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1670. Justicia al revés: el presidente Azaña y un notario de Gernika

Txema Montero / Deia / 25.07.2015

EL 22 de diciembre de 1938, un día antes de que diera comienzo la ofensiva final de los franquistas en Cataluña -a tres meses escasos de terminar la Guerra Civil-, Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y ministro del Interior, anunció el nombramiento de una comisión especial”. Así comienza la introducción que Julius Ruiz, profesor de Historia en la Universidad de Edimburgo, hace de su libro La Justicia de Franco (Editorial RBA, 2012), en el que analiza la legislación, actividad y sentencias de la Justicia Militar franquista contra los perdedores de la guerra. Sostiene el autor que Franco hizo uso de legislación anterior a su golpe de estado, como la Constitutiva del Ejército de 1878 o el Código de Justicia Militar de 1890, que reconocían a las fuerzas armadas el deber de actuar contra los enemigos externos e “internos” y otorgaban a los tribunales militares amplias facultades para juzgar a civiles. La dirección militar de la persecución posbélica engarzaba pues con una larga tradición de intervención del ejército en la justicia civil. Por lo tanto, la represión franquista no resultó en este punto tan novedosa. Lo nuevo fue el número de los afectados: cientos de miles de investigados -y valga como dato de esa enormidad que el sumario incoado el 23 de septiembre de 1940 contra Cipriano Rivas Cherif (cuñado y confidente del presidente Azaña) y el bilbaino Julián Zugazagoitia Mendieta, socialista y ex ministro de gobernación, posteriormente fusilado, llevaba el número 100.159- y miles de ejecutados, alrededor de 50.000 sin juicio, según el autor. En mayo de 1940, Franco fue informado de que desde abril de 1939, fecha de la victoria franquista, los tribunales castrenses habían condenado a 40.000 personas por “rebelión”.

La comisión especial presidida por Ildefonso Bellón, presidente del Tribunal Supremo de los franquistas y de la que formaba parte Rafael Aizpún, padre del fundador de Unión del Pueblo Navarro, tenía como misión reunir las pruebas necesarias para “demostrar plenamente la ilegitimidad de los poderes actuantes en la República española el 18 de julio de 1936”. Dicho de otro modo, lo que se esperaba de ella era que probara que quien se había sublevado en julio de 1936 había sido el gobierno republicano elegido democráticamente y no el ejército. En menos de seis semanas, la comisión Bellón, por aclamación unánime, dictaminó que la insurrección franquista “no puede ser calificada, en ningún caso, de rebeldía”. Por lo tanto, rebeldes eran los republicanos y su gobierno “sustancial y fundamentalmente, ilegítimo”. Serrano Súñer, que inspiró y supervisó el trabajo de la comisión, con toda seguridad movido por el ansia de venganza pues dos de sus hermanos habían sido asesinados en el Madrid republicano, dejó escrito en sus memorias, publicadas dos años después de la muerte de Franco, que el castigo contra los republicanos por el delito de rebelión militar era “absurdo”: se trataba sencillamente de la aplicación de la “justicia al revés”.


Antes que ningún otro
                    
Esta confesión final de Serrano Súñer era despreciable por tardía, dado que llegaba con 40 años de retraso; por cobarde, ya que nunca la habría publicado con Franco vivo; y por parcial, puesto que dejó sin contar su intervención directa en la persecución de dirigentes nacionalistas como el president Companys o el lehendakari Aguirre y de republicanos como los ya mencionados Rivas y Zugazagoitia y, antes que ningún otro, del presidente de la República, Manuel Azaña Díaz.

Azaña, según lo describe el historiador donostiarra Fusi Aizpúrua, era un hombre culto, cortés y mesurado, aficionado al teatro, pero ajeno al cine, los deportes o cualesquiera expresiones de la modernidad. Resultó ser la gran revelación de la República. Su talento, su visión de gobierno, sus discursos parlamentarios de una oratoria helada, dura, incisiva, sin matices de voz ni de gesto y sin embargo demoledora, ordenada, precisa y preñada de ideas, consiguieron hacer de una República llegada por sorpresa un ideal para los españoles. Para los españoles que anhelaban una democracia. Los otros, militares orillados en sus carreras, monárquicos revanchistas, carlistas a la búsqueda de su ocasión y católicos ultramontanos, le hicieron blanco de su odio más acerado. La reforma del vetusto ejército español, con más oficiales generales que ningún otro en el mundo, el laicismo y, sobre todo, la retirada del monopolio educativo de manos de la Iglesia Católica, le llevaron a una situación insostenible. Nada le ayudó el radicalismo socialista de Largo Caballero, el activismo de Prieto, la desafección anarquista y sus propios recelos con los nacionalismos catalán y vasco. También estaba su soberbia, que no era poca, al igual que su capacidad de desdén y, por último, su desolación, nacida del convencimiento desde el inicio de las hostilidades de que la guerra estaba perdida para la República.

Ese hombre angustiado y abatido era el primero en la lista de los perseguidos por el nuevo estado franquista. Serrano Suñer, en el cénit de su poder, ordenó a José Félix de Lequerica, embajador de Franco en París, la persecución y apresamiento de los dirigentes republicanos exiliados en Francia. Esperaba de Lequerica, nazi convencido, que mediante presiones obtuviera del gobierno de Vichy, colaborador de los alemanes con jurisdicción en la Francia no ocupada, que pusieran “hors d’état de nuire” (fuera de circulación) a un Azaña moribundo que residía en un hotel de Montauban -al norte de Toulouse- bajo la protección del cónsul de México y del obispo monseñor Pierre Marie Théas, quien le confortaba y defendía. ¡Azaña, aquel trueno, vestido de nazareno! ¡Quien lo hubiera dicho!, Como el gobierno de Vichy se hacía de rogar, intentó Serrano el secuestro de Azaña. Para ello contaba con el auxilio de los servicios de información del Servicio Exterior de la Falange, al mando de Jenaro Riestra, de infausta memoria como gobernador civil de Vizcaya en los años 50, y de la policía española coordinada por el agente Pedro Urraca, quien actuaba subordinado a la Gestapo con el alias de Unamuno, ¡menudo alias para un polizonte! No lo consiguió ya que antes, el 3 de noviembre de 1940, al ya ex presidente de la República le llegó la muerte.


Una designación destacada

Pero no acabó ahí la cosa. Serrano Súñer, que no en vano fue el cerebro jurídico del régimen franquista durante sus primeros años, ordenó la apertura de una causa militar contra Azaña. Y así entra en esta parte de la historia Carlos Muzquiz y Ayala, juez instructor militar en los años de guerra y primera postguerra y, ya en la segunda mitad del siglo pasado y al menos durante 16 años, notario de Gernika. Muzquiz era un caballero mutilado que dejó un recuerdo amable en la villa foral. He consultado con vecinos que le trataron y le describen como “hombre de la situación” (franquista), pero nada ideologizado, afable, titular de una notaría llevada con orden profesional por los oficiales al cargo y con un notario sin especiales conocimientos jurídicos, lo que me lleva a considerar que la notaría quizás fuese un premio por servicios de guerra. Conozco algún otro caso similar.

Llama la atención que, de entre los diecisiete juzgados militares operativos en el Madrid de 1939, recayera la investigación sobre Azaña, perseguido número uno, en el juez instructor provincial Carlos Muzquiz y Ayala, teniente del Cuerpo Jurídico Militar. Alguien muy importante le debió designar para esa instrucción. En aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939, dictada aún en plena guerra, Muzquiz abrió expediente, con el número 213, contra Manuel Azaña Díaz. Muzquiz era hombre meticuloso en su trabajo; abrumado por una ingente tarea, pues solamente la Falange de Madrid tenía fichadas a 529.875 personas, casi la mitad de la población de la provincia, de las cuales 174.000 iban acompañadas de un perfíl socio-político. Imagínense el aluvión de denuncias que se recibían y la cantidad de ellas que acababan en el juzgado. Pero aún más, Muzquiz no se arrugaba, como demostró con el problema surgido ante el retraso en la contestación a sus requerimientos escritos, ordenando ¡una investigación a fondo del servicio de Correos por si alguien le estaba saboteando la correspondencia judicial! Con todo, concluyó la investigación contra Azaña en tiempo récord, un año después, el 18 de setiembre de 1940. Su trabajo consistió principalmente en interrogar, mejor diríamos entrevistar, al Servicio de Información y Policía Militar, desde el que aseguraron que Azaña se había preparado para ingresar en Academias Militares pero después de haber obtenido la plaza la abandonó “sin que se sepa exactamente el motivo, aunque es muy extendido el rumor de ser la causa defectos inconfesables”. De esta forma se ponía por escrito y en papel timbrado militar uno de los mayores infundios contra Azaña: que era homosexual y que su boda con Dolores Rivas Cherif era una pantomima pues en realidad era amante de su cuñado, el ya mencionado Cipriano. El Ejército hizo también su aportación: las leyes azañistas de reforma militar no perseguían la modernización de las fuerzas armadas sino “triturar la autoridad moral de todos los mandos”. No podía faltar la Iglesia; el párroco de Nuestra Señora de la Concepción informó sobre el feligrés Azaña señalándole responsable de una actuación “funestísima y demoledora para España” y como personaje que inspirado en tenebrosos antros (en referencia a la masonería) “creó tal estado social de crímenes que Dios en su infinita misericordia inspiró a nuestro ínclito Caudillo la misión de salvar a España”. Según concluye Santos Juliá, biógrafo y especialista en Azaña, se fundían en la instrucción “las imágenes que las derechas católica, militar y falangista habían propagado de Azaña como un pervertido sexual, un masón familiarizado con antros tenebrosos, un enemigo del ejército y un marxista rencoroso adversario de la religión”.


Sentencia: Cien millones

El 28 de abril de 1941, se dictó sentencia condenatoria, en la que entre otros pronunciamientos se solicitaba del gobierno que se le privase de nacionalidad. Al no ser esto posible pues, como hemos dicho anteriormente, Azaña ya había fallecido, el Tribunal, “inasequible al desaliento” que gustaban decir los franquistas, condenó a Manuel Azaña y a su familiares al pago de cien millones de pesetas de la época, multa de cuantía idéntica a la impuesta al empresario Ramón de la Sota, a este por nacionalista vasco; siendo ambas las más altas dictadas por los tribunales franquistas, aunque en el caso de Sota con el añadido de otros 130 millones en sanciones a su familia. Era como coger una bicicleta para pedalear hasta la luna. Azaña había visto su casa de Alcalá de Henares decomisada por la Falange para establecer su sede local, más o menos como ocurrió con Sabin Etxea. Y antes de morir -Muzquiz lo había consignado con detalle-, Azaña disponía de un saldo en el Banco Hispano Americano por 5.643,20 pesetas y otro en el Hipotecario por 47,70 pesetas, además de dos gallineros y un horno en Alcalá de Henares compartidos con sus familiares. Pero los intentos de cobrar la multa de cien millones no cesaron hasta el año 1959, cuando los herederos de Azaña consiguieron que les librasen de esa carga. No sería hasta el 31 de marzo de 1969, justo 30 años después de acabada la contienda, cuando una nueva ley franquista declararía que nadie fuese investigado y condenado por delitos de la época de la guerra civil. Pareciera que la unidad de tiempo para que la derecha española abandone su sed de venganza estuviese establecida en treinta años.

Muzquiz estuvo de notario en Gernika desde junio de 1961 hasta enero de 1977, cuando tomó posesión de una notaría de Madrid. Discreto hasta el final de sus días, pocos de los que le trataron supieron de sus antecedentes como juez militar, mucho menos como instructor de la causa contra el ex presidente de la República, algo que no podía ni recordar ni olvidar. Falleció en Madrid el 24 de noviembre de 1978 oficiándose misas en su memoria en la capital y en Gernika. Su otro epitafio bien podía haberlo escrito el poeta ruso Fiodor Tiutchev: “No somos dados a valorar / En quien o cómo sobrevivirán nuestras palabras. /Y se nos concede el olvido, / Como en otro tiempo la gracia”.









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