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1941. El milagro de Hitler



Como Adolfo Hitler tiene pocos amigos que expliquen sus proezas en la gran Prensa del mundo, catorce millones de votos parecen surgir de la alucinación, de una pesadilla o de algún enigma indescifrable. Pero en rigor lo más extraordinario de las elecciones últimas no es que Hitler hallara catorce millones de votantes, sino que su triunfal adversario, el general Hindenburg, encontrase 19 millones. Hitler, en efecto, puede estar tan orgulloso de estos diecinueve millones como de los catorce que obtuvo para si.

Porque la situación viene a ser ésta. Supongamos que al proclamarse la República española hubiesen elegido las Cortes Constituyentes al Sr. Besteiro como presidente de la nación, que al cabo de seis años de República y levantamientos comunistas se hubiera producido una reacción tan grande en el país, que los socialistas no se hubieran atrevido a presentar candidato propio y que hubieran votado a uno del centro, como don Santiago Alba, por ejemplo, pero que la mayoría de votos hubiese sido para el general Primo de Rivera, equivalente español de Hindenburg. Supongamos que entonces hubiera empezado a difundir sus ideas el doctor Albiñana, al punto de alcanzar catorce millones de votos frente a los diecinueve del general Primo de Rivera. Besteiro equivale a Federico Ebert; Primo de Rivera a Hinderburg; Albiñana a Hitler.

El triunfo máximo de Albiñana habría consistido en hacer que los socialistas y republicanos-radicales hubiesen votado a Primo de Rivera, como han votado a Hindenburg en Alemania.

¿Cómo ha sido posible este milagro? He leído una buena mitad de las ochocientas grandes páginas de Mi Lucha, de Hitler. No es buen escritor, como no lo suelen ser los oradores. Tampoco se propone serlo. Hitler proclama su convencimiento de que los movimientos políticos no los hacen los escritores, si no los oradores. Con ello digo que para entender a Hitler no basta con leerle. Habría que verle en la tribuna, al frente de los suyos. Pero Diego Láinez solía decir de San Ignacio que era hombre de pocas verdades, en el sentido de que su espíritu se concentraba en el menor número posible de principios, y el dicho es aplicable a Adolfo Hitler. Sus ideas son dos, y sólo dos: la Patria y el trabajo.

Ya lo dice dos veces en la misma denominación de su partido, que es “el nacionalsocialista de los trabajadores alemanes.” El concepto de trabajadores no hace sino precisar el de socialista, y el de alemanes viene a repetir lo de nacional. El propio Hitler no es sino un trabajador alemán que ha descubierto que hay muchos millones de hombres que se hallan en su caso. Es tan sencillo como el huevo de Colón, pero a los trabajadores no se les permitía darse cuenta de que eran alemanes, ni los buenos alemanes se solían sentir trabajadores, aunque trabajaran más que negros. Hitler no es sino el guión que une dos conceptos políticos, el nacional y el socialista, que antes andaban sueltos. Parece que no es mucho. Implica, sin embargo, una revolución o una restauración, según se mire.

El éxito o el fracaso de Hitler no puede predecirse. Se ha echado encima un enemigo poderoso o implacable. Los judíos son ricos, tienen en sus manos los grandes periódicos y no figura, que yo sepa, entre sus máximas la del perdón de las injurias. Hitler tiene un concepto racial del patriotismo y un sentido material del trabajo, que excluye a los judíos, lo mismo por extraños a la raza germánica que por aficionados a ocupaciones usurarias, especulativas y comerciales, que no le merecen simpatías. Así que me parece muy posible que los judíos acaben por derrotar a Hitler, pero también creo probable que su causa triunfe, a pesar de ello. Y es que Hitler mantiene en Alemania, por lo menos frente a los socialistas y frente a los nacionalistas, la causa sagrada de la unidad del hombre.

Sostienen los socialistas que los obreros carecen de patria. Lo habían dicho textualmente Marx y Engels en el manifiesto comunista: “Los trabajadores no tienen patria. No se les puede quitar lo que no tienen.” Viceversa, los nacionalistas no han solido ocuparse de la cuestión social. Con tal de exaltar a su país sobre los otros, no se cuidaban de oponerse a la explotación de los obreros, como si fuera fatal e inevitable. Ya han pasado ochenta y cuatro años y cuarto desde que se promulgó el manifiesto comunista, y ha habido ministros socialistas en casi todos los pueblos europeos, lo que no quita para que se continúe manteniendo el dogma de que los obreros carecen de patria.

La verdad es distinta, sin embargo. Lo pude ver en Londres, en 1911, cuando surgió la guerra de Trípoli entre Italia y Turquía. Los camareros de los restaurantes italianos que yo frecuentaba empezaron a manifestarse orgullosos de las hazañas de su Patria: “Ahora verán estos ingleses que también nosotros tenemos acorazados y cañones; y regimientos, y colonias.” “¿Pero no son ustedes socialistas?”, les preguntaba yo. “Socialistas, sí, señor, pero italianos”, solían contestarme.

Era un mundo nuevo el que surgía, un mussolinismo antes de Mussolini. El acierto de Hitler consiste en haber sentido lo mismo que vastas multitudes, que desean a todo trance conciliar sus reivindicaciones de clase social con sus sentimientos e intereses nacionales, y en haber visto que, a su vez, el patriotismo alemán necesita el activo sostén de las masas obreras para defenderse con probabilidades de victoria. En palabras de Hitler: “Para recobrar la independencia de Alemania respecto del extranjero hay que recobrar primeramente la voluntad de nuestro pueblo.”

Del mismo modo que un socialismo desnacionalizado, sin el estímulo de los valores nacionales, de las banderas patrias, de los sentimientos e intereses comunes, no es sino sectarismo, el nacionalismo necesita de la justicia social y del contentamiento popular para el buen servicio de la Patria. Y aunque es verdad que los intereses del pueblo y los de la Patria no son siempre los mismos, porque las rentas públicas pueden ser pequeñas y grandes las privadas, y viceversa, lo que hace surgir una dialéctica política entre la causa del partido popular y la del partido de la cosa pública, tampoco son contrarios, y mucho menos extraños, los intereses de la República y los del pueblo, sino que hay una vasta zona común, en que pueden marchar de acuerdo la causa nacional y la de la justicia social, que es la razón de que surgiera el guión Hitler, que ha unido buena parte del nacionalismo y del socialismo en un mismo partido.


Ramiro de Maeztu
ABC (Madrid), 20 de abril de 1932 - Pág. 3








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