Miguel Hernández comenzó a escribir este cuento para su hijo cuando se encontraba preso. Nunca pudo acabarlo.
Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los
arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa
trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la
existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el
silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos
llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro
pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas
partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su
infancia perpetua les ha dado.
Ave de decisión, gorrión bueno, mejor entre los mejores, era Pío-Pa. Así llamaremos a este leve ser de mi cuento. Llevaba su pantaloncillo corto con remiendos y su blusa de pluma gris, más remendada que su pantaloncillo, con más dignidad que para llevar su corona y su cetro deseara el emperador de Carcunda. Volaba a grandes vuelos, y cuando tocaba tierra su pata andaba a saltos, rasgo alegre de entusiasmo juvenil. La alegría jamás faltó en su nido y en su pecho, donde permaneció arraigada por debajo y por encima de las tristezas que van y vienen. Tejió su nido como el soldado su tienda, donde le cogía la noche o la batalla por las migajas. No ambicionó, como los pájaros señoritiles, parasitarios, ni la rama elevada para piar ni el lugar regalado para yacer con la gorriona. Las innumerables vueltas que hacía al campo y los también innumerables tropiezos y asaltos que allí había experimentado acumularon sobre su cabeza de ajo bello y su corazón aleteante cierta sabiduría: llegó a saber más que una rata de cárcel: toda la que cabe entre una frente y un corazón loco.
Y, precisamente, una cárcel, no una jaula cualquiera, fue la causa de su gloriosa muerte. Pío-Pa, hemos dicho que así le llamaremos, experimentado sorteador de las ballestas, pedradas, trampas y artimañas humanas conjuradas contra su leve ser, volaba un día en busca del sustento de sus alas, que no es el aire precisamente, y fue a detenerse en un agujero de un muro denso de piedra. El agujero tenía rejas, rejas espesas, casi tupidas, que impedían el paso a la luz y a la libertad. Porque detrás del muro y el agujero se veía, y sólo un pájaro podía permitirse ver aquello, una celda con un hombre atalajado de cadenas. Era una de tantas celdas y sólo uno de tantos hombres sepultados en la tiniebla de uno de esos edificios que los albañiles han construido, a veces para ser sepultura de ellos mismos. A duras penas, sólo el ojo luminoso del pájaro es capaz de penetrar y esclarecer la tiniebla, consiguió Pío-Pa ver al hombre. Este le miró, deslumbrado como ante un relámpago. Su opaco rostro de preso se iluminó, y Pío-Pa halló en sus ojos una mirada pura que en pocos seres se halla, aunque se busque con [ilegible], y se sintió recorrido por la confianza. Pío, pío, pío, dijo Pío-Pa, como si dijera: Tío, tío, tío.
- ¿Cómo se atreves a llegar hasta aquí, gorrión loco?
- Pío, pío, pío.
- ¿No te da miedo la prisión, no temes la mano del
hombre, gorrión feliz?
- Pío, pío, pío.
- ¿No te has visto en la jaula jamás, gorrión sin
pensamiento? Viéndote así, tan jovial, tan ligero, tan pequeño, me acuerdo de
mi hijo.
- Pío, pío, pío.
- Oye, si sabes oír - continuó el preso -. Al cabo
de un día y una noche me voy a morir. Me matarán. Dicen que soy una mala
persona y que es preciso que muera. No sé qué habré hecho. Ni en sueños ni
despierto me acuerdo de haber sembrado ni cosechado el mal. Sólo una mujer
pudiera salvarme, pero su casa está lejos de aquí, en la región más soleada de
estas tierras. Y habría de recorrerse mucha distancia y mucho pío para llegar
hasta ella. Si tú pudieras llegar... Pero sólo hay un día y una noche de
tiempo... Mañana no viviré... Lo siento por mi hijo ¡Quién tuviera tus alas,
gorrión loco!
- Pío, pío, pío - repetía Pío-Pa -. Y entró de un
salto en la celda y se posó sobre el hombre del preso. Adivinó el hombre con
asombro que el ave le comprendía, y no se hubiera asombrado si supiera que un
gorrión rodado sabe más que una rata de cárcel. Se proveyó al instante de lápiz
y papel, que tenía consigo, y escribió de prisa unas cortas letras. En seguida
buscó algo con que atar el papel, y hubo de desgarrar la tela de su camisa, y
con un girón de la misma anudó el papel al cuello de Pío-Pa, que no cesaba de
insistir en su pío, pío, pío.
- Adiós, gorrión loco. ¿Sabrás llegar hasta la
mujer que [ilegible]? En la región más soleada de esta tierra, en una casa
pintada de azul y blanco con una palmera y el mar a la puerta vive. ¿Llegarás
hoy? ¿Volverás antes de mañana con mi salvación? Ya sabes que estoy destinado a
morir cuando nazca el alba del nuevo día si no estás aquí a esa hora. Ya sabes.
Se besaron Pío-Pa y el hombre: el hombre como pudo y el pájaro como supo. El hombre quedó solitaria en su celda, y el pájaro desapareció flechado por el agujero en su cielo y en su aire. No sé qué corazón latería con más fuerza, si el del hombre o el del gorrión. El hombre quedó más opaco en su ser y en su celda, más preso, desaparecidas las breves alas audaces, capaces de franquear hasta los muros de una prisión.
Mis ojos siguieron el vuelo del gorrión andar entre los [ilegible], a través de aquella mañana invernal con escarcha y sin una nube. El frío atemorizaba los campos. Sólo su valentía de gorrión se atreve con el invierno. Las otras aves rehúyen los malos tratos del diciembre y el enero, emigran a los países de primavera y verano constantes. Sólo el gorrión permanece ante los duros tiempos.
El mundo es breve para las alas atrevidas. Las de Pío-Pa baten y avanzan velozmente. Es un relámpago de pluma que renueva los horizontes por momentos. La tierra, abajo, gran punto de escarcha, desencadena su redondez girante. Ávido, impaciente por cumplir su misió salvadora, el pájaro deja atrá páramos, valles, montes, ciudades, rió, bosques. Las horas avanzan con él, y el sol asciende como temoroso de que se produzca un choque entre la luz y las plumas. Los gorriones que se cruzan en el camino de Pío-Pa sufren el golpe de viento de su velocidad y piensan que aquel compañero ha enloquecido.
Avanza y avanza. Hasta que se siente rendido y en la necesidad de tomarse una tregua. Entonces, desciende y se detiene sobre un árbol para cobrar nuevos bríos. Pero la tierra, que no es transparente como el aire, está llena de asechanzas. En el aire no es posible el acecho invisible; en la tierra, sí. Pío-Pa ignora que, al detenerse, peligra su vida. Un hombre, concentrado todo él en apuntarle sobre un arma de pólvora, guiña el ojo, tuerce la boca, hunde un dedo en el gatillo del arma con sus manos peludas aferradas a ella. La mirada avizora del gorrión no ha reparado en el terrible bulto negro que procura disimularse tras un tronco. Suena el disparo. La rama en que descansa Pío-Pa cae cortada al suelo. ¿Y el gorrión? ¿Ha sido destrozado? Algo del plumón de su pecho flota y se aleja en la brisa. Pero nuestro héroe vuela ya muy lejos y muy alto, camino de la casa azul y blanca. No le ha sorprendido el incidente. Hecho su corazoncito a todos los golpes, no queda en él campo para la sorpresa. Vuela más raudo, más arrebatado, más alegre.
Se cumple el mediodía. Ya la luz llega su madurez. Ya el aire es caliente alrededor del pájaro, que penetra en la zona más caliente de la mañana. El cansacio se apodera otra vez de sus alas. Otra vez ha de renovarse su aliento en un breve descanso.
Miguel Hernández, 1941
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