Fotografía de Luis Ramón Marín |
(...) Hacia fines de 1935 estaba en un estado de desesperación e irritabilidad agudas. Evitaba el contacto con ambas mujeres y no podía escapar de ninguna. Por aquella época comenzó la campaña electoral para las elecciones próximas, y durante algunas semanas el excitamiento de las masas y el conocimiento de lo que estaba en juego borraron de mi mente todos mis problemas privados.
Cuando el primer ministro Chapaprieta presentó el presupuesto a las Cortes, las derechas comenzaron una obstrucción sistemática. Chapaprieta tuvo que dimitir. El presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora -alias el Botas-, era un viejo zorro en política, un cacique de Andalucía que durante la monarquía se había mantenido en el poder manejando a su antojo las elecciones en su distrito, y que en las últimas convulsiones del reinado de Alfonso XIII se había pasado al partido republicano con armas y bagajes. La dimisión de Chapaprieta ponía en peligro la posición del presidente. Gil Robles mantenía la mayoría en las Cortes y el presidente tendría que recurrir a él para formar gobierno. Y no era que Alcalá Zamora fuera opuesto a un gobierno católico y de derechas, siendo él mismo un católico militante, sino que prefería convertirse él en el Dollfuss de España a cederle este honor a Gil Robles. Por otra parte, Gil Robles había intentado ejercer presión sobre Alcalá Zamora, un hecho que el viejo cacique no podía perdonar ni olvidar.
El presidente confió el encargo de formar gobierno a Portela Valladares, un republicano independiente, siendo la idea que usaría todos los recursos del poder gubernamental para preparar unas elecciones en favor de un centro moderado -el grupo que Alcalá Zamora quería representar-, y el cual podría así convertirse en una fuerza política dentro de las Cortes, en cuyas manos estaría decidir la mayoría de votos en una u otra dirección en cada debate parlamentario.
Pero el truco era muy viejo y estaba desacreditado. Se había usado con éxito para mantener la monarquía desde 1860. Pero ya el país había dejado de ser indiferente a la política y estaba en plena efervescencia, profundamente dividido en dos campos opuestos. El juego de Alcalá Zamora no tenía la más pequeña probabilidad de éxito y en realidad nunca se planteó. Tan pronto como Pórtela Vallares presentó su nuevo gabinete se encontró atacado por ambas, derechas e izquierdas, y tuvo que dimitir. En diciembre de 1935 Alcalá Zamora disolvió las Cortes y anunció la fecha del 16 de febrero de 1936 para celebrar las nuevas elecciones. Hubo que restablecer los plenos derechos constitucionales de los ciudadanos y comenzó la batalla de propaganda. Las derechas izaron la bandera del anticomunismo y comenzaron a aterrorizar a los futuros electores con visiones horribles de lo que sería ei país en caso de una victoria de las izquierdas. Predecían el caos y dieron colorido a sus predicciones multiplicando los incidentes callejeros provocativos. Los partidos de la izquierda formaron un bloque electoral. La lista de candidatos comprendía todos los matices, desde los simples republicanos hasta anarquistas; enfocaron su propaganda sobre las atrocidades que se habían cometido con los prisioneros de izquierda después del levantamiento de Asturias y la petición de una amnistía general.
Al mismo tiempo, sin embargo, las disensiones entre los partidos de izquierda se agravaron. Su prensa dedicaba al menos tanto espacio en atacarse mutuamente como en atacar a las derechas. Cada uno de ellos tenía miedo de un golpe de Estado fascista y voceaba este miedo, proclamando a la vez su tipo particular de revolución como la única solución posible. Largo Caballero aceptó el título de «Lenin de España» y el apoyo de los comunistas. Su grupo dijo a las masas que una victoria de las elecciones no sería la victoria de un Estado democrático-burgués, sino de un Estado revolucionario. Los anarquistas anunciaron también la victoria inminente de un Estado revolucionario, no a imitación de la Rusia soviética, sino basado en los ideales libertarios. Después de los años del bienio negro aquello era como una intoxicación. La válvula de seguridad había saltado y cada simple individuo estaba hundido en discusión y en tomar parte activa en la propaganda de sus ideas.
Yo me mezclé en la batalla en Novés.
Elíseo me recibió con un grito de bienvenida cuando entré en el casino de los pobres.
- Le estábamos esperando. Hemos decidido prepararnos para las elecciones y queremos montar un comité electoral.
- Me parece una buena idea.
- Pero es que queremos que sea usted quien lo organice; nosotros no entendemos de estas cosas y lo queremos hacer bien. Heliodoro y su pandilla ya lo tienen todo organizado. Están prometiendo a la gente todo lo que hay bajo el sol y a la vez amenazándoles, si no se comportan como ellos quieren. Y el hambre es mala consejera. Nosotros no podemos hacer nada, pero como usted tiene amigos en Madrid, si nos ayuda vamos a hacer nuestros mítines y nuestra propaganda. En fin, usted ya sabe lo que quiero decir.
Mis raíces estaban en Madrid y no en Novés, pero al mismo tiempo no podía rehusar el tomar parte activa en lo que yo creía iba a ser un momento decisivo para España y para nuestras esperanzas socialistas. Aquella gente necesitaba alguien que no se dejara intimidar por el cabo de la Guardia Civil o a quien no se pudiera entrampillar en maniobras sucias; alguien que les salvara de cometer tonterías o ilegalidades, dando así una ocasión a los contrarios. Al mismo tiempo se me ocurrió que el sumergirme en las elecciones me proporcionaría una satisfacción y un entretenimiento y me mantendría alejado de las dos mujeres. También vi, instantáneamente, que una victoria de la derecha y hasta posiblemente una victoria de la izquierda significaba tener que abandonar el pueblo inmediatamente. Pero, de todas formas, Novés estaba terminado para mí. Acepté la tarea.
Mi primer paso fue ponerme en contacto con Carlos y con Antonio.
Carlos Rubiera era un viejo miembro de las juventudes socialistas a quien el Partido había propuesto como candidato en las elecciones. En 1931 habíamos trabajado juntos para crear la Unión de Empleados en Madrid; habíamos logrado un éxito en nuestro empeño y Carlos me había lanzado en plena carrera política. Me había invitado muchas veces a convertirme en un miembro activo del Partido Socialista o al menos a ocupar un cargo en la directiva del sindicato. No había aceptado nunca porque no me atraía una carrera política, pero habíamos mantenido una buena amistad. Carlos tenía buenas condiciones como orador y organizador.
Antonio era un comunista y un viejo amigo mío. Sabía cuan honesto, pobre y estrecho de pensamiento era. Nunca había sido más que un simple empleado con un sueldo insignificante, sin más perspectivas en la vida que continuar siendo, como él decía, un «chupatintas» y mal llegar a no morirse de hambre su madre y él. Pero en 1925 Antonio tuvo que ser recluido en un sanatorio del Estado por tuberculoso, y su madre murió en la miseria. Cuando Antonio reapareció en Madrid, curado y desesperado, la casa donde trabajaba le admitió con menos sueldo «porque ya no tenía tantas obligaciones». Un sueldo que le bastaba escasamente para vivir y del que no hubiera podido sostener el más insignificante vicio; pero fumar y beber lo había suprimido por su enfermedad, y de las mujeres tenía miedo por la misma razón. Se convirtió en un comunista -uno de los primeros en serlo en España-, y se entregó a su fe con el celo de un fanático. En 1936 era una figura menor del Partido.
Rubiera y Antonio me proporcionaron propaganda impresa del Frente Popular para Novés, me explicaron la organización de un comité electoral y me prometieron enviar al pueblo unos cuantos oradores de izquierda. En la tarde del sábado siguiente inaugurábamos el centro electoral del Frente Popular en Novés. Aquella misma tarde, José me llamó y me invitó a entrar en su casa, la parte trasera del casino de los ricos. Mientras su mujer atendía a los parroquianos, José desempolvó una botella de coñac:
- Me tiene usted que perdonar el que le haya traído aquí, pero tenemos que hablar a solas. Tengo que darle un buen consejo.
- Gracias, José, pero no recuerdo haberle pedido ninguno.
- No se me enfade, don Arturo. Es un consejo de amigo, los amigos tienen que mostrarse en las ocasiones. Yo le considero mucho a usted y a su familia y no puedo callarme la boca. Aunque no es que tenga un interés personal en ello, como digo. Yo a mi negocio y nada más, que es lo que me da de comer. Pero yo conozco el pueblo y usted aquí es un forastero. Y no crea usted que lo va a cambiar.
- Bueno, ¿y cuál es su consejo?
- Que no debería usted mezclarse en las elecciones. Deje usted a la gente que se las arregle como pueda y no se meta a hacer el Quijote. Mire, si se le mete en la cabeza liarse con la banda de Eliseo, lo único que le va a quedar por hacer, en cuanto se terminen las elecciones, es coger el autobús y no volver por aquí en su vida. Bueno, si le dejan ir…
- Eso será si las derechas ganan las elecciones.
- Psch. O las izquierdas. Usted se cree que las cosas van a cambiar aquí si ganan las izquierdas, y en esto está equivocado. Las cosas seguirán como siempre. La tierra no van a dejar que se la quiten, de una manera o de otra. Y donde hay dinero, siempre hay una solución. Nunca se sabe lo que puede pasar. Después de todo, todos somos mortales.
- Bueno. Supongo que eso es todo lo que Heliodoro le ha encargado decirme.
- Si lo quiere usted tomar así… Es verdad que me ha dicho que se le debiera avisar a usted, pero que no estaba bien que él lo hiciera, Pero el hacerlo yo es mi propia idea, porque lo estimo.
- Muchas gracias, José, pero me parece que no voy a cambiar de idea. Puede ocurrir, como usted lo dice, que esto me cueste tener que marcharme del pueblo. Pero no puedo abandonar a los míos.
- Bueno. Usted piénselo bien. Y en todo caso, pero esto es sólo una idea mía, no se pasee usted mucho solo por la noche. La gente de aquí es bastante bruta y en todas las elecciones ha habido golpes.
Cuando referí esta conversación en el casino de Eliseo, se armó un revuelo; y desde aquel momento cada vez que salía de noche, me acompañaban dos mocetones con sendos garrotes.
Me fui a Santa Cruz a ver al cabo de la Guardia Civil sobre los requisitos legales. Me recibió con cara hosca:
- ¿Y quién le ha mandado a usted meterse en todo este lío?
- Supongo que tengo un derecho para hacerlo, ¿no? Soy un vecino de Novés y tengo el derecho de mezclarme en las cosas del pueblo.
- Bueno, bueno. Aquí están sus papeles. Yo me estaría quietecito en casa, si estuviera en su pellejo, porque va a haber jaleo. No es que a mí me importe. La cosa para mí es muy simple: mantener el orden, pasé lo que pase y caiga el que sea. Así que ya está usted avisado. Vaya con Dios.
Carlos y Antonio mantuvieron su promesa. Cuatro oradores del Frente Popular vendrían a Novés un domingo: uno de izquierda republicana, un socialista, un comunista y un anarquista. Con la excepción del republicano, que era ya un hombre maduro, todos los otros eran jovencillos, completamente desconocidos en política. La noticia produjo una conmoción en el casino.
- Nos hace falta el salón de baile.
El salón de baile pertenecía a la taberna de la plaza donde paraba el autobús. Me fui a ver al propietario.
- Querríamos alquilar el salón para un mitin el domingo que viene.
- Pues se lo va a tener que pedir a Heliodoro, porque lo tiene alquilado hasta las elecciones para los mítines de las derechas. Yo no puedo hacer nada.
Heliodoro me recibió en su casa con toda la pompa de un gran hombre de negocios, atrincherado detrás de una inmensa mesa de nogal y rodeado de montañas de papeles. Me contestó con una sonrisita helada:
- Lo siento mucho, pero no puedo ayudarle. El salón lo necesito yo.
Descorazonado, volví a casa de Eliseo. Celebrar el mitin en medio de la plaza en pleno mes de enero era una locura. Pero Eliseo encontró la solución:
- Son unos cerdos indecentes esa gentuza. Heliodoro no puede alquilar el salón de baile, porque el salón está alquilado por el Ayuntamiento. El Ayuntamiento le paga a Rufino -el tabernero- un tanto cada año, y el único derecho que tiene es montar allí un bar cuando hay un baile. Así que no sé cómo puede volverlo a alquilar.
Volví a Heliodoro. Se encrespó.
- Yo he alquilado el salón y tengo aquí el recibo. Si quiere usted denunciar a Rufino o al Ayuntamiento, allá usted, pero a mí déjeme en paz…
Me fui a ver al cabo y le expliqué la situación. Se encogió de hombros. Aquello era un pleito que a él le tenía sin cuidado. Se me acabó la paciencia:
- Mire. El otro día me dijo usted que estaba aquí para mantener el orden, cayera el que cayera. El salón de baile es libre para toda la población de Novés, porque paga para eso. El mitin no lo suspendo y el mitin se va a celebrar en el salón de baile. Y usted puede arreglarlo como le dé la gana, es decir, si no quiere usted que las cosas se salgan de madre. Además le voy a decir: mañana me voy a avistar con los partidos que organizan el mitin y les voy a explicar lo que está ocurriendo aquí. La responsabilidad va a caer sobre usted, porque es suya la obligación de evitar que haya líos y disgustos.
El cabo de la Guardia Civil se achicó. En todas las ciudades y pueblos de la provincia -una de las que más habían sufrido por las venganzas de los propietarios durante el bienio negro-, las gentes estaban inquietas y nerviosas, prontas a estallar. El cabo vio claramente que se avecinaba un conflicto del cual, en última instancia, le harían a él el responsable. Aquella misma noche habló con Heliodoro; y Heliodoro me concedió el uso del salón de baile.
- Esto es un favor especial que hago por consideración a usted y al cabo. Yo tampoco quiero que haya jaleos que puedan pasar a mayores. Lo que querernos es orden.
Durante estas semanas, iba casi todas las tardes a Novés y regresaba a Madrid por la mañana temprano. Una de aquellas tardes, cuando llegué a casa, Aurelia me alargó un sobre:
- Toma, esto ha traído José para ti. Y ya me ha contado todo lo que está pasando. No sé quién diablos te manda a ti meterte en estas elecciones.
El sobre contenía una comunicación del Círculo de Labradores de Novés -el nombre oficial del casino de ricos-, informándome que la asamblea general había acordado por unanimidad expulsarme de su seno. Lo celebramos aquella noche en casa de Eliseo. El Círculo de Trabajadores de Novés me hizo, también por unanimidad, socio honorario. Después nos fuimos todos juntos en la noche a pegar los anuncios del mitin en paredes y vallas.
Amaneció un día espléndido, radiante de sol. La llanura en la que se esconde Novés es uno de los sitios más fríos de España en invierno. Los vientos directos de la sierra de Guadarrama y de Toledo la barren y hielan hondo la tierra. Pero el pueblo, abrigado en el fondo del barranco, no sufre estos soplos helados, y en los días de sol las gentes prefieren estar en la calle mejor que en sus casuchas miserables. El pueblo se anima de vida. Las mujeres se sientan en sus sillas bajas de paja a las puertas de sus casas y cosen y murmuran, mientras que los chiquillos corretean alrededor, los hombres forman grupos en la plaza y la gente joven se va de paseo a las huertas con las manos cogidas.
Pero aquel domingo el pueblo cambió por completo su fisonomía. Desde las primeras horas de la mañana comenzaron a llegar gentes de los pueblos de alrededor «para oír el mitin de los de Madrid». La calle principal se llenó de campesinos y jornaleros, con sus mujeres y sus chiquillos, gritándose saludos unos a otros, gesticulando y chillando excitados. El salón de baile estaba decorado con carteles del Frente Popular y sus puertas abiertas de par en par. Las gentes entraban y salían en un continuo peregrinaje, sin agotar su curiosidad. A mediodía aparecieron unas cuantas mujeres con sillas que alinearon a lo largo de las paredes, determinadas a no perder el espectáculo, ni el asiento, aunque les costara horas de espera.
El salón de baile no era más que una vieja cuadra, convertida en sala de fiestas por el simple procedimiento de construir en una de sus extremidades una tarima de tablas y encuadrarla con una embocadura de percalina roja. Una puertecilla lateral conducía desde el escenario al corral de la taberna. Entre las tiras de percalina, unas sábanas cosidas entre sí y colgadas del techo servían alternativamente como pantalla de cine o como telón de boca cuando actuaba alguna compañía de cómicos de la legua. Cuando había baile, la banda ocupaba la plataforma y las sábanas desaparecían. En el otro extremo del salón se había fijado a la pared y a las vigas del techo una especie de balcón o «palco», al cual se ascendía por una escalera primitiva con una cuerda por pasamanos. Unas veces estaba reservado para los huéspedes distinguidos y otras para el proyector de cine. El suelo era de tierra apisonada, reluciente de puro dura y pulida, y en el techo faltaban algunas tejas por donde tenían paso libre el sol, la lluvia o la nieve.
Sobre la tarima pusimos una mesa para el presidente, con una docena de sillas detrás formadas en semicírculo, y una mesa más pequeña al lado para los oradores, ambas mesas cubiertas con una bandera republicana también de percalina. El mitin comenzaría a las tres y habíamos arreglado que los oradores comerían primero en mi casa. Algunos muchachos del pueblo se fueron barranco arriba y se alinearon en la carretera para correr la voz cuando llegara el coche con los oradores. Llegó el cabo con una pareja de guardias y tomaron posiciones al lado exterior de las puertas del salón; después cargaron sus carabinas con toda ostentación y cuidado.
- ¡Caray! ¿Nos van ustedes a matar? -exclamó una vieja, sonriendo.
El cabo no contestó, pero se le quedó mirando fijamente con ojos apagados. Unos cuantos corrieron a casa de Eliseo y contaron el incidente.
- No os podéis imaginar con qué ojos ha mirado a la pobre mujer. ¿Creéis que vamos a tener jaleo? Eliseo se metió en el interior y reapareció con una pistola que se enfundó entre la faja, bajo los pliegues de la camisa.
El coche llegó a las doce y media, y fue recibido con un clamoreo histérico de cientos de gargantas. Heliodoro debía de estar bramando de ira. Yo tuve que cerrar las puertas de mi casa para evitar una invasión.
El único de los oradores que conocía el pueblo era el socialista, un miembro de la Federación de Trabajadores de la Tierra en Toledo. Los otros tres procedían de Madrid. El republicano era un hombre rechoncho, con tipo de empleado con pretensiones, dentro de la nitidez de su traje de misa de domingo; hablaba despacio y con gran énfasis y era incapaz de decir una sola sentencia sin nombrar y citar a don Manuel Azaña. El anarquista era un camarero, joven, alegre y ágil, que parecía estar ensayándose para el mitin, porque cada vez que abría la boca para hablar soltaba un torrente inagotable. Pero en el comunista -un joven metalúrgico- tenía un competidor formidable con sus peroraciones interminables salpicadas de citas de Marx y Lenin.
Los cuatro estaban un poquito nerviosos.
- Ahora, explícame cómo son las gentes de este pueblo -dijo el comunista.
- Como las de todos los pueblos. Lo que más les interesa es la tierra y la escuela.
- Esa es una de las cosas que el Partido va a resolver lo primero. Vamos a organizar los Konsomols, bueno, quiero decir los Koljoses, en España como se ha hecho en Rusia, con granjas modelos, millares de vacas y lecherías modelo. En Ucrania…
Le corté en seco:
- Mira, me parece que aquí no vas a establecer lechería, ni aun con cabras. En todo el pueblo no hay más que dos vacas y creo que en la vida han visto la hierba.
- Entonces, ¿qué es lo que hay aquí?
- Unas cuantas huertas estupendas, unas tierras de trigo y un cacique que es el amo de la mitad del pueblo.
- Bueno, le liquidamos y en paz. -Lo dijo tan simplemente como si hubiera señalado una gallina en el corral para hacer un arroz.
- Lo que necesitamos aquí es democracia, democracia y tolerancia; sí, señor, democracia a caño libre - dijo el republicano-. Don Manuel - Azaña- tiene razón. Don Manuel me dijo un día: «Estos pueblos españoles, estos burgos podridos, necesitan escuelas, amigo Martínez, escuelas y pan y la eliminación de los parásitos que viven en ellos».
- No se hagan ustedes ilusiones; nosotros los españoles somos todos anarquistas, queramos o no. Esto no se arregla ni con socialismo ni con comunismo, y tú -el anarquista se encaró con el republicano-, a ti no se te ha perdido nada en esto. Lo que necesitamos es una nueva sociedad no con puntales, sino sentada sobre los sólidos cimientos de…
- Bueno, bueno… Lo primero es que yo no tengo ganas de oír vuestros discursos dos veces; lo segundo, que la ropa sucia la debéis dejar para lavarla en casa, y lo tercero que vamos a comer -dije.
No las tenía todas conmigo con lo que iba a pasar en el mitin, sobre todo cuando en la mesa la conversación, mejor dicho la discusión, se enzarzó por los mismos derroteros.
Cuando entramos en la plataforma a través de la puertecilla del corral, nos enfrentamos con una alfombra moviente de cabezas a nuestros pies y un manchón de colorines no menos agitado contra la pared del fondo. No sé quién había amontonado a las mujeres en el «palco», como una precaución «por si había golpes», y las blusas y los pañuelos de cabeza llenos de colorines se mezclaban alegremente.
Los hombres estaban de pie y apiñados; fuera se habían quedado unos doscientos que no cabían ya. Las puertas del salón a la plaza estaban abiertas de par en par, puertas cocheras inmensas a las que se asomaban los retrasados con los cuellos distendidos para no perder una palabra de los discursos.
Teodomiro, el alcalde, una hechura de Heliodoro, estaba sentado en una de las sillas detrás de la mesa presidencial.
- Bueno, bueno, ¿qué hace usted aquí? -le pregunté.
- Represento la autoridad.
No se podía decir nada en contra. Dije unas palabras de presentación y abrí el mitin. El comunista, como el más joven, tomó la palabra. Comenzó explicando el programa del Frente Popular. Hablaba bien, con algo de nerviosidad y grandes gestos, pero con fluencia y convicción. El público, ya bien dispuesto de antemano, bebía las palabras e interrumpía de vez en cuando con aplausos. Y así, el orador encarriló su discurso sobre el levantamiento de Asturias:
- … una de las grandes finalidades de esta alianza de las izquierdas es liberar a nuestros prisioneros. Todos tenemos un preso a quien libertar, un asesinato que vengar. En el nombre de los que fueron asesinados en Oviedo…
Una ovación delirante le interrumpió. El alcalde se levantó de su silla, manoteando, y comenzó a dar puñetazos en la mesa.
- ¡Silencio! ¡Silencio! -se hizo un silencio de sorpresa. ¿Qué iba a decir aquel fulano? Teodomiro se volvió al comunista-: Si vuelve a mencionar Asturias, suspendo el mitin. Yo soy aquí la autoridad.
Le dije al orador en voz baja que se limitara a la propaganda del programa electoral y que se dejara de Asturias, mejor que perder el mitin. Pero Teodomiro, claramente, tenía sus instrucciones y estaba dispuesto a llevarlas a cabo; desde aquel momento se dedicó a interrumpir al orador en cada sentencia. Al fin logró desconcertar completamente al muchacho. El republicano se inclinó hacia mí:
- Déjeme usted a mí el turno. Yo soy un zorro viejo en estas cosas.
Le dije al comunista que terminara lo mejor que pudiera y el hombrecillo de Azaña se enfrentó con el público ya tenso:
- Yo hubiera querido hablaros y explicaros mi opinión personal que en muchos puntos coincide con la de mi compañero, a quien acabáis de oír. Pero tenemos que respetar a las autoridades como nuestro buen amigo el alcalde, y como yo no quisiera que mis palabras fueran interpretadas por él en mal sentido, voy a hablaros únicamente con las palabras de don Manuel Azaña, con las mismas palabras que él pronunció en el gran mitin de Comillas, reproducidas por la prensa y que hoy son ya históricas. Yo no creo que el señor alcalde me va a negar este derecho.
- No, no. Desde luego -afirmó Teodomiro.
-Bien, pues con la venia de V. S., don Manuel Azaña en Comillas, dijo…:
-Y el hombrecillo, que debía tener una memoria fabulosa, comenzó a hilvanar pasajes del famoso discurso que había movido toda España; pasajes que denunciaban crudamente la política de la Iglesia, la opresión de Asturias, las torturas a que se había sometido a los presos políticos, los escándalos y corrupción de Lerroux y los suyos, aliados de las derechas, las violencias cometidas por los pistoleros de Falange. El público rugía en aplausos a cada párrafo que apenas dejaban terminar. Teodomiro estaba púrpura de rabia y consultaba al cabo de la guardia. El cabo movía la cabeza; era imposible hacer nada contra aquello.
Subió a la plataforma el socialista, pero ya se había aprendido la lección. Con fingida vergüenza le preguntó a Teodomiro:
- ¿Supongo que no tendrá usted nada en contra de que yo cite las palabras de don Francisco Largo Caballero? Se había ganado la batalla. Hablaron el socialista y el anarquista, entre el entusiasmo desatado de las gentes, tanto porque los oradores habían destruido una intriga clara del enemigo para impedir el mitin, como por lo que habían dicho. Todos sabían que aquello no era tanto una derrota de la pillería del alcalde, como de su amo Heliodoro y del cabo de la Guardia Civil.
Al fin del mitin, algunos comenzaron a cantar la Internacional. Me levanté:
- Antes de concluir este mitin quiero deciros unas palabras. Todos habéis visto lo que ha pasado y no creo que seáis tan tontos que no hayáis visto lo que podía haber pasado. Si queréis que esto no termine de mala manera, y supongo que no lo queréis, salid despacio, no cantéis, no deis gritos, ni aquí ni fuera, no forméis grupos en la calle. Iros a casa o adonde queráis; pero no deis lugar a ningún incidente.
- ¿Usted quiere decir que yo he venido aquí para provocar jaleos? - chilló Teodomiro.
- Oh, no. Usted ha venido aquí precisamente para evitarlos. No los ha habido durante el mitin, gracias a su intervención, y ahora yo no quiero que los haya en la calle donde ni usted ni yo podemos intervenir. Y al buen entendedor, amigo Teodomiro…
El mitin de Novés se hizo famoso en la región y en todos los pueblos de alrededor se celebraron mítines similares. El Frente Popular tuvo ancho campo en tierras de Toledo entre Santa Cruz y Torrijos.
Pero lo que había pasado en Novés en pequeña escala, pasó a traves de España y no siempre con los mismos resultados. Durante el período conocido como el Bienio Negro, los partidos de derechas se habían atrincherado en los pueblos y no habían escatimado, al llegar las elecciones, ni las amenazas, ni las promesas, ni el soborno. En las ciudades sus esfuerzos fueron más pomposos, pero mucho menos efectivos y hasta ridículos. En la Puerta del Sol, un cartel gigante, cubriendo completamente la fachada de la casa existente entre la calle del Arenal y la calle Mayor, mostraba a Gil Robles en triple del tamaño natural, dirigiendo la palabra a una inmensa multitud que se extendía hasta el horizonte, con la leyenda: «Éstos son mis poderes». Para sembrar la confusión entre los miembros de la Confederación Nacional del Trabajo, publicaron carteles contra los comunistas firmados y sellados con las iniciales CNDT, fácilmente confundibles con las iniciales CNT del grupo anarquista. El cardenal Gomá, primado de España, publicó una declaración en la que afirmaba que el mismo Papa le había pedido apelar a los católicos españoles para que dieran sus votos a los partidos defensores de la fe. Cuando llegó el día de las elecciones, las derechas se cuidaron de conducir a las urnas a los asilados en institutos de beneficencia, a las monjas de los conventos y a los criados de casa grande. En los barrios más pobres de Madrid se pagaban los votos, a veces hasta por cincuenta pesetas
Las elecciones del 16 de febrero fueron una victoria del Frente Popular. La cámara se formó con 265 diputados de izquierda, 64 del centro y 144 de derechas. El número mayor de votos recayó sobre Julián Besteiro, que no era un político profesional y cuyas teorías no eran compartidas por la mayoría de los obreros, pero que era el símbolo de las ansias del pueblo español por cultura, decencia y desarrollo social progresivo.
Cuando se pasó la ola de entusiasmo, la masa de electores se marchó a sus casas y los políticos reanudaron su lucha por el poder. El Frente Popular comenzó a desintegrarse después de la primera sesión de las Cortes. Nadie escuchó ni nadie hizo caso a la voz del pueblo.
Novés sufrió un cambio: los puestos públicos se dieron a los que tenían amistad y contacto con el diputado elegido en Torrijos, centro del distrito electoral. Sí, era un diputado del Frente Popular. Pero los hombres que se reunían en el casino de pobres no eran amigos de él; habían hecho su papel y nada más. Heliodoro dejó caer sobre los nuevos administradores el peso de su poder económico. No hubo más trabajo que el que antes hubo para los que esperaban a lo largo de la muralla el día entero.
- Lo gordo va a venir ahora y no tardando mucho -me dijo el tío Juan.
- No se hacen tortillas sin romper huevos.
Quince días después de las elecciones me trasladaba a Madrid con toda mi familia.
Arturo Barea
"La Forja de un rebelde" III - La Llama - Primera
parte (1951)
Capítulo IV - Las elecciones
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