bebé Martín Monasterio, el niño de apenas medio año que se acurrucaba en su pecho, abrazado, como presintiendo algo terrible, parecía intuir en su santa inocencia que su madre era la vida, que los días pasados eran la muerte, la masacre, el dolor, la tortura, los abusos, la destrucción de un hermoso espacio para la esperanza.

El silencio presidía el viaje entre la tormenta, los rayos y truenos se veían al otro lado del mar, el desierto de El Sahara se avecinaba tenebroso, con un olor ancestral, mágico, en el periplo hacia el misterio y el forzoso exilio.

Carmela se sentó junto a Ramona, también era maestra, daba clases en un colegio del barrio marinero de San Cristóbal, una escuelita humilde junto al mar, formadora de aquellos niños desarrapados que olían a pescado y brisa marina. Las dos mujeres se fundieron en un abrazo silencioso, nadie hablaba, solo alguna queja, un lamento confundido con el viento del verano y el inmenso salitre que rodeaba aquella escena hacia un éxodo desconocido, parecían pensar en cómo 400 años antes otro pueblo vino huyendo de África, quizá escapando de otro genocidio, buscando nuevos horizontes de paz y esperanza, que construyeron su particular universo de pintaderas, cuevas y casas de piedra seca, diseñadas en la inmensidad de aquellas islas perdidas en el infinito Atlántico.

Cuando amanecía se adivinó la costa, una playa de arena rubia, mientras un grupo de personas les esperaban con las manos abiertas, vecinos del desierto que ya sabían lo que pasaba en el hermano pueblo, que había que acoger a tanta gente buena, la que sembraba futuro y flores nuevas.











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