Discurso sobre el Proyecto de Congregaciones Religiosas, pronunciado por Margarita Nelken el 1 de marzo de 1933
Señores diputados, el intervenir yo en este debate obedece únicamente a la convicción de que era necesario que una voz de mujer se dejase oír al tratarse un asunto que, según se nos asegura constantemente en los sectores de la extrema derecha, apasiona sobre todo a las mujeres.
Y no es, señores diputados, que en mí hagan mella esas afirmaciones: están todavía demasiado recientes los debates en torno a la ley de Divorcio, cuando un día y otro día, en la prensa de la derecha, en las propagandas de la derecha y en las intervenciones de los señores diputados de la derecha, se nos aseguraba que la mujer en España repugnaba de esa ley. No sé lo que pasaría si la mujer en España llegara a no repugnar de esa ley, porque el hecho es que, apenas implantada, había sólo en la Audiencia de Madrid unas 700 demandas de divorcio, firmadas en su mayoría por mujeres, y no necesito deciros, señores diputados, el trabajo, el agobio de trabajo que la ley de Divorcio da a todas nuestras Audiencias.
No me hacen, pues, mucho efecto esas declaraciones de que la opinión, la inmensa mayoría desea o no que se apruebe el dictamen sobre el proyecto de ley de Congregaciones. Además, bien sé que, quitando un pequeño sector, que mientras no se nos demuestre lo contrario tenemos derecho a creer que, asimismo, representa fuera del Parlamento un pequeño sector, por encima de todas las discordias que de momento puedan separar las fracciones de este Parlamento, en este punto concreto, no de persecución, sino de implantación de una ley que ha de dar por fin la paz a los espíritus tanto tiempo perseguidos, estamos perfectamente de acuerdo los distintos sectores de esta Cámara.
Hay en este tema un doble aspecto social y moral, incluso un aspecto tan delicado, que es muy difícil tratarlo sin, al parecer, pecar de sectarismo, y es el aspecto que concretamente se refiere a la asistencia a los enfermos de las religiosas en los hospitales y en los asilos. No creo yo, desde luego, que una religiosa sea una persona que carezca de ninguno de los méritos que puedan adornar a una persona seglar; no solamente admito la paridad, sino que, si queréis, incluso quiero admitir que todas las religiosas, cuanto más de acuerdo estén con sus convicciones, con las que les llevaron a pronunciar votos, más incompatibles serán con la vida, no digo de una República, sino simplemente de nuestros días.
Para una religiosa, el mundo, el mundo terrenal, no puede existir; para una religiosa sólo debe existir una segunda vida, a la cual tienden todos sus actos, y todo lo que en ella pueda ser sacrificios, esto la hará tanto más digna de respeto para un creyente; para quienes no somos creyentes sólo servirá para distanciarla de nosotros. Es natural que una mujer que se cree en posesión de una verdad absoluta y de una verdad que es nada menos que la felicidad eterna, por bondad, por caridad, por convicción quiera hacer disfrutar de esta felicidad eterna al mayor número posible de sus semejantes, y así nos encontramos, señores diputados, con que aquello que es una perfección desde el punto de vista católico, desde el punto de vista de los no católicos es un instrumento de opresión. Serán muy pocos, quitando los sectores de la derecha, serán muy pocos los señores diputados que están en la Cámara que no tengan el recuerdo por sí mismo, por algún familiar, por algún compañero, de verdaderas torturas morales infligidas en nombre de esa perfección en el momento sagrado de la muerte. No voy a traer aquí, si se me obliga los traeré, pero no creo útil traer ejemplos que están en la memoria de todos nosotros, ejemplos verdaderamente pavorosos; porque, señores diputados, si para un creyente el momento del tránsito supremo se encuentra consolado con la asistencia junto a su lecho de un simbolismo religioso que ha de conseguirle la máxima esperanza, para el que no ha tenido nunca esta creencia o para el que no la quiere ya tener, ese simbolismo que se le impone, que se le ha impuesto a la fuerza, sólo representa la angustia de la opresión que le ha perseguido durante toda la vida. Esta es la verdad de los hospitales, señores diputados. Los que aquí hablamos en nombre de aquellos que tienen que ir a sufrir sus enfermedades y a morir en los hospitales, nosotros sabemos que esa caridad de las religiosas es la mayor crueldad, la mayor frialdad, la mayor dureza. Sólo quiero recordar esto: que hasta que desde hace muy poco tiempo, desde que hace apenas pocos meses el temor precisamente a esta ley ha aconsejado mayor prudencia en el ejercicio de este proselitismo, a los enfermos en los hospitales se les despertaba a una determinada hora de la mañana para rezar. Los señores que aquí hablan en defensa de estas Congregaciones y que no han tenido que ir a ningún hospital, cuando hayan pasado una noche de sufrimiento, una noche de insomnio y después de esta noche interminable hayan, por fin, conciliado el sueño, habrán tenido a las personas encargadas de su custodia, para decir, en la casa: «Silencio, no despertarle, que ha pasado mala noche.»
A los enfermos, en los hospitales, se les despertaba, hubieran pasado o no una noche de sufrimientos; y yo sé de una enferma, sé de una recién operada, que después de una noche de sufrimientos horrendos, habiendo, por fin, conciliado el sueño de madrugada, fue despertada a las siete de la mañana con estas palabras: «Si no reza, no tendrá desayuno.» Esto no es sectarismo siquiera. ¿Qué se les va a pedir a unas mujeres que, por santas que sean (no quiero dudar de su santidad), son casi todas completamente incultas, completamente alejadas de todo lo que supone su función de enfermeras? ¿Cómo se les va a exigir que tengan conocimientos que nadie se cuidó de darles? La imposición de un hábito, el pronunciamiento de unos votos, podrán abrir el camino del cielo; no pueden dar, por desgracia, la ciencia infusa.
Y si vamos a tratar de lo que han sido hasta hace muy poco las religiosas en las cárceles, entonces veremos que aquella crueldad de los hospitales adquiría aquí su grado máximo, porque tenían todavía menos sentido de responsabilidad que en los hospitales y en las clínicas. Lo peor de todo al emplear una enfermera, al emplear una maestra, al emplear quien sea en el cargo que sea, es saber que no se le podrá exigir responsabilidad; y las religiosas no tienen que dar cuenta más que a su superiora. Ni los médicos, ni los practicantes, ni el director de la cárcel pueden darles órdenes, porque saben las religiosas que si esas órdenes no quieren cumplirlas no perderán por ello el pan; antes lo perderán el médico o el directos de la cárcel.
El otro día se censuró aquí la actuación de la Srta. Victoria Kent, como directora general de Prisiones, por haber separado a las monjas de la Cárcel de Mujeres de Madrid. Al Sr. Lamamié de Clairac, que tanto se apiadaba de los malos tratos, de la falta de comodidades y de consideración personal reservados a aquellos a quienes teníamos derecho a castigar como traidores a la Patria, brindo yo esta estampa, que es muy poco idílica: la de unas muchachas estudiantes, en diciembre de 1930, unas muchachas acostumbradas ellas también a la vida muelle y a ser rodeadas de y de toda clase de respetos, que por haber sido llevadas a la cárcel de Madrid por haber hecho alguna propaganda antimonárquica, fueron en la cárcel, por encima de órdenes y de la voluntad del directo, fueron por aquellas religiosas confundidas con las pobres mujeres más degradadas, y ya entienden los señores diputados lo que quiero decir. Y aquí en esta misma Cámara tienen asiento dos diputados, uno de ellos ausente ahora, el Sr. Pérez de Ayala, y el otro presente, D. Luis de Tapia, que en unión de aquel gran caballero y gran corazón que fue don Adolfo Buylla, y en unión de quien ahora os dirige la palabra, hubieron de intervenir, durante la Dictadura, en un asunto que había llevado a la Cárcel de Mujeres de Madrid a una muchacha italiana.
Esta muchacha se llamaba Gabriela Tranquillo. Don Luis de Tapia seguramente no habrá olvidado este asunto. Esta muchacha, perfectamente educada, perfectamente cultivada, perteneciente a la única aristocracia que merece respeto, que es la del espíritu y es la del estudio, había entrado en España en unión de un compañero suyo con el cual vivía maritalmente. Era comunista. Al ser detenido el muchacho, fue detenida ella también, arguyéndose que había hecho una declaración falsa al inscribirse como esposa legítima. Se la llevó a la cárcel y allí empezó el calvario de aquella mujer; D. Luis de Tapia lo recordará. Una muchacha, como ya he dicho, educadísima, prudentísima, incapaz de un gesto ni de una palabra que pudieran ofender. Entró en la cárcel por la tarde, y a determinada hora, a las cinco o a las seis, una de las monjas le dijo que se iba a rezar el rosario. Ella, con toda prudencia, dijo, sencillamente, como una cosa natural, natural en todos los países civilizados, menos en España, hasta la República, dijo que no era católica. ¡Nunca lo hubiera dicho! No hubo humillación ni vejación que le fueran ahorradas; no hubo tortura moral que no se le haya infligido; no pudo recibir ni una sola vez la comida que de fuera la mandábamos sus amigos, ni pudo ver a un médico estando enferma; estaba tuberculosa.
Para refinamiento de crueldad, al preguntar por su compañero se le dijo que había muerto, cosa que era incierta, y se la quiso obligar a compartir el lecho con una de aquellas desgraciadas, que para mayor desgracia estaba aquejada de una enfermedad repugnante.
Esto lo han hecho las monjas en la Cárcel de Mujeres de Madrid y en todas las cárceles donde se las ha dejado estar. ¡Cómo no lo iban a hacer! Ni tenía sentido de responsabilidad, ni tenían cultura de ninguna clase y su pobre mentalidad de pobres fanáticas les hacía creer que la religión consiste en eso, en imponerla a la fuerza y en vengarse, como fuese, de quien se resistiera a esta imposición.
Yo puedo asegurar a la Srta. Victoria Kent que aunque su paso por la Dirección de Prisiones no hubiera dejado otra huella que el quitar por fin de las cárceles a mujeres que no tenían ningún título, fuera de sus tocas, para estar allí, sólo por eso el nombre de la Srta. Victoria Kent será recordado con gratitud por todos los espíritus liberales.
Hay, verdaderamente, una cosa que me sorprende, y es el momento en que se quiere hablar aquí de libertad de conciencia. ¡A buena hora habláis de libertad de conciencia!
Antes dije que todos los señores diputados que no fueran de la derecha, y hasta de la extrema derecha, saben, no de uno, de varios casos sangrantes análogos al que yo acabo de relatar. Pero no hace falta buscar fuera de aquí ningún caso. Aquí está un compañero de Parlamento (digo compañero de Parlamento, no de partido, lo cual quita a mis palabras lo que pudierais ver en ellas de sectario o de subjetivo); aquí, en este Parlamento, se sienta el hijo del ilustre , y el ilustre fue atacado a ciriazos en las calles de Oviedo, por un cura trabucaire, un día que no se descubrió al paso de una procesión. En este mismo Parlamento, en estas Cortes Constituyentes de la República se ha pedido una pensión para la viuda y los huérfanos de aquel hombre que en La Arboleda fue encarcelado también por no haber saludado a una procesión y murió loco en la cárcel. El día que uno de vosotros pueda decir que se le ha perseguido por no haber saludado el símbolo de otra religión o que no ha podido cumplir con los deberes religiosos que él quería, ese día tendréis derecho a hablar de lo que llamáis libertad
.
Había olvidado, al hablar de los hospitales, hacer la distinción obligada entre las monjas de los hospitales y las de los sanitarios de pago. En el sanatorio, como se paga, y el enfermo es un cliente, desde luego, no se le ha impuesto jamás ninguna convicción religiosa. ¿Por qué no lee S.S. lo que dijo D. Fernando de los Ríos de las Hermanas de la Caridad?
¡Y se habla de la cultura! Cuando yo veo que se habla de la cultura que dan las Congregaciones religiosas, yo, verdaderamente, no me explico cómo siendo España el país que más conventos tiene, es el país donde en las clases proletarias tiene más analfabetismo
y menos cultura en las mujeres de las clases elevadas. Una de las grandes sorpresas de todos los diplomáticos extranjeros que vienen a España es esta incultura verdaderamente cerril de las mujeres de la clase media y de la clase alta que salen de los conventos.
Confundir la letra picuda y el chapurrear el francés con la cultura es una triste cosa.
Luego esas mujeres a quienes se ha tenido alejadas e ignorantes de todas las corrientes de la cultura moderna, estas mujeres firman protestas como aquella tan donosa de madres de alumnos de los jesuitas. Yo las recuerdo, recuerdo las firmas, conozco a muchas de las firmantes, y sólo cabe decir: ¿Y ustedes cómo saben si han educado bien o mal a sus hijos si ustedes no están educadas?
Lo que pasa es que la Iglesia, con muy bien tino, con el talento de organización que nadie le puede regatear, se ha cuidado muy mucho de no enseñar ni siquiera elementos de Historia a las mujeres. Estas muchachas y estas mujeres católicas que dicen: «Sí, pero a nosotras, las mujeres, quien nos redimió fue el Cristianismo.» Estas mujeres ignoran una cosa tan esencial como ésta: Que en el Concilio de María, en el año 581 (esto, si es cuento o no, mejor lo sabrán sus señorías), se discutió nada menos que esto: si las mujeres tenían alma o no.
Pasa con esto como con las artes y con la civilización toda, que hay, yo no me atrevo a decir un truco, pero, en fin, un recurso que consiste en que todo lo malo, todo lo que hoy juzgamos ignorancia o cosa criminal hecha por gente de iglesia o en nombre de la Iglesia en siglos pasados, se nos dice: ¡Ah, fruto de la época! En cambio, todo lo bueno se dice: ¡Ah, fruto de las Ordenes religiosas! No; o todo lo malo y todo lo bueno, o ni todo lo bueno ni todo lo malo.
Pasa con esto como con los palimpsestos. Se alejaba a los benedictinos, que han tenido la santa paciencia de hacer aflorar debajo del texto que los borró, el texto antiguo. Y se nos dice: los benedictinos devolvieron la cultura clásica. Si primero no hubieran cubierto el texto antiguo con otros textos más modernos, no tenían por qué haber hecho otra de tanta paciencia.
Y toda la cultura de la Iglesia, todo lo que se debe a la Iglesia, todavía no sabemos si nos puede compensar de aquella que se perdió en los incendios de bibliotecas como las de Alejandría, que se incendió por los primeros cristianos para destruir toda la cultura que hasta entonces existía.
Yo no digo que sea por culpa de la Iglesia, yo no digo que sea obra del Cristianismo, pero lo cierto es que la decadencia de la cultura femenina en España ha coincidido con el incremento del cristianismo. Porque no valen ciertos ditirambos que se enseñan en los manuales de literatura a las niñas para hacerles creer en ciertas glorias literariocristianas, no; de aquella Catalina de Aragón, a quien se atribuyen unas acerca de los salmos y unas que, como se ha podido descubrir con textos auténticos, fueron escritas en 1548, o sea trece años después de la muerte de su presunta autora; de aquella Catalina de Aragón no se enseñan, en cambio, a las niñas de los conventos las cartas que escribía a su padre, Fernando el Católico, y que obran en los archivos, que yo no puedo inventar. En esas cartas se ve cómo aquella princesa sufría en Inglaterra no sólo toda clase de humillaciones, sino verdadera necesidad, verdadera miseria, y cómo su padre, Fernando el Católico, a quien incluso se habló de canonizar, hacía oídos de mercader a aquellas quejas de su hija, porque estaba muy ocupado en algo que tampoco se enseña a las niñas de los colegios de monjas: estaba ocupado en olvidar lo que Doña Juana la Loca había de decir, los celos extremos de su esposa, o sea el histerismo desenfrenado de Isabel de Castilla; estaba muy ocupado en olvidarlo, apenas hubo bajado al sepulcro aquella santa reina, en los brazos de una linda francesita, Germana de F. Esto no tendría ninguna importancia, como no la tiene tampoco el decir que aquella Oliva Sabuco de Nantes que todavía no hace mucho tiempo se ha ensalzado en una de esas fiestas a que son tan dadas las monjas de los colegios, aquella Oliva Sabuco de Nantes, a quien su padre, D. Miguel, endosó -ésta es la palabra- nada menos que en realidad no escribió jamás una línea, pues también obra en los archivos, y allí se puede ver, se puede consultar y estudiar aquel proceso tan donoso según el cual el padre reclamaba a su hija los derechos que había percibido por esos libros, pues de esto se alegrarán nuestras feministas, el buen D. Miguel Sabuco creía que un libro firmado con nombre de mujer se vendería mejor que firmado con nombre de varón; pero él mismo declaró que él quería dar a su hija la honra de los escritos, mas no su provecho.
¿Quiere esto decir que no ha habido, desde el incremento del Cristianismo, mujeres preclaras en España? De ningún modo. Bastaría un solo nombre, el de la Doctora de Avila, tan perseguida, que tanto hubo de luchar contra la Iglesia y contra las Ordenes religiosas; bastaría el nombre de Sor María de Agreda, la que aconsejaba al rey que no hiciere caso de los validos, ni de los ricos, ni del ato clero, que le querían apartar de lo que era su pueblo; bastaría el nombre de una condesa de Montijo, que fue perseguida por el Santo Oficio y por Godoy; por el Santo Oficio, por haber traducido una obra de Voltaire y por ser jansenista, y por Godoy, porque se le atribuía un discurso de recepción en la Academia del conde de Teba, que atacaba la legitimidad del Poder real; bastarían estos nombres para que con todo respeto tuviéramos que hablar de la cultura de algunas mujeres excepcionales a lo largo de los siglos de cristianismo en España. Pero eran excepciones. El nivel medio ni volvió ni ha vuelto todavía a ser lo que era durante el Imperio romano y durante la Córdoba del Califato.
Que las princesitas o las niñas de casa grande supieran el latín a los ochos años, no tenía nada de particular; se aprendía el latín como hoy las institutrices enseñan el inglés o el francés. Cultura, no la había. En cambio, en la España romana, no me perdonaríais, señores diputados, que yo os hiciera la ofensa de citar ni siquiera algunas de aquellas mujeres que constituían el nivel medio, simplemente el nivel medio de la intelectualidad femenina. Pero bastará recordar el de Lope, en que citaba aquella Pola Argentaria, esposa y colaboradora de Lucano en «la Argentaria Pola, que fue también docta española»; bastará con recordar aquel epigrama, tan graciosamente traducido por un poeta festivo del siglo XVIII, por D. Francisco Micón, marqués del Mérito, epigrama de Marcial, en que ensalza las virtudes, virtudes intelectuales, verdaderamente singulares de Teófila, la mujer de Cayo Rufo, y bastaría recordar en el siglo V, en las postrimerías del Imperio, aquella mujer Serena, la sobrina de Teodosio el Grande, aquella mujer que supo agrupar en torno a ella una verdadera corte de escritores y poetas, una corte que no ha tenido similar hasta las Cortes del Renacimiento italiano; aquella mujer que cuando se ha descubierto en el siglo XVI, en Roma, la piedra sepulcral de su hija Augusta, la esposa del emperador Honorio, en que quedaba la inscripción: «Fue erudita, digna discípula de su madre», cuando aquel descubrimiento, en la Roma renacentista, los ingenios, que despreciaban todo lo que no era su Italia, porque era entonces Italia lo más alto de la civilización occidental, hubieron de pensar que también en España había habido una civilización pareja a la suya.
Y luego, nuestras doctoras en Medicina, nuestras poetisas de la Córdoba del Califato, todas aquellas muchachas que iban a la Universidad musulmana. Esto no lo saben las mujeres que hoy creen que en España no ha habido cultura para ellas hasta que se la han dado las Ordenes religiosas. Y es natural que así sea; la fuerza de las Ordenes religiosas está en el sentido unilateral de su enseñanza: se enseña tan sólo la parte que les conviene, la otra queda a obscuras. Y así, una vez justifican la Inquisición, y la llamada «Los cien mil hijos de San Luis», y otras dejan en la sombra, con mucho cuidado, todas las gestas populares, desde la de los Comuneros hasta la de la guerra de la Independencia.
Pero hoy en el mundo entero se pide una rectificación de este sentido unilateral de la Historia. En los demás países se pide esta rectificación para extirpar el chauvinismo, el fascismo, lo que pueda hacer creer a ningún niño que por haber nacido en determinado lugar ha nacido con una superioridad sobre los de otros países.
Nosotros necesitamos rectificar también la enseñanza, no sólo en el sentido patriotero, sino en un sentido que o no puedo decir religioso, porque no tiene nada que ver la religión con la explotación que se hace de la misma.
Y en cuanto a las Escuelas Pías, de que hablaba antes el señor Carrasco Hormiguera, precisamente en las Escuelas Pías se practica lo que se llama caridad y se da también enseñanza a los niños pobres. Los niños pobres entran por una puerta distinta a la de los niños ricos, para que, desde pequeños, los niños ricos sepan que tienen una certidumbre en el privilegio de su fortuna, y los niños pobres se acostumbran a una resignación, que es humildad. Aquí, en Madrid, existe desde hace muchos años una casa de educación donde también van los niños pobres y los niños ricos, pero van completamente confundidos, no con unas cuantas becas, como en las casas religiosas, becas que se reservan generalmente a niños de antiguos alumnos o de aristócratas venidos a menos, cuyos nombres han de dar lucimiento a la casa, sino realmente confundidos, realmente iguales los pobre y los ricos. Y así van a las colonias de vacaciones. Así han ido los hijos de muchos de los que aquí estamos, sin que ellos mismos supieran si eran hijos de padres que pagaban por ellos o hijos de padres que no podían pagar. Los que de cerca o de lejos, directa o indirectamente, nos sentimos integrados con todo fervor a la obra de D. Francisco Giner, sólo podemos encogernos de hombros al oír hablar de la caridad de las escuelas católicas.
Y ahora viene un punto, tal vez el más delicado de tratar y, desde luego, el que a mí, como socialista, como representante de obreros, más me interesa: es el del trabajo en las comunidades religiosas. No es ésta la primera vez que en este recinto va a oírse mis juicios sobre esta cuestión. En las Cortes monárquicas, ya los elementos de izquierda hubieron de enfrentarse con el entonces ministro de Instrucción Pública para preguntar por qué se había formado expediente a una maestra que había puesto en manos de sus alumnas un libro mío que trata de estas cosas. Recuerdo principalmente, con gratitud que no puede extinguirse nunca, el discurso del Sr. Prieto y los artículos vibrantes de los Sres. Zulueta, Alomar y Leopoldo Alas. Decía yo en aquella obra, y tengo que repetir ahora con toda crudeza, que, sin quererlo, por supuesto, inconscientemente, todo lo inconscientemente que queráis, las congregaciones religiosas que se dedican a la industria tienen una gran responsabilidad en el fomento de la prostitución en España. Y esto se explica muy fácilmente.
En el Consejo Superior de Protección a la Infancia presenté yo, por aquel entonces, una moción para que se instaurara en las fábricas y talleres que emplean determinado número de mujeres, guarderías para los hijos de esas obreras, y los demás vocales del Consejo me dijeron: «Si logra usted que solamente seis fábricas, seis patronos, se avengan voluntariamente a esto, nosotros lo formularemos como petición oficial.»
En efecto, hubo un solo patrono, una sola fábrica que se avino voluntariamente a esta petición. Era una fábrica de bombillas. ¿Sabéis por qué, señores diputados? Porque en los conventos no se fabrican bombillas. Todos los demás patronos me dijeron algo que me obligó a darles la razón: «¿Cómo quiere usted -me decían- que yo, que tengo un establecimiento de ropa blanca, o de bordado, o de planchado, o de lavado; yo, que estoy sujeto a impuestos, a inspecciones; yo, que tengo que luchar con la competencia ilícita de casas que, porque se llaman religiosas, explotan mi misma industria, sin ninguna de mis cargas, me abrume con una carga más?» Y tenían razón aquellos patronos, porque como en las congregaciones religiosas no se retribuye a las obreras, como sólo se las paga con una mala comida, porque también es curiosa la estadística de tuberculosas que salen de esos asilos, y se las puede tener inclinadas sobre el bastidor de bordar desde que amanece hasta que se pone el sol, se puede dar muy barata la mano de obra. De ahí que la industria libre no pueda retribuir bien a sus obreras y que España sea hoy el único país donde una mujer no pueda honradamente vivir de un trabajo de costura, de bordado o de planchado.
Pero hay más. Había ese sentido tan especial que dabais a la beneficencia. Teníais la beneficencia acaparada y cerrábais vuestras puertas precisamente a quienes más necesitaban que se les abrieran. La mujer que salía de maternidad, con un hijo en brazos, si no tenía junto a ella lo que el pueblo llama tan gráficamente la sombra de un marido, no tenía ninguna puerta donde llamar, porque hasta en el comedor de madres lactantes se le negaba la entrada si era una madre soltera. Y nos encontrábamos con que no se la protegía porque era soltera y con que el trabajo que se la podía ofrecer no se le remuneraba como era debido porque en el convento de enfrente se hacía una competencia ilícita en ese mismo trabajo.
¿Qué queríais que hiciera aquella pobre mujer? Lo que tantas y tantas han hecho.
Porque en otros países las mujeres se venden muchas veces por afán de lujo o por vicio, y yo, que he estado durante meses en los servicios de higiene de la Dirección de Seguridad, con un permiso especial para interrogar, para estar junto a las desgraciadas que acababan de salir de San Juan de Dios, os puedo asegurar que aquí el 90 por 100 se prostituyen por miseria, y muchas veces para no dejar en la Inclusa a su hijo o para no cometer un infanticidio.
El otro día el Sr. Pildain pronunció aquí un discurso que yo no tuve la fortuna de oír, pero que he tenido el placer de leer, y no ve S.S. en estas palabras el menos retintín; digo el placer, porque estamos tan poco acostumbrados a que elementos del sector del Sr. Pildain se pronuncien con esa mesura y esa elevación de tono, que es una verdadera fortuna que alguien como S.S. se produzca de esta forma en los debates.
Pero el Sr. Pildain, que habló aquí elocuentemente de lo que sucedió en Francia cuando la discusión de la ley Combes, y citaba palabras de Waldeck-Rousseau, olvidó un pequeño detalle, y es que la discusión de la ley Combes en Francia, aquella máxima tolerancia a que aludió su señoría, tuvo lugar más de un siglo después de la gran revolución. Es un detalle, al parecer sin importancia; pero es lo cierto que en Francia se ha podido y se puede ser hoy muy tolerante, porque se empezó por ser de otro modo muy distinto. En Francia no hay un señor sacerdote que se atreva a levantarse en una Cámara, ni en ninguna parte, para decir algunas cosas tan distantes de todo sentimiento humano como las que aquí hemos oído a veces; porque aquí, cuando la secularización de cementerios, hemos escuchado a un señor sacerdote protestar que los huesos de un católico hubieran de reposar junto a los huesos de un descreído. Yo creía, la verdad, que para un creyente, de cualquier religión que fuese, lo que importaba después de la muerte era el alma y no los huesos.
Y aquí hemos oído a ese mismo señor sacerdote protestar de que se quisiera equiparar ante la ley a los niños nacidos dentro y fuera de legítimo matrimonio. Ante esto yo me pregunto si no estaremos equivocados los que recordamos las palabras: «Dejas a los niños que vengan a mí.» Por lo visto, Cristo dijo: «Que vengan a mí los de legítimo matrimonio y los demás que se mueran de hambre.»
Cuando el Sr. Pildain vaya o torne a París, seguramente irá o habrá ido a un lugar al que van todos los turistas, que es el cementerio del «Père Lachaise», célebre por sus monumentos y por los muertos ilustres que allí reposan; aquel cementerio, que es de mucho antes, de muchísimo antes, Sr. Pildain, que la discusión de la ley Combes y de la separación de la Iglesia y del Estado, es un cementerio en el que reposan juntas unas y otras, personas de las más distintas y opuestas confesiones, y aquel cementerio, como su nombre lo indica, está construido en los jardines del que fue famoso confesor. Como no puedo permitirme la libertad de dar un consejo al Sr. Pildain, me limitaré a dirigirle un ruego, que es el siguiente: cuando vaya o torne a París, visite estos dos puntos de la capital francesa que, según nos han dicho tantos y tantos literatos, son los más cargados de espiritualidad que hay en el mundo: uno, junto a los muelles del Sena, allí donde se divisa Nuestra Señora, madre de catedrales; otro, junto al Arco de la Estrella, desde donde, en el atardecer, se ve a los Campos Elíseos envueltos en el gris perla de la Isla de Francia. Desde el primero de estos lugares, a la vez que hacia Nuestra Señora, mire hacia enfrente, fíjese en el letrero de aquel muelle, es el muelle Voltaire, y recuerde S.S. que Voltaire, en vida, no fue admirado hasta el frenesí, como nos aseguran que lo ha sido, por sus contemporáneos, por su obra literaria, sino por su acción cívica, porque Voltaire era el que defendió la libertad de conciencia, el que exigió la revisión de los procesos del caballero de Le Barre y de la familia Calás, ajusticiados por el fanatismo católico; y cuando esté en el Arco de la Estrella, fíjese en el nombre de una de las espléndidas avenidas que allí desembocan: es la Avenida Hoche. Desde hace más de cien años, en aquella Francia, cuya tolerancia encomiáis, los niños aprenden en los manuales de historia, en la escuela laica gratuita y obligatoria, que Hoche fue el pacificador de la Vendée. Con este nombre se le conoce. Y ¿cómo pacificó la Vendée Hoche? ¡Ah, Sr. Pildain, si nosotros ni remotamente pensáramos en pacificar así aquellas provincias de S.S., que hoy están agitadas -reconozcámoslo- sobre todo por propagandas no siempre de muy buena fe; aquellas provincias en que las mujeres, un tiempo, se dieron a colgarse crucifijos ostentosos, no en símbolo de una fe que nosotros respetaríamos y que no necesita ostentación para ser respetada, porque hemos visto crucifijos sobre pechos que muy poco les favorecían! Pues bien, en la Vendée llevaban los hombres también, como protesta contra la República que se acababa de instaurar, un sagrado corazón de Jesús. Pues ahora, cuando las mujeres de Bilbao se encrespan tanto porque se retire de una de sus plazas un monumento que en todo caso no debería estar expuesto jamás, por propio respeto de la religión, al escarnio de cualquier transeúnte, sino que debiera, para mayor reverencia, hallarse dentro de un templo, cuénteles S.S. cómo pacificó Hoche la Vnedée: la pacificó danto a sus tropas orden de fusilar, sin juicio de ninguna clase, sin contemplación alguna, a todo el que ostentara en el pecho un sagrado corazón de Jesús.
Refiriéndoos a nosotros habláis de sectarismo, habláis de intolerancia, cuando no hemos querido responder jamás en igual forma a vuestro fanatismo. Y eso que estamos aquí, no la generación que Francia tuvo en tiempos de Combes, sino la misma generación que tenemos sangrando todas las humillaciones, todas las vejaciones; estamos aquí los que no hemos podido tener un hijo militar porque en las Academias había que ser católico a la fuerza; estamos aquí los que no hemos podido tener a nuestros hijos jugando con otros porque se les insultaba llamándoles moros, como si el ser moro fuera un insulto al lado de ciertas otras cosas.
Nosotros no queremos responder a eso, pero no nos provoquéis, porque creéis que habláis en nombre de una mayoría y yo os puedo asegurar, os puedo afirmar, que si el país está descontento es porque cree que vamos demasiado despacio. En otras naciones, la muchedumbre, en momentos de conmoción nacional, asaltan Bancos y palacios; aquí quema conventos, aquí van donde saben que se encuentran quienes los han oprimido durante siglos y siglos. No nos obliguéis a contestar con las mismas armas, porque no queremos hacerlo. La única libertad es la de poder ser verídicos para con nosotros mismos, y esa libertad, única que se podía tener, nos la habéis quitado vosotros. No es que yo crea que mientras exista un hombre que pueda tener un sus manos los medios económicos de otra o de otras personas, la libertad de conciencia será completa; yo bien sé que no; pero, por lo menos, ese mínimo de respeto humano de que vosotros no habéis tenido idea mientras habéis podido imponer por la fuerza vuestro credo, no queráis que lo recobremos a la fuerza también. Porque todas esas sensiblerías que destacáis en vuestra Prensa no pueden hacernos mella a los que tenemos recuerdos tan sangrantes como los que antes he citado, ni nos puede conmover a la tristeza de quien, asegurando que es representante en la tierra de quien dijo: «No matarás», bendice, alegremente, aeroplanos de bombardeo.
Y ahora, para terminar, voy a decir algo que ya manifesté en Bilbao, en aquel Bilbao en donde queréis encender una guerra ficticia valiéndoos de unas pobres mujeres ignorantes; yo dije en Bilbao que en cualquier país del mundo puede que tuviera la Iglesia, puede que tuvieran las órdenes religiosas derecho a hablar y a ser escuchadas con respeto, menos en España. En España no tenéis autoridad para hablar ni de sacrilegios, ni de agravios, porque cuando con más autoridad podíais haber hablado de ello, que fue el día en que un rey perjuro al juramento hecho sobre los Evangelios y que por eso debía ser para vosotros doblemente sagrado, mandó perpetrar un doble asesinato, que no otra cosa fue aquel doble fusilamiento en un día que, según vosotros, el Señor manda santificar, ninguna voz salió de vuestro seno para protestar, no en nombre de la Justicia, no en nombre de la solidaridad, no en nombre del sentido humano, sino simplemente en nombre de los deberes cristianos, escarnecidos por aquel sacrilegio.
Por eso yo, en nombre de todos aquellos que han muerto en los hospitales, oprimidos hasta su último momento; en nombre de aquellas mujeres que han salido de la Maternidad con un hijo en brazos y han tenido que dejar ese hijo en la Inclusa o que lanzarse a la prostitución porque un fanatismo ciego les cerraba todas las puertas; en nombre de aquellas mujeres que hoy, todavía, no se pueden ganar honradamente la vida porque en unas casas que se llaman religiosas, otras que dicen haber renunciado al mundo, impiden con su competencia que su trabajo les proporcione el indispensable sustento; en nombre de todos estos oprimidos por quienes ahora nos hablan tanto de libertad, pido, sin ningún espíritu de venganza, con toda serenidad, pero con toda energía, que se cumpla inexorablemente o cuanto antes el artículo 26 de la Constitución
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