Miguel Hernández con excursionistas de la Universidad Popular de Cartagena en Cabo de Palos, agosto de 1935 |
Miquel estuvo aquí
en mi tierra de minas
cercana de los mares,
en mi calle,
en mi casa,
conmigo...
Miguel traía de su Oleza vegetal
una carga de sol que lo abrasaba.
Fundido en arcilla parecía,
gleba roja levantada del surco.
En los labios un silbo de poeta
apretado de versos.
Dos topacios los ojos
tallados con las luces del pensamiento,
luciérnagas de pozos infinitos
con presencia de árbol y de honduras.
Sí “la muerte llena de agujeros”
y “el luto y la tristeza” le acabaron.
Aunque la fecha es otra y diferente
y los crespones el viento se llevara,
recién muerto está, caliente para siempre,
por nacido a la vida que no acaba.
El tiempo de llorarle permanece.
Las horas de sentirlo no terminan.
Perito en lunas, amigo de los astros.
Rayo de alma sin cesar vertido.
Tu barro lumbre ahora, en la lumbre de Dios.
Inconsumible eterno fuego de bellezas.
En este recuerdo de Miguel
soy de entonces, aunque me encuentre hoy.
Y canto calladamente en sufrido destino
la nana de la cebolla con los brazos vacíos.
María Cegarra
La Unión, primavera de 1976
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