Al
monte. La angustia de Ronda
Varios
centenares de campesinos habían huido al monte durante la noche. Los que tenían
algún arma
la llevaron consigo para un caso de defensa, y la mayor parte para sacarla de
casa y evitar a sus familiares
la responsabilidad si hacían registros. Huyeron en grupos aislados, que más
adelante, lejos ya del
alcance de las fuerzas, fueron reuniéndose. La falta de medios económicos y la
alarma y los apremios de
la fuga les impidieron proveerse de víveres. Casi todos llevaban, además del
hambre endémica de Casas
Viejas, veinticuatro o cuarenta y ocho horas sin comer. Se dirigían a las
estribaciones de Ronda, donde
no hay huertas ni cultivos, y aunque los hubiera —algún plantío de maíz— no era
el tiempo de la granazón.
Entre los fugitivos había algunas mujeres, niños y enfermos. El aspecto de
aquella multitud derrotada
y miserable no tenía nada de heroico, ni podía ser menos belicoso. Una multitud
hambrienta que
huía de las balas del «orden» y trataba de refugiarse en una sierra áspera y
estéril.
La
sierra de Ronda, que asoma sobre Málaga y el mar, ha sido el clásico refugio de
los bandoleros, los
héroes populares de un tiempo en el que todavía no se conocían las formas de la
lucha organizada. El pueblo
consolaba las soledades de los bandoleros dedicándoles canciones y leyendas,
entre las cuales es fácil
oír todavía alguna en cualquier taberna de Medina Sidonia. Pero hay un estilo
—«rondeño»— soñador
y estático, que es el lujo de la miseria campesina. Ronda quiere decir
«redonda». La canción popular
donde asoma la lucha de clases no es redonda, sino aguda e hiriente. El estilo
«rondeño» es suave y
redondo. Buen estilo para el «Manué», de Borrow, conformista y escéptico. Para
los campesinos de Casas
Viejas es un lujo o un vicio adormecedor como el opio. El hambre le da calidad.
Cuando un señorito
andaluz dice que «el cante» hay que buscarlo en el campesino tosco e iletrado,
lo que busca es el matiz desgarrado o melancólico que el hambre imprime a la
canción. El estilo «rondeño» es redondo no se
sabe por qué. La desesperación no puede ser redonda sino en algunas de sus
soluciones: por ejemplo, las
balas. La esfera o el círculo son armonía, y en el hambre y en la miseria no
puede haberla. Los campesinos
sin pan hacen a veces el milagro de la armonía «rondeña» de su desesperación
para venderla a
un señorito, y tal vez, si no hay un comprador, para adormecerse en un sueño de
opio.
Ronda
—la sierra— tampoco es redonda, a pesar de su nombre. Es áspera y desigual. Si
tuviera bastantes
manantiales propicios y las encinas bellotas, con una honda de cáñamo un hombre
podría esperar
y resistir á las fuerzas de Casas Viejas. En Ronda hace frío por la noche y un
calor húmedo y pegajoso
bajo el sol del Mediodía. Clima de paludismo. Los fugitivos no veían sino las
laderas de los barrancos
y de las simas, en cuyo fondo se encharcaba el agua. Caminaban hurtando el
cuerpo a una posible
persecución. Antes se hacía la guerra de cumbre en cumbre, de pico en pico. Hoy
hay que hurtar la
silueta entre zanjas, por las simas y las cañadas. Cuando acabó de cerrar la
noche comenzó a sentirse el frío
con dureza. Llevaban todos la misma ropa que en la aldea; pero allí el frío se
sentía menos.
Algunos
trataron de encender hogueras, pero la leña estaba mojada. Habría que traerla
de más arriba,
donde el sol y el viento la resecan. Se tardó un par de horas en acarrearla. Se
encendieron dos hogueras
y todos se agruparon alrededor. Se sentía el hambre. Nadie llevaba víveres ni
dinero. Con algunas
monedas se podía haber ido a otra aldea a comprar pan. Sólo se pudieron reunir
tres bonos de los del
subsidio; pero no tenían validez sino en Casas Viejas, donde, además, el bono
de una peseta se convertía,
a la hora de cambiarlo —como ya hemos dicho—, en cincuenta o sesenta céntimos.
Una
mujer lamentaba:
—¡Aun
hay gentes que se atreven a trapichear con «la limosna»!
No
comprendían quiénes podían interponerse entre el Ayuntamiento de Medina y el
campesino hambriento
para robarle a éste todavía una parte de su mendrugo.
No
había que pensar en ir a Casas Viejas a buscar pan. En el silencio de la noche
se oía el ruido de las
granadas, de la fusilería, de la ametralladora. Pensando en los suyos que
habían quedado en la aldea, cada
cual se olvidaba del hambre. Otros se abrían a la angustia de Ronda, cantando
cara al fuego.
Algunos
nombres. El fracaso. Un error en la escala
Entre
los fugitivos que huyeron de la furia de las fuerzas de asalto —los
acontecimientos les dieron después
la razón— sin armas o llevándose la vieja escopeta de caza para eximir —es
necesario repetirlo—
de posibles responsabilidades a los que quedaban, declararon ante la Comisión
parlamentaria los
siguientes: Francisco Quijada, de veinticinco años; José González Pérez, de
treinta y dos; Antonio Duran,
de treinta y seis; Francisco Cantero, de veinticuatro; Joaquín Jiménez, de
veintisiete; Esteban Moreno,
de veintinueve; Francisco Rocha, de veinticinco; Manuel Sánchez, de diecinueve;
José Moreno, de
treinta y tres; Diego Fernández, de cuarenta y ocho; Francisco Pérez, de
dieciocho; Sebastián Cornejo, de
veintitrés; José Rodríguez, de cuarenta y tres; Francisco Duran, de veintiocho;
Sebastián Rodríguez, de veintisiete;
Antonio Cornejo, de cincuenta y uno; Manuel Vera, de veintiséis, y Miguel
Pavón, de treinta y
nueve.
De
sus declaraciones se han podido deducir pormenores, según los cuales ninguno de
los fugitivos se
proponía hacer armas contra las fuerzas que invadieron Casas Viejas. En otro
caso, la tragedia hubiera presentado
aspecto muy diferente. Se limitaron a huir. El hambre les hizo regresar, y al
llegar a Casas Viejas
o a Medina iban siendo detenidos. Su delito, en la mayor parte de los casos,
consistía en haberse puesto
fuera del alcance de la razzia.
La
primera noche en el monte fue de sobresaltos constantes. El peligro, el tiroteo
lejano, la seguridad
de que en la aldea se desarrollaba una lucha cuyos alcances ignoraban, hizo que
sintieran menos
las horas heladas de la noche en la sierra. Cuando amaneció seguía el tiroteo
en la aldea. No cesó hasta
entrada la mañana. Los fugitivos no durmieron. Junto a las cenizas de las
hogueras, bajo la luz de la mañana, hablaban en grupos, mientras otros buscaban
bellotas o raíces tiernas. Algunos discutían sobre los
sucesos, cuyos últimos pormenores ignoraban. Se hablaba de «comunismo
libertario», de las trece mil hectáreas
improductivas en Casas Viejas y en Medina. Sin contar con las dehesas, el
terreno alambrado para
la ganadería, donde mil hectáreas podían tenerlas en rendimiento los patronos
sin más que dos o tres jornales
fijos. Según ellos, el comunismo libertario les llevaría a la explotación en
común de toda esa tierra
con aperos y créditos de «la comarcal» de Jerez. Lo que no comprendían era el
fracaso. Recordaban las
octavillas impresas que llegaron días antes. Allí estaban las cosas bien
claras.
¿Cómo pudo suceder luego
todo aquello?
Pero
las octavillas estaban escritas por unos hombres que no tenían la conciencia
plena de su responsabilidad
ante los hechos. Figurémonos a un geógrafo poco escrupuloso. Ha hecho un mapa.
Aceptemos
que el mapa es perfecto; pero el mapa no será útil si no se da una medida
exacta de las proporciones
y de la relación entre las líneas del gráfico y la verdad topográfica. Para eso
es necesario que
el geógrafo establezca exactamente las medidas y pueda poner al pie una escala:
«Un centímetro en el papel
equivale a diez kilómetros en el terreno.» Si no se conduce con todo rigor,
podrá tener un error en la escala.
Aceptemos que sea lo más pequeño. Un milímetro. Ese error proyectado sobre el
panorama total en
el terreno, se convierte en un error de cientos de kilómetros. Eso sucedía con
los que redactaron las octavillas,
con los que aprobaron los manifiestos. El error —una frase, un juicio, una afirmación ligera—
se multiplicaba por mil en la realidad. Los campesinos de Casas Viejas, después
de su derrota, recordaban
aquellas frases, aquellas afirmaciones y no comprendían nada. Claro es que no
tienen la obligación
de saber medir y aquilatar. Este deber estaba en sus inspiradores.
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