La Policía, la Guardia Civil y la extrema derecha provocan más de un centenar de muertes, en intervenciones represivas institucionales o en “incontroladas” agresiones de carácter “ultra”, entre 1976 y 1980. Durante todo ese periodo –salvo en la primera mitad de 1976- Adolfo Suárez preside el Gobierno y Rodolfo Martín Villa, el general Antonio Ibáñez Freire y Juan José Rosón, sucesivamente, están al frente del ministerio del Interior. La mayor parte de las víctimas se producen a consecuencia de intervenciones desproporcionadas de las Fuerzas de Orden Público contra pacíficos manifestantes o huelguistas y también como resultado de criminales agresiones y atentados protagonizados por bandas fascistas. A lo largo de esa etapa, la Policía Armada se reconvierte en Policía Nacional y el gris franquista característico de su siniestro uniforme da paso primero al color marrón y, por fin, al azul. Pero esos cambios formales no implican, paralelamente, una transformación profunda de la filosofía represiva del Cuerpo. Y la Guardia Civil se mantiene aún más intacta: conserva su estructura militar, sus hábitos tradicionales, el mismo uniforme verde y el temible tricornio acharolado del que escribió García Lorca.
Muchos
de los muertos y heridos en la calle durante la segunda mitad de los 70 tienen
alrededor de 20 años. La violencia estatal, parapolicial y ultraderechista de
la Transición se ceba, de modo especial, en los jóvenes que pelean por la
ruptura democrática, golpea con saña a quienes intentan provocar un
profundo corte histórico con el franquismo.
El
primer e ineludible paso, en ese camino hacia un cambio político y social
auténticos, consiste en alcanzar la amnistía para todos los antifascistas que
aún permanecen encarcelados por haberse enfrentado contra la dictadura. Pero a
medida que el proceso de ruptura se va desactivando, como una víctima más de
los pactos políticos y el “consenso” entre la oposición y los franquistas
que dirigen la operación de lavado de cara del Régimen, los
partidos mayoritarios de la izquierda también comienzan a olvidarse de los
presos que aún quedan encerrados en las viejas mazmorras de la dictadura. Es el
movimiento popular el que sigue reclamando en la calle la amnistía para todos
ellos. Y algunos de los que participan en esa lucha pagan con su propia vida la
libertad de los últimos reclusos antifranquistas. Como les ocurre a Arturo Ruiz,
Mari Luz Nájera, Jesús María Zabala, José Luis Cano...
Ningún
policía es condenado por su responsabilidad en estas numerosas muertes. En
algunos casos, se crean comisiones de “investigación” controladas por el propio
ministerio del Interior, que siempre hacen imposible conocer siquiera los
nombres de quienes han efectuado los disparos. Sólo en una ocasión se consigue
saber de qué armas reglamentarias han salido las balas asesinas. Son las
pertenecientes a los policias nacionales que disparan mortalmente contra los
estudiantes José Luis Montañés y Emilio Martínez, el 13 de diciembre de 1979,
en Madrid. Esa vez, de modod excepcional, tres funcionarios uniformados son
llamados a declarar ante el juez... Y finalmente se desestima su
procesamiento.
Por
otra parte, los atentados neofranquistas se recrudecen durante estos años. Sólo
en 1980 son asesinadas 22 personas en distintas acciones reivindicadas por
organizaciones ultraderechistas. En Madrid, Valencia, Valladolid o Sevilla, las
organizaciones fascistas pretenden adueñarse de lo que llaman “zonas
nacionales” y provocan un enorme derramamiento de sangre. Casi siempre actúan
con total impunidad y gozan de la evidente connivencia de las fuerzas de orden
público. Algunos de los asesinos ultras tienen, además, estrechas conexiones
con los servicios de información, que posibilitan sus fugas fuera de España. Es
el caso de Juan Ignacio Fernández Guaza, autor de la muerte de Arturo Ruiz; de
Daniel Fernández Landa, el asesino de Arturo Pajuelo, de José Antonio Llobregat,
que apuñala mortalemente a Jorge Caballero, o de Íñigo Guinea, acusado de matar
a Juan Carlos García durante el asalto al bar San Bao en Madrid.
En
otras ocasiones son los propios jueces quienes se encargan de conceder a los
ultras permisos penitenciarios para que puedan escapar.
Como ocurre con los miembros de Fuerza Nueva Fernando Lerdo de Tejada o Emilio
Hellín. Los nombres de Ricardo Varón Cobos, Rafael Gómez Chaparro y otros
magistrados franquistas aparecen una y otra vez en estos casos. Siempre
protegiendo a elementos fascistas.
A
lo largo del presente apéndice hemos intentado hacer un relato lo más completo
posible de un capítulo especialmente trágico y olvidado de la Transición. Es
muy probable que, tras la compleja búsqueda de datos hemerográficos y la
prolija recogida de testimonios personales llevaba a cabo, se nos haya pasado
algún nombre a la hora de elaborar estas líneas. Pero con ellas queremos rendir
homenaje a todas las víctimas de la violencia institucional y ultraderechista que
se produjeron durante la Transición. Salvo en el caso de unos pocos luchadores,
cuyas muertes son recordadas públicamente porque tuvieron singular
trascendencia política, como las de los abogados laboralistas de Atocha, muchas
de las víctimas sólo perviven en la memoria de sus parientes y amigos. La
monocorde historiografía de la Transición no se ha ocupado de ellas. Pero más
de un centenar de familias quedaron destrozadas por las Fuerzas de Orden
Público y la extrema derecha durante ese periodo. Y los allegados a los muertos
no forman parte de ninguna asociación respaldada por ayudas públicas. La mayor
parte de sus seres queridos asesinados no han sido considerados, de forma
oficial, víctimas de ningún terrorismo. Y además, en muchos casos, tampoco nadie
ha sido condenado por haber acabado con sus vidas. Todos estos antifascistas,
cuyas muertes recordamos aquí, son los que dieron todo, durante la Transición,
para intentar que el franquismo no se perpetuara en España.
Eduardo
Haro Tecglen
Prólogo
del libro La sombra de Franco en la Transición, de Alfredo Grimaldos
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