La
experiencia que hemos sufrido los sobrevivientes de los Lager nazis es ya una
cosa ajena a las nuevas generaciones de Occidente, y se va haciendo cada vez
más ajena a medida que pasan los años. Para los jóvenes de las décadas de los
cincuenta y sesenta se trataba de cosas de sus padres: se hablaba de ellas en
familia, los recuerdos tenían todavía la frescura de las cosas vistas. Para los
jóvenes de esta década de los ochenta son ya cosas de
sus abuelos: lejanas, desdibujadas, «históricas». Están asaltados por los
problemas de hoy, que son distintos, urgentes: la amenaza nuclear, el
desempleo, el agotamiento de los recursos, la explosión demográfica, la
renovación tecnológica que es frenética y a la que es necesario adaptarse. La
configuración del mundo ha cambiado profundamente. Europa no es ya el centro
del planeta. Los imperios coloniales han cedido a la presión de los pueblos de
Asia y de África, sedientos de independencia, y se han disuelto, no sin
tragedia y luchas entre las nuevas naciones. Alemania, partida en
dos indefinidamente, se ha hecho «respetable» y de hecho dirige los destinos de
Europa. Continúa la diarquía Estados Unidos-Unión Soviética, nacida en la
Segunda Guerra Mundial; pero las ideologías que rigen los gobiernos de los dos
únicos vencedores del último conflicto han perdido mucho de su credibilidad y
de su esplendor. Una generación escéptica se asoma a la edad adulta, privada no
de ideales, sino de certidumbres, y aún más, sin confianza en las grandes
verdades que le han sido reveladas; dispuesta, por el contrario, a aceptar las
pequeñas verdades, cambiables de mes en mes bajo la oleada
frenética de las modas culturales, manipuladas o salvajes.
Para
nosotros, hablar con los jóvenes es cada vez más difícil. Lo sentimos como un
deber y a la vez como un riesgo: el riesgo de resultar anacrónicos, de no ser
escuchados. Tenemos que ser escuchados: por encima de toda nuestra experiencia
individual hemos sido colectivamente testigos de un acontecimiento fundamental
e inesperado, fundamental precisamente porque ha sido inesperado, no previsto
por nadie. Ha ocurrido contra las previsiones; ha ocurrido en Europa;
increíblemente, ha ocurrido que un
pueblo entero civilizado, apenas salido del ferviente florecimiento cultural de
Weimar, siguiese a un histrión cuya figura hoy mueve a risa; y, sin embargo,
Adolfo Hitler ha sido obedecido y alabado hasta su catástrofe. Ha sucedido y,
por consiguiente, puede volver a suceder: esto es la esencia de lo que tenemos
que decir.
Puede
ocurrir, y en cualquier parte. No intento, ni podría, decir lo que va a
suceder; como he dicho antes, es poco probable que se den de nuevo y
simultáneamente, todos los factores que desencadenaron la locura nazi, pero se
están perfilando algunos signos precursores.
La violencia, «útil» o «inútil», está delante de nuestros ojos: serpentea, en
hechos aislados y privados, o como ilegalidad del Estado, en los mundos que
suelen llamarse Primero y Segundo, es decir, en las democracias parlamentarias
y en los países de la zona comunista. En el Tercer Mundo es endémica o
epidémica. Espera sólo a un nuevo histrión (y no faltan los candidatos) que la
organice, la legalice, la declare necesaria y obligada e infecte el mundo.
Pocos son los países que pueden garantizar su inmunidad a una futura marea de
violencia, engendrada por la intolerancia, por la libido
de poder, por razones económicas, por el fanatismo religioso o político, por
los conflictos raciales. Es necesario, por consiguiente, afinar nuestros
sentidos, desconfiar de los profetas, de los encantadores, de quienes dicen y
escriben «grandes palabras» que no se apoyen en buenas razones.
Se
ha hecho la obscena afirmación de que hace falta una guerra: que el género
humano no puede subsistir sin guerras. Se ha dicho también que las guerras
localizadas, la violencia en las calles, en los estadios, en las fábricas, son
un equivalente de la guerra generalizada
y que nos preservan de ella, como el «pequeño mal», su equivalente epiléptico,
preserva del mal mayor. Se ha hecho la observación de que en Europa nunca han
pasado cuarenta años sin una guerra: una paz europea tan larga sería, pues, una
anomalía histórica.
Son
argumentos capciosos y sospechosos. Satanás no es necesario: no tenemos ninguna
necesidad de guerras ni de violencias, en ningún caso. No hay problemas que no
puedan resolverse alrededor de una mesa siempre que haya buena voluntad y
confianza mutua: o también miedo mutuo,
como parece demostrar la interminable situación actual de estancamiento, en la
que las grandes potencias se contemplan con cara cordial o amenazadora, pero
les tiene sin cuidado desencadenar (o dejar que se desencadenen) sangrientas
guerras entre sus «protegidos», mandando armas sofisticadas, espías,
mercenarios o consejeros militares, en lugar de árbitros de paz.
Tampoco
puede aceptarse la teoría de la violencia preventiva: de la violencia sólo nace
la violencia, en un movimiento pendular que va ampliándose con el tiempo en
lugar de disminuir.
Efectivamente, hay muchas señales que hacen pensar en una genealogía de la
violencia actual que, precisamente, se deriva de aquella que dominaba la
Alemania de Hitler. Es verdad que antes ya existía, en el pasado remoto y
reciente; pero en medio de la insensata carnicería de la Primera Guerra Mundial
sobrevivían los rasgos de un respeto recíproco entre los contendientes, una huella
de humanidad para con los prisioneros de guerra y los ciudadanos inermes, una
tendencia al respeto de las alianzas: un creyente diría que «cierto temor de
Dios». El adversario no era ni un demonio ni un gusano.
Después del Gott mit uns nazi, todo ha cambiado. A los bombardeos aéreos
terroristas de Goring han contestado los bombardeos «a tappeto» de los aliados.
La destrucción de un pueblo o de una cultura se ha mostrado como posible, y
deseable, en sí misma o como instrumento de dominio. El aprovechamiento masivo
de la mano de obra esclava había sido aprendido por Hitler en la escuela de
Stalin, pero ha vuelto a la Unión Soviética multiplicado al final de la guerra.
La fuga de cerebros de Alemania e Italia, junto con el temor a una superación
por parte de los científicos nazis, ha engendrado las bombas
nucleares. Los judíos sobrevivientes desesperados, huyendo de Europa después
del gran naufragio, han creado en el seno del mundo árabe una isla de
civilización occidental, una portentosa palingénesis del judaísmo, y el
pretexto para la renovación del odio. Después de la derrota, la silenciosa
diáspora nazi ha enseñado las artes de la persecución y de la tortura a los
militares y a los políticos de una docena de países a orillas del Mediterráneo,
del Atlántico y del Pacífico. Muchos tiranos modernos tienen en el cajón de su
mesa Mein Kampf, de Adolfo Hitler: tal vez con alguna rectificación, o con
alguna sustitución
de los nombres, todavía puede ser útil.
El
ejemplo hitleriano ha demostrado en qué medida puede ser devastadora una guerra
desarrollada en la era industrial, aun sin recurrir a las armas nucleares; en
los últimos veinte años, la desgraciada empresa vietnamita, el conflicto de las
islas Malvinas, la guerra de Irán-Irak y los sucesos de Camboya y de Afganistán
son una confirmación de ello. Pero también ha demostrado (aunque no a la manera
rigurosa de una operación matemática) que, por lo menos algunas veces,
las culpas históricas se pagan; los poderosos del Tercer Reich han terminado en
la horca o en el suicidio; el país alemán ha sufrido una bíblica «matanza de
los primogénitos» que ha diezmado una generación y puesto fin al secular
orgullo germánico. No es absurdo asumir que si el nazismo no se hubiese
mostrado desde el principio tan despiadado, no se hubiese formado la alianza
entre sus adversarios, o se hubiera roto antes del final del conflicto. La
guerra mundial que quisieron los nazis y los japoneses fue una guerra suicida:
y todas las guerras deberían ser, por lo mismo, temidas.
A
los estereotipos que he enumerado en el capítulo séptimo querría, para
terminar, añadir otro. Los jóvenes suelen preguntarnos, con mayor frecuencia y
más insistencia a medida que pasa el tiempo, quiénes eran, de qué pasta estaban
hechos nuestros «esbirros». La palabra se refiere a nuestros ex guardianes, a
los SS, y a mi entender no es apropiada: hace pensar en individuos retorcidos,
mal nacidos, sádicos, marcados por un vicio de origen. Y , en lugar de ello,
estaban hechos de nuestra misma pasta, eran seres humanos medios, medianamente
inteligentes, medianamente malvados: salvo excepciones,
no eran monstruos, tenían nuestro mismo rostro, pero habían sido mal educados.
Eran, en su mayoría, gente gregaria y funcionarios vulgares y diligentes:
algunos fanáticamente persuadidos por la palabra nazi, muchos indiferentes, o
temerosos del castigo, o deseosos de hacer carrera, o demasiado obedientes.
Todos habían sufrido la aterradora deseducación suministrada e impuesta desde
la escuela como habían querido Hitler y sus colaboradores, completada después
por el Drill de las SS. Muchos se habían alistado en esa milicia por el
prestigio que confería, por su omnipotencia o también, sólo, para escapar
a dificultades familiares. Algunos, poquísimos en verdad, se arrepintieron,
pidieron ser transferidos al frente, proporcionaron cautas ayudas a los
prisioneros, o eligieron el suicidio. Debe quedar bien en claro que
responsables, en grado menor o mayor; fueron todos, pero que detrás de su
responsabilidad está la de la gran mayoría de los alemanes, que al principio
aceptaron, por pereza mental, por cálculo miope, por estupidez, por orgullo
nacional, las «grandes palabras» del cabo Hitler, lo siguieron mientras la
fortuna y la falta de escrúpulos lo favoreció, fueron arrollados por su caída,
se afligieron por los lutos, la miseria y el remordimiento, y fueron
rehabilitados pocos años más tarde por un juego político vergonzoso.
Primo Levi
Trilogía de Auschwitz (Los hundidos y los salvados)
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