Casas Viejas, 13 enero 1933 - Foto Serrano |
Patriotismo y «haberes». Vítores en la plaza. El forense
En la plaza había quizá tantos campesinos detenidos
como individuos de la Guardia civil y de asalto. Ante todos ellos hablaban los jefes. Algunos
detenidos recuerdan frases sueltas del diálogo:
—¡Claro que sí! Devengan haberes de campaña.
No parecía tan claro, sin embargo. Se citaban fechas y
decretos. Uno aclaraba:
—¡Naturalmente! ¡Durante todos los días que han durado
los desórdenes!
Se citaba también la posibilidad de recompensas de
guerra, de propuestas para gratificaciones.
Aclarados esos extremos, dieron la voz de «¡Firmes!»,
y el jefe máximo felicitó a las fuerzas con una retórica de Diario Oficial. Habló de su valentía y de
su espíritu combativo. Al final, gritó:
—¡Viva España!
Contestaron todos:
—¡Viva!
—¡Viva la República!—añadió.
—¡Viva!
Los campesinos de la cuerda de presos callaban. No se
trataba de ellos. Se trataba de la España y de la República que permite «devengar haberes de
campaña», porque la otra, la que trabaja, y produce, y sufre hambre y miseria para morir al final, como
Josefa Franco o Francisca Lago o como el septuagenario Barberán, ésa no es España. Ni sus sueños de
campesinos sin tierra son la República.
El cura andaba entre todo aquello con un aire pacato y
recogido. No se había metido en nada.
Esperaba que se le requiriera para administrar los
santos óleos, como se le había requerido tantas veces para distribuir, en la iglesia, la limosna. Pero la
República, probablemente, no se cuida de que administren los «óleos santos» a los campesinos muertos, y esto
quizá le parecía al cura una gran desconsideración con los pobres campesinos.
El miedo y el dolor en todo el costado de la colina
que ocupaban las chozas de los jornaleros mantuvieron a la aldea durante todo el día en un
silencio absoluto. Todo el pueblo —incluso las casas de los terratenientes— aparecía callado, concentrado.
Había veintidós muertos abandonados. Algunas mujeres y algunos niños habían vuelto a sus chozas con
las manos y las ropas manchadas de sangre. Era la sangre de la misma colina herida. Hasta las
primeras horas de la tarde —ya la cuerda de presos reptando por la carretera camino de Medina Sidonia—,
nadie habló, nadie salió de sus casas. Todo el mundo cerró los ojos y se tapó los oídos. ¿Qué nuevas
ignominias tendrían que ver u oír todavía? A las cuatro de la tarde llegaron el juez y el forense.
Oigamos a este último:
«Requerido por el juez, fui y levanté primero el
cadáver de un hombre como de unos cuarenta años, que estaba en un cercado, con un balazo, al parecer,
en la cabeza; a su lado no había armas; estaba dentro y fuera del cercado. De allí pasamos a la corraleta
del "Seisdedos". Había un gran montón de cadáveres, un verdadero río de sangre. Separado de un grupo de
otros nueve o diez estaba el cadáver de Manuela Lago, que aún tenía ardiendo las ropas por el vientre,
y se ordenó que fueran apagadas. Eran las tres y media o las cuatro de la tarde, como máximum. En el
interior de la choza de "Seisdedos", que aún ardía, se veía un montón de escombros y un montón de huesos
humanos.» Y añade que se veía hacia el final «un cráneo ya pelado».
Son las palabras literales del médico. Reconocieron
aquellos cadáveres para hacer la diligencia del levantamiento y dictaminaron que los cuerpos llevaban
muertos seis, siete u ocho horas como máximo.
Terminadas estas diligencias, comenzaron a transportar
los cadáveres al cementerio, donde habían dispuesto una tabla sobre cuatro piedras para hacerles
la autopsia. Ese mismo médico levantó con el juez el cadáver del viejo Barberán y otro en una calle,
muerto el día anterior cuando entraban las fuerzas en el pueblo.
Sigue diciendo el forense:
«Todos teñían los balazos de frente; la mayoría, en la
cabeza: materialmente levantada y volada la bóveda craneana, como si hubieran recibido un disparo
de gracia hecho a boca de jarro. Los cadáveres tenían dos o tres heridas de pecho, vientre y cabeza,
y uno solo, por excepción, atravesado el brazo con fractura de hueso. Algunos presentaban hasta siete
heridas de bala, todos ellos de los que estaban en la corraleta, porque en la choza de "Seisdedos"
no se podía entrar: allí sólo quedaba polvo y cenizas. Todos los balazos, repito, han sido hechos de frente.»
Con estos informes y con el hecho del traslado de los
cadáveres al cementerio y de la cuerda de presos a Medina Sidonia se puede dejar conclusa la jornada
del día 12 de enero. Una jornada cuya memoria reverdecerá todos los años en la memoria del
proletariado español.
Las mujeres no lloran. Siguen las detenciones
El pánico en las chozas era como una epidemia. La
fiebre había atacado repentinamente a todos.
Con los ojos hundidos y secos, el oído atento, pasaban
las horas sin que se moviera nadie, Cuando hablaba de las familias de las víctimas, un
propietario decía con gesto encogido, fingiendo un respeto que estaba preñado de rencor y de odio:
—Los dolientes...
En aquellos momentos eran «dolientes» todos. Las
mujeres no lloraban. Los chicos miraban espantados a los guardias. No hubo una sola de esas
crisis de nervios con mujeres desmelenadas y frenéticas. Callaban y esperaban. Sólo una mujer salió
de su casa y se dirigió a la plaza, a la Guardia civil:
—Me han matao al hombre—dijo secamente.
Luego añadió:
—Vengo a pedí permiso pa que le hagan la caja.
El guardia le dijo que sí, que podía encargársela.
Pero no se la hizo, porque el carpintero se negó a medir el cuerpo. Fue ella misma y le dio la medida. El
carpintero nos decía en la taberna que hay al pie de la posada:
—No la hise. ¿Cómo iba a serla, si no podía dar gorpe?
Continuaban las detenciones. Cuando sacaban a un
campesino de su choza no faltaba algún chico que insultara a las fuerzas, como un perrillo
ladrador. La mujer, los viejos, creían que lo perdían para siempre; como en casa de Benítez, de Toro, del «Zumaquero»,
del «Tullido» y de tantos otros.
Había remordimiento en algunos de los que
intervinieron en la represión. Fríamente, vistas las cosas, dos días después se sentían avergonzados ante nosotros. No había de durar mucho esa actitud.
También un guardia civil dijo dos o tres veces:
—¡Los pobres obreros...!
Oyéndole, los campesinos sentían repugnancia. La
conciencia de la injusticia estaba de tal forma en el aire, que otro guardia, torturado quizá por el
recuerdo, nos confesó:
—Mire usted. Yo tengo mis ideas, como cada cual. No
vaya a creer. Me las callo, porque llevo un uniforme, y...
Yo veía todo aquello y lo confrontaba con el terror de
las pocas familias obreras que quedaban —incompletas casi todas— en el pueblo. Después del
crimen, nadie se atrevía a mantener la posición de la noche anterior. El guardia tenía «sus ideas» y no las
decía; pero quería que el forastero, a quien en otra ocasión probablemente hubiera metido en la cárcel o
conducido por la carretera, no pensara que él carecía de ideas propias sobre «aquéllo». Otros guardias
civiles hablaban de «los pobres obreros». Luego supimos que aquella extraña posición de los civiles
obedecía a que la matanza la habían hecho sus rivales, los guardias de asalto, que se les iban a llevar las
recompensas. En el cementerio había diecisiete cadáveres con las heridas todavía frescas, más cuatro
que quedaron «completamente incinerados», y cuyos restos permanecieron en los escombros bastante
tiempo. Iban llevándoselos; pero ocho días después todavía había huesos y pedazos de trapo y de
suela. En las chozas, al hambre ordinaria y usual se unía la de aquellos dos días de lucha y de represión.
No se atrevían a salir ni a hablar de «la limosna». Se nutrían del dolor y del odio, como los días anteriores
de la esperanza.
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