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1794. Viaje a la aldea del crimen XXI



Al monte. La angustia de Ronda

Varios centenares de campesinos habían huido al monte durante la noche. Los que tenían algún arma la llevaron consigo para un caso de defensa, y la mayor parte para sacarla de casa y evitar a sus familiares la responsabilidad si hacían registros. Huyeron en grupos aislados, que más adelante, lejos ya del alcance de las fuerzas, fueron reuniéndose. La falta de medios económicos y la alarma y los apremios de la fuga les impidieron proveerse de víveres. Casi todos llevaban, además del hambre endémica de Casas Viejas, veinticuatro o cuarenta y ocho horas sin comer. Se dirigían a las estribaciones de Ronda, donde no hay huertas ni cultivos, y aunque los hubiera —algún plantío de maíz— no era el tiempo de la granazón. Entre los fugitivos había algunas mujeres, niños y enfermos. El aspecto de aquella multitud derrotada y miserable no tenía nada de heroico, ni podía ser menos belicoso. Una multitud hambrienta que huía de las balas del «orden» y trataba de refugiarse en una sierra áspera y estéril.

La sierra de Ronda, que asoma sobre Málaga y el mar, ha sido el clásico refugio de los bandoleros, los héroes populares de un tiempo en el que todavía no se conocían las formas de la lucha organizada. El pueblo consolaba las soledades de los bandoleros dedicándoles canciones y leyendas, entre las cuales es fácil oír todavía alguna en cualquier taberna de Medina Sidonia. Pero hay un estilo —«rondeño»— soñador y estático, que es el lujo de la miseria campesina. Ronda quiere decir «redonda». La canción popular donde asoma la lucha de clases no es redonda, sino aguda e hiriente. El estilo «rondeño» es suave y redondo. Buen estilo para el «Manué», de Borrow, conformista y escéptico. Para los campesinos de Casas Viejas es un lujo o un vicio adormecedor como el opio. El hambre le da calidad. Cuando un señorito andaluz dice que «el cante» hay que buscarlo en el campesino tosco e iletrado, lo que busca es el matiz desgarrado o melancólico que el hambre imprime a la canción. El estilo «rondeño» es redondo no se sabe por qué. La desesperación no puede ser redonda sino en algunas de sus soluciones: por ejemplo, las balas. La esfera o el círculo son armonía, y en el hambre y en la miseria no puede haberla. Los campesinos sin pan hacen a veces el milagro de la armonía «rondeña» de su desesperación para venderla a un señorito, y tal vez, si no hay un comprador, para adormecerse en un sueño de opio.

Ronda —la sierra— tampoco es redonda, a pesar de su nombre. Es áspera y desigual. Si tuviera bastantes manantiales propicios y las encinas bellotas, con una honda de cáñamo un hombre podría esperar y resistir á las fuerzas de Casas Viejas. En Ronda hace frío por la noche y un calor húmedo y pegajoso bajo el sol del Mediodía. Clima de paludismo. Los fugitivos no veían sino las laderas de los barrancos y de las simas, en cuyo fondo se encharcaba el agua. Caminaban hurtando el cuerpo a una posible persecución. Antes se hacía la guerra de cumbre en cumbre, de pico en pico. Hoy hay que hurtar la silueta entre zanjas, por las simas y las cañadas. Cuando acabó de cerrar la noche comenzó a sentirse el frío con dureza. Llevaban todos la misma ropa que en la aldea; pero allí el frío se sentía menos.

Algunos trataron de encender hogueras, pero la leña estaba mojada. Habría que traerla de más arriba, donde el sol y el viento la resecan. Se tardó un par de horas en acarrearla. Se encendieron dos hogueras y todos se agruparon alrededor. Se sentía el hambre. Nadie llevaba víveres ni dinero. Con algunas monedas se podía haber ido a otra aldea a comprar pan. Sólo se pudieron reunir tres bonos de los del subsidio; pero no tenían validez sino en Casas Viejas, donde, además, el bono de una peseta se convertía, a la hora de cambiarlo —como ya hemos dicho—, en cincuenta o sesenta céntimos.

Una mujer lamentaba:

—¡Aun hay gentes que se atreven a trapichear con «la limosna»!

No comprendían quiénes podían interponerse entre el Ayuntamiento de Medina y el campesino hambriento para robarle a éste todavía una parte de su mendrugo.

No había que pensar en ir a Casas Viejas a buscar pan. En el silencio de la noche se oía el ruido de las granadas, de la fusilería, de la ametralladora. Pensando en los suyos que habían quedado en la aldea, cada cual se olvidaba del hambre. Otros se abrían a la angustia de Ronda, cantando cara al fuego.


Algunos nombres. El fracaso. Un error en la escala

Entre los fugitivos que huyeron de la furia de las fuerzas de asalto —los acontecimientos les dieron después la razón— sin armas o llevándose la vieja escopeta de caza para eximir —es necesario repetirlo— de posibles responsabilidades a los que quedaban, declararon ante la Comisión parlamentaria los siguientes: Francisco Quijada, de veinticinco años; José González Pérez, de treinta y dos; Antonio Duran, de treinta y seis; Francisco Cantero, de veinticuatro; Joaquín Jiménez, de veintisiete; Esteban Moreno, de veintinueve; Francisco Rocha, de veinticinco; Manuel Sánchez, de diecinueve; José Moreno, de treinta y tres; Diego Fernández, de cuarenta y ocho; Francisco Pérez, de dieciocho; Sebastián Cornejo, de veintitrés; José Rodríguez, de cuarenta y tres; Francisco Duran, de veintiocho; Sebastián Rodríguez, de veintisiete; Antonio Cornejo, de cincuenta y uno; Manuel Vera, de veintiséis, y Miguel Pavón, de treinta y nueve.

De sus declaraciones se han podido deducir pormenores, según los cuales ninguno de los fugitivos se proponía hacer armas contra las fuerzas que invadieron Casas Viejas. En otro caso, la tragedia hubiera presentado aspecto muy diferente. Se limitaron a huir. El hambre les hizo regresar, y al llegar a Casas Viejas o a Medina iban siendo detenidos. Su delito, en la mayor parte de los casos, consistía en haberse puesto fuera del alcance de la razzia.

La primera noche en el monte fue de sobresaltos constantes. El peligro, el tiroteo lejano, la seguridad de que en la aldea se desarrollaba una lucha cuyos alcances ignoraban, hizo que sintieran menos las horas heladas de la noche en la sierra. Cuando amaneció seguía el tiroteo en la aldea. No cesó hasta entrada la mañana. Los fugitivos no durmieron. Junto a las cenizas de las hogueras, bajo la luz de la mañana, hablaban en grupos, mientras otros buscaban bellotas o raíces tiernas. Algunos discutían sobre los sucesos, cuyos últimos pormenores ignoraban. Se hablaba de «comunismo libertario», de las trece mil hectáreas improductivas en Casas Viejas y en Medina. Sin contar con las dehesas, el terreno alambrado para la ganadería, donde mil hectáreas podían tenerlas en rendimiento los patronos sin más que dos o tres jornales fijos. Según ellos, el comunismo libertario les llevaría a la explotación en común de toda esa tierra con aperos y créditos de «la comarcal» de Jerez. Lo que no comprendían era el fracaso. Recordaban las octavillas impresas que llegaron días antes. Allí estaban las cosas bien claras.

¿Cómo pudo suceder luego todo aquello?

Pero las octavillas estaban escritas por unos hombres que no tenían la conciencia plena de su responsabilidad ante los hechos. Figurémonos a un geógrafo poco escrupuloso. Ha hecho un mapa.

Aceptemos que el mapa es perfecto; pero el mapa no será útil si no se da una medida exacta de las proporciones y de la relación entre las líneas del gráfico y la verdad topográfica. Para eso es necesario que el geógrafo establezca exactamente las medidas y pueda poner al pie una escala: «Un centímetro en el papel equivale a diez kilómetros en el terreno.» Si no se conduce con todo rigor, podrá tener un error en la escala. Aceptemos que sea lo más pequeño. Un milímetro. Ese error proyectado sobre el panorama total en el terreno, se convierte en un error de cientos de kilómetros. Eso sucedía con los que redactaron las octavillas, con los que aprobaron los manifiestos. El error —una frase, un juicio, una afirmación ligera— se multiplicaba por mil en la realidad. Los campesinos de Casas Viejas, después de su derrota, recordaban aquellas frases, aquellas afirmaciones y no comprendían nada. Claro es que no tienen la obligación de saber medir y aquilatar. Este deber estaba en sus inspiradores.


Ramón J. Sender
Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas),  1933







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