Domingo Mateo
Domingo Mateo se llama. Es de la provincia de Orense, distrito de Valdeorras. Me le encuentro junto a su paisano Santiago Álvarez. Es un hombre de cuarenta y dos años, enjuto, con esa enjutez de piedra que dan los soles y los montes de España a los cuerpos trabajadores. Moreno, con unos ojos que se encienden alegremente cuando habla, con una alegría varonil, de hombre que sabe mucho de sufrimiento y de las cosas de la vida. Habla con el acento de dulzura que da a las voces de sus pobladores la naturaleza de Galicia: con una lentitud de lluvia lenta y buena.
Al
enterarme de su procedencia, de su milagrosa incorporación al campo leal,
quiero saber cuanto pueda contarme de lo sucedido en su región. Hoy, 11 de
diciembre, sentados en una era, quitándonos el frío, en una sierra de Aragón,
ante el sol de la mañana, Domingo y yo conversamos. Por la carretera vecina
circulan fuerzas de nuestro Ejército, silbando, cantando, tosiendo, con los
capotes y las mantas apretadas sobre el rostro, y el fusil sobresale detrás de
sus cabezas con escarcha y con sol.
Domingo
Mateo habla con sencillez, queriendo expresar con las manos aquello que no
acierta a decir con la boca de momento. Inicia el relato:
"Un
grupo de unos doscientos campesinos, al estallar la traición del fascismo, que
ocupó Galicia casi por completo desde los primeros días, se reunió en
Valdeorras y decidió pasar a Asturias, ya que se le venían encima numerosas
fuerzas contrarias, a las que hubiera sido inútil ofrecer resistencia. El
intento de paso a la región vecina quedó frustrado porque les cerraban por
todas partes los sublevados. El grupo de los doscientos campesinos hubo de
dividirse en tres, y uno de ellos consiguió filtrarse entre las filas enemigas
y llegar hasta los frentes, donde los mineros asturianos empezaban a dictar una
epopeya que nadie ha escrito todavía."
Domingo
Mateo, hecho responsable de su grupo de campesinos, unos armados con escopetas,
otros con cuchillos y otros con nada, hizo repetidos intentos de filtración por
los montes de Lugo; pero una noche, atravesando las sierras, en uno de los
intentos, tropezó con tan mala suerte en la oscuridad, que rodó por un
terraplén y vino a disparársele la escopeta. La bala agujereó su mano derecha.
Hubo de separarse del grupo que capitaneaba hasta la curación de la herida, y
por este motivo perdió el contacto con sus compañeros, que tal vez pudieron
salvar las enormes dificultades que las fuerzas reaccionarias ofrecían para
entrar en la leal Asturias.
Domingo
curó su herida en los chozos del campo con los procedimientos y medicinas
usados por los lugareños. Luego se dio a indagar el paradero de los del grupo y
no pudo averiguarlo. Pronto encontró otro núcleo de luchadores, internado y
esparcido por los montes de las provincias de León, Orense y Lugo. Les habló de
formar una guerrilla entusiasmadamente: algunos dudaban, otros se negaban,
otros dijeron de seguirle, y, finalmente, logró decidirlos a todos, armarlos
buena y malamente de escopetas y cuchillos, y comenzar una lucha sorda,
expuesta, penosa, la lucha de los guerrilleros, de los hombres que ganan tantas
batallas y no hay quien lo sepa sino ellos; no hay quien los anime, si no es su
propio entusiasmo; no hay quien los alimente y les dé pólvora si no es su
heroísmo solitario, rodeado por todas partes de peligros.
La
guerrilla y los campesinos
En
febrero de 1937, en una de las últimas tentativas de pasar a la tierra
asturiana, fueron sorprendidos por las nevadas en el Puerto del Faro. El afán
por entrar en terreno amigo les impulsaba a tramontar las cumbres. La nieve
crecía, como si quisiera devorarlos: empezó por morderles los pies, ascendía
silenciosa por sus piernas. Ellos continuaban subiendo en busca de las cumbres.
Llegó un momento en que la nieve amenazó sepultarlos, enterrarlos sin tierra,
en su frialdad devoradora. Y los guerrilleros, ante la tremenda amenaza blanca,
para no hundirse, se dejaron caer rodando a lo largo de las pendientes cuajadas
hasta los valles de Fonteformosa.
Domingo
me pide que haga resaltar el compañerismo de los campesinos gallegos, quienes
les auxiliaron y les atendieron en todas las necesidades creadas por su
condición de hombres perseguidos. Compañerismo que llegaba a poner en riesgo de
muerte la vida de dichos campesinos, porque los traidores mataban a quienes
amparaban a los trabajadores que no se sometían servilmente. Me habla, además,
del espíritu religioso de aquellas criaturas, para quienes Dios es una cosa tan
pura que Domingo Mateo no se atrevía a distraer la inocente creencia, sabedor
de que es el único apoyo espiritual del pueblo esclavizado y ciego.
-
El día que esos campesinos tengan ocasión de comprobar los misterios de la
naturaleza, podremos discutir a Dios con ellos -comenta Domingo con su voz de
lluvia despaciosa.
II
II
-
Esto es muy verdad, ¿eh? Cada vez que me acuerdo me corta la sangre. Iba yo en
busca de más guerrilleros, ya que sabía podía encontrarlos y aumentar mi
cuadrilla, compuesta de quince por aquel entonces. Era de día y no podía llevar
la escopeta. En el camino oí llorar, y veo un muchacho, de unos doce años,
doblado sobre una piedra, a lágrima viva. Cuando me acerco a él veo aparecer
varios fascistas, y me escondo. Llegaron hasta el muchacho, le preguntaron por
qué lloraba. "Choro porque acaban de matar a meu pai." "Cala,
neno, cala -replicó el fascista que le había interrogado-. Pronto vas parar de
chorar." Le hicieron varios disparos en la cabeza y calló el muchacho sin
llanto, mudo, sorprendido en su dolor de niño pobre que va a llevar el remudo a
su padre y le encuentra asesinado. Los fascistas pisotearon al niño y la ropa
que llevaba, y sobre el cadáver, que enternecía a las piedras, tendieron el
brazo como un puñal seco y gritaron, irritados por el dolor y el color de la
sangre inocente: "¡Arriba España! ¡Arriba España!" Me sentí herido de
rabia. No sé cómo tuve fuerzas para sujetarme en ellas.
Cada vez que recuerdo al muchacho… (Domingo muerde una interjección con toda la fuerza de su vida).
Cada vez que recuerdo al muchacho… (Domingo muerde una interjección con toda la fuerza de su vida).
María
Quiroga
Pedro
Quiroga, Eladio Rodríguez, Gerardo Núñez, Benjamín y Florindo… Estos son los
nombres de algunos de los guerrilleros más combativos que figuraban en la
guerrilla de Mateo. Unos han caído, otros quedan en Galicia, otros se
encuentran entre nosotros con una firme voluntad de vencer al fascismo, a la
invasión que intenta sojuzgarnos.
María
Quiroga, hermana de Pedro, es la única mujer que acompaña a la guerrilla en sus
aventuras. No interviene en ellas, pero es quien vela por la limpieza de la
ropa de los guerrilleros y quien lava, cocina y zurce. Cuando el tiempo se
desarrolla con rigores de lluvia, fríos o calores excesivos, queda oculta en la
casa de algún campesino conocido, y, a veces, sola en las breñas. Alguna vez
quedaba al cuidado del guerrillero que, en los largos recorridos y las
expuestas labores de la guerrilla, salía herido o lastimado.
-
¡Qué mujer más fuerte y más decidida! Ni un caballo como ella -elogia Domingo-.
Cuando pudimos entrar en Asturias, lo hicimos atravesando muchas asperezas y
calamidades, y ella no desfalleció nunca.
Justicia
popular
Los
crímenes que veían cometer Mateo y sus compañeros a los fascistas, crímenes
acometidos a diario, numerosamente, en los mejores hijos de Galicia, eran
vengados por los guerrilleros, que buscaban y hallaban ocasión de tomar
venganza en los jefes provocadores y propagadores de los innumerables
asesinatos.
Domingo
describe la bajeza inhumana de uno de los repugnantes cabecillas, al cual
consiguieron cazar y eliminar. Era un campesino enriquecido, entregado a la
pasión de acumular dinero. Traicionando su origen pobre, erigiéndose en uno de
los primeros lacayos del capitalismo de una de las provincias gallegas. Desde
el principio del movimiento empleaba sus actividades en perseguir, delatar,
provocar la muerte o el encarcelamiento de los vecinos pobres que no secundaban
sus intenciones ni artes. Este individuo, en una de sus muchas correrías con trazos
ridículamente detectivescos, halló unas mantas que los guerrilleros tenían
ocultas en el monte. Bajó con ellas al cuartel de la Guardia Civil, y alrededor
de las mantas inventó una historia que le acusaba de valiente: según él, había
conquistado las mantas en las manos de los guerrilleros, a los cuales, según su
mentirosa historia, había hecho correr monte arriba a chinazos. Enterados los
guerrilleros de la cuestión, fueron una noche a sacarle las mantas de la casa
del bajo detective. En la plaza del pueblo advirtieron pisadas, y murmuraron
¡alto! de modo que sólo quienes se acercaban pudieran oírlo. Pero el ruido de
un gatillo levantado raudamente les advirtió que aquéllos no venían dispuestos
a detenerse. Hicieron fuego y abandonaron el lugar. Al día siguiente supieron
que el individuo que les hurtó las mantas amaneció muerto en medio de la plaza.
En
un Ayuntamiento de la provincia de León, dictaba órdenes sangrientas el
alcaldillo del mismo. La guerrilla tuvo conocimientos de la maldad y se internó
en los montes próximos al lugar donde residía el dañino. Y espera que te
espera, hasta que le cogieron. Enterados los guerrilleros de que el alcalde
había de hacer un viaje en determinada dirección, se pusieron al acecho cerca
del camino por donde forzosamente había de transitar. Venía el tal entre varios
falangistas cumplidores de sus tristes sentencias. Cuando le tuvieron a tiro,
hicieron fuego sobre él, los otros huyeron, y el alcalde pretendía escapar
herido entre unas peñas. Se le remató, se le arrojó a un río próximo al camino,
y la corriente se llevó con...(Continuará )
Miguel Hernández
Pasaremos, 12 de marzo y 6 de abril de 1938
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