Desde
que he recibido esta información tengo el corazón helado.
El actual instituto
de enseñanza Ramiro de Maeztu —fundado en 1940 sobre las cenizas del
Instituto-escuela, modelo de las políticas educativas de la Segunda república—
albergó entre abril de 1939 y septiembre de 1940 una “cárcel de madres” por
donde pasaron decenas de mujeres antes de ser fusiladas o de perder a sus hijas
e hijos. Hay hechos cuyo conocimiento altera profundamente nuestra percepción
de dónde y cómo hemos vivido, y este lo es para mí; estoy convencido, sin
embargo, de que el asunto interesa también a cualquier ciudadano.
Quienes
estudiamos allí no puede decirse que no supiéramos nada de la historia del
colegio y su contexto de creación. Aquel espacio es aun hoy un verdadero
complejo de “lugares de memoria”: entre otros, el edificio neo-romano del
Consejo superior de investigaciones científicas (CSIC), con su arcada de
entrada por la calle Serrano; la iglesia del Espíritu Santo de Miguel
Fisac que equilibra con su austeridad lo que podría si no aparecer como un
conjunto monumental demasiado fascista; las estatuas de los atletas en el
extremo exterior del polideportivo —que en su día jalonaron un estadio también
de estética de Hombre nuevo—, pero asimismo la Residencia de estudiantes en la
que se alojaron Lorca y Buñuel, aunque en los años setenta era exclusiva para
profesores… Reunidas en un espacio articulado, estas edificaciones de
épocas diversas y estéticas tan distintas señalaban una superposición de unos proyectos
culturales por otros, aunque los más recientes estuvieran ya perdiendo su
significado originario.
Para quienes estudiamos hasta mediados los años ochenta
había además una serie de símbolos sobradamente marcados: una cruz
conmemorativa situada en el espacio entre el colegio y el territorio del CSIC,
una estatua de la virgen del Pilar, y de modo destacado, una estatua ecuestre
de Franco en el punto de conexión entre el colegio de primaria y el instituto
de secundaria, que solo fue retirada a fines de 1987, años después de
supuestamente culminada la llamada transición.
Que ese era un espacio
cargado de valor para el régimen es algo que hemos sabido, quien más quien
menos, con haber pasado por el colegio y haber preguntado o haberse informado.
Estos y otros vestigios de la dictadura parecían ser todos los ingredientes de
cualquier historia que se pudiera contar sobre el lugar y, por extrapolación,
sobre la guerra española de 1936 que terminó en la destrucción de la República
democrática. Pero esto otro, lo de las madres encarceladas, no fue nunca un
dato transmitido. No ha formado parte de la memoria que hemos recibido sobre la
dictadura varias generaciones de ciudadanos que hemos estudiado en ese colegio,
y al irrumpir ahora, no resulta en absoluto fácil incluirlo en la narración de
cómo tuvo lugar el paso de una institución educativa republicana a otra
franquista y nacional-católica, ni siquiera admitiendo el intermedio dramático
de la guerra: al punto que, al ser introducido, pone en entredicho los anclajes
de esa historia convencional sobre el final de la democracia de los años
treinta, por no hablar de mi recuerdo personal del paso por ese lugar.
Este
arrastraba ya sus claroscuros. Durante años yo guardé en mi memoria algo que
estaba convencido de haber atestiguado siendo un niño. En el hall de entrada al
edificio central del instituto —un espacio en principio reservado al
profesorado pero que los alumnos de EGB recorríamos cuando unas pocas veces al
año un sacerdote nos llevaba a la capilla del edificio más a cantar que a hacer
misa— había colocadas en la pared, una frente a otra, dos estelas de mármol.
Una de ellas conmemoraba que el edificio había sido destrozado por el “furor
marxista” en la “Guerra de Liberación” y reconstruido por Franco al acabar la
contienda. El texto finalizaba con un enfático “¡Arriba España!” y la fecha de
la victoria militar sobre la República en números romanos: MCXXXIX. Después
hemos podido saber que el bombardeo de la poéticamente llamada “Colina de las
Chopos” o de las Humanidades —más popularmente conocida entonces como los Altos
del Hipódromo— no fue otro Gernika en miniatura volado por los propios
republicanos ante su derrota, sino que fue obra de la aviación franquista,
porque para Franco todo ese complejo
—La Junta de ampliación de estudios, la Residencia de estudiantes y el Instituto
escuela— simbolizaban el modelo de educación en valores del liberalismo
democrático y su tradición abiertamente laica, la cual —al decir de uno de sus
conspicuos ideólogos, José María Pemán— había sido fábrica de profesores,
maestros e intelectuales que al parecer habían emponzoñado las almas de las
gentes del pueblo, lanzándoles como masas por el camino de la
autodeterminación, la libertad de conciencia y la utopía emancipadora.
Pues
bien, el texto de esa agresiva y mendaz estela había sido modificado en mis
años de estudiante de primaria y yo creía recordarlo. Lo habían sustituido por
otro que rezaba que el colegio fue destruido por “los horrores de la guerra
civil”. En apariencia se trataba simplemente de adecuar la memoria al nuevo
marco narrativo que ponía el foco en el desastre colectivo de 1936 y el “nunca
más” la guerra. Pero lo que yo recordaba era que el nuevo texto seguía
manteniendo el saludo fascista y la fecha de la rendición de la República: lo
que habían hecho, por tanto, era falsificar la placa de manera que pareciera
que ya en 1939 a la Victoria se le llamaba guerra y que el reconocimiento del
dolor producido por ésta informaba ya entonces las políticas culturales del
régimen. Algo así —intuía yo más que recordaba— tenía que haber sido hecho por
las propias autoridades franquistas en el intento de hacer creer que estaban
asumiendo al relato convencional de 1936 como igualmente dramático para todas
las partes implicadas. Pregunté aquí y allá pero nadie corroboraba mi recuerdo,
y no parecía haber forma de comprobarlo, ya que las estelas habían desaparecido
de las paredes del edificio central en algún momento de comienzos de los años
ochenta.
En ese mismo edificio central que albergó las estelas y aún existe es
donde fue establecida la cárcel de madres republicanas que esperaban juicio y
asistían impotentes a la muerte de sus hijos e hijas, o que se veían forzadas a
cederlos a matrimonios adictos al régimen, quienes de hecho podían legalmente
desde 1941 cambiar los apellidos de los niños, borrando así todo rastro de sus
linajes familiares originarios. Las celdas de las madres estaban en la primera
planta del edificio semiderruido, donde todavía hoy se encuentran las aulas de
la ESO y el bachillerato; desde ahí podían ver cómo sus hijos e hijas
—separados de ellas salvo una hora al día en que les dejaban reunirse—
jugaban en
el espacio donde más tarde estaría la estatua ecuestre de Franco y desde el
cual treinta años después nosotros, también niños —aunque ya todos varones—,
entrábamos en el hall del edificio central camino de la capilla.
Hace
ahora diez años mi memoria me llevó al edificio central de instituto y allí
encontré en un desván las dos inscripciones, una en latín sobre Ramiro de
Maeztu y la otra, que en realidad eran dos una sobrepuesta a la otra. Entonces
yo estaba escribiendo con Jesús Izquierdo Martín La guerra que nos han contado.
1936 y nosotros, un libro hoy imposible de encontrar que analiza los marcos
comunes a los relatos de memoria e historia de la guerra que hemos heredado y
cómo reorientarlos de manera crítica y creativa. Tras comprobar que en efecto
la inscripción había sido objeto de una falsificación, decidimos incluir la
peripecia en el libro como parte del hilo argumental. En principio ahora estaba
ya todo contado, desde la historia y desde la memoria, y uno finalmente podía
dar un valor u otro a ese tiempo, mantener su recuerdo o echarlo al olvido.
Ha tenido que ser la casualidad la que me ha llevado a toparme con otra
parte difícil de digerir de ese pasado, que desborda mi memoria y rompe el
marco de la historia que nos han contado. Hace un par de meses recibí una
invitación para tomar parte en un debate on-line acerca de qué hacer con los
vestigios monumentales de la dictadura (http://memoriasenred.es/foro_vestigios). Esta iniciativa del equipo MemorAgora, se inauguraba con un texto de Ricard
Vinyes en el que proponía una sugerente política para los lugares de memoria de
la dictadura consistente en “no intervenir en ningún elemento de reparación y
acompañar el avance de la destrucción natural” de los monumentos. Otros colegas
fueron escribiendo en ese blog abierto durante unas semanas, valorando la
propuesta de Vinyes, quien usa como ejemplo el descomunal complejo de
Cuelgamuros —el llamado Valle de los Caídos—, y ofreciendo sus puntos de vista
sobre el tema.
Es una propuesta que yo encuentro problemática porque
presupone que las generaciones venideras van a conservar en el tiempo el
compromiso con ese destino para los vestigios del pasado que heredarán. Decidí
entonces escribir dando mi opinión y defender el valor de actuaciones sobre los
vestigios que reúnan la participación ciudadana con la intervención estética en
busca de su re-significación y reutilización; puse como ejemplo la “Colina de
los chopos” y el complejo CSIC-Ramiro de Maeztu. Varios días más tarde recibí
un mensaje de los organizadores anunciando la clausura del debate y volví a
entrar en el blog.
Leyendo los comentarios posteriores al mío me encontré
con uno redactado por Fernando Hernández Holgado en el que, en referencia a mi
ejemplo para una posible experimentación
re-significadora, subrayaba que una intervención en ese espacio “debería ser
escrupulosamente exhaustiva a la hora de documentar el lugar desde la historia
—la disciplina histórica— y también desde la memoria” ya que
[P]oco sabe la
Historia —no hay monografía alguna publicada sobre ello— del breve uso que
tuvo, quizá durante un año escaso, recién acabada la guerra, el edificio del
antiguo Instituto Escuela (…) Se trata de un fino pliegue histórico del
que conservaron un vivo recuerdo mujeres como Trinidad Gallego, Manolita del
Arco o Josefina Amalia Villa, encarceladas en 1939. El edificio albergó la
primera prisión de madres, la llamada “del Alto del Hipódromo”, formada por
reclusas trasladadas con sus hijos desde las prisiones de Ventas y Claudio
Coello. Un brevísimo pliegue histórico, pero de enormes consecuencias para las
vidas de mucha gente —la mortandad por falta de higiene y desatención, por
ejemplo, de decenas de niños y niñas— cuyo conocimiento nos ha sido regalado
por aquellas mujeres de memoria terca.
Aun
traumatizado por la noticia, encontré más referencias en su tesis doctoral
presentada en 2011 en la Universidad Complutense. El autor ha trabajado este asunto concreto como
parte de una investigación sobre la relación entre el modelo carcelario y el
trabajo forzado de mujeres en la primera posguerra. No es el único medio
disponible para recuperar esta parcela del pasado. Mi acceso a esta información
ha coincidido con la edición de la novela Soles Negros de Ignacio del Valle,
cuya trama gira justamente alrededor de las actividades del Patronato de la
Merced, el organismo estatal dedicado a la gestión de los menores hijos de
presas, “algo que parece un cuento de terror pero que, aunque pueda parecer
increíble, sucedió, y además lo hizo de una manera institucionalizada y legal
durante décadas”
Necesitamos situar esta lógica en perspectiva como una gestión instituida de la
muerte colectiva y la erradicación de la descendencia de los derrotados, algo
que impide seguir hablando sin más de una “guerra civil”. Pero esto queda para
otra reflexión.
Las madres de los autores de La guerra que nos han contado
nacieron en los años treinta, al filo de la guerra de 1936. Apenas tenían unos
pocos años cuando en Madrid los restos bombardeados del Instituto escuela de la
República alojaron temporalmente una cárcel de madres. Aunque solo fuera por
edad y condición, ellas podían haber estado entre esas
niñas que entraron en una cárcel con sus madres para no salir o acabar
“adoptadas” por otros padres no biológicos, o para perder a sus progenitoras
encarceladas o ejecutadas. Si les hubieran transmitido esa información, incluso
aunque fuese desde el relato de la propaganda del régimen, al menos habrían
tenido la oportunidad de modificar el relato que heredaron sobre la Segunda
república y su destrucción. Ellas crecieron en el contexto del régimen de
memoria de la Victoria sobre la anti-España y los “rojos”; incluso una fue
acogida por el Auxilio social y la otra se implicó en los rangos inferiores de
la Sección femenina. Aun así, es probable que, una vez se hicieron madres, la
información de que el colegio donde decidieron llevar a sus hijos había sido una
cárcel específicamente para madres hubiera modificado su visión del colegio, de
las instituciones educativas establecidas, del pasado traumático cercano y, por
qué no, de la misma naturaleza del régimen con el convivieron de manera en
principio más bien aquiescente.
Ellas no pudieron elegir qué hacer con el
recuerdo de algo que no les fue transmitido. Pero tampoco sus descendientes,
socializados ya en una democracia que no ha contribuido a que hayamos recibido
en tiempo y forma el relato que nuestros mayores no siempre han podido
transmitir. A los ciudadanos que desde los años cuarenta en adelante estudiamos
en ese colegio —que todavía hoy lleva el nombre del intelectual en quien las
autoridades franquistas hacían encarnar el combate contra las instituciones
educativas creadas para formar individuos libres con conciencia de serlo— se
nos ha escamoteado una información altamente sensible sin darnos la oportunidad
de hacer con ella lo que consideremos más saludable para la convivencia
democrática. El caso se vuelve así ejemplo de otras múltiples in-transmisiones.
El precio de recibir en crudo una información desoladora es alto, pero lo es
más por la sensación de desamparo institucional. Llevamos ya varias décadas
conviviendo con el mito de que tras la muerte de Franco los españoles al
parecer decidieron dejar atrás los dramas del pasado por evitar rencillas en el
presente. Hemos tenido que estudiar a contracorriente para comprender que eso
no fue precisamente el resultado de un debate público con garantías; pero esto
va más allá, porque ¿cómo se puede echar al olvido lo que no se conoce?
Todo ese marco de silencio instituido y su justificación ideológica
manifiesta ahora la insensibilidad que lo preside hacia las generaciones
venideras. El asunto no es siquiera el de la protección del derecho a saber: yo
mismo tal vez hubiera preferido no acceder a esta información. La cuestión es
qué sucede una vez la información aparece, y en qué condiciones tiene lugar el
acceso a lo que se ha querido ocultar o enviar al olvido sin
antes compartir en privado o en público. Pues en ausencia de un relato mediado
por la transmisión intergeneracional de la memoria, la crudeza de la
información puede resultar desbordante. Los vacíos de la memoria son temibles
no porque ignoren el pasado sino porque afectan a la integridad moral de
quienes viven el presente.
Por la naturaleza y la duración del régimen de
Franco, la cadena de transmisión de memoria ha fallado largamente en España. No
partir de este fenómeno cultural vuelve sospechosos los reclamos de olvido, y
se vuelve especialmente contra quienes han encarnado el relato oficial de la
equidistancia y el nunca más. Esto afecta a todas las especies de narración y
niveles de relato, y en este caso basta un ejemplo relacionado con el caso: un
texto recogido por el Equipo Nizkor incorpora una sentida crítica hacia “las
publicaciones y exposiciones `oficiales´ organizadas por los responsables del
CSIC y de la Residencia de Estudiantes desde 1986” por el “nulo interés” que
hasta la fecha han mostrado por esa información, lo que revela el elitismo de
quienes representan hoy el legado de estas instituciones y su apuntalamiento de
un relato sobre el final de la Segunda república tan convencional como sesgado.
Cuando el poeta
Antonio Machado escribió aquellos versos premonitorios anunciando a los
españoles que, al confrontar su realidad social, se les helaría el corazón,
España aparecía entonces dividida en dos; ahora que no lo está, el corazón se
nos puede también seguir helando, al sentir cómo las huellas de todo lo
silenciado se cuelan por entre las costuras del relato de la guerra que nos han
contado.
Pablo Sánchez León
Publicado el 21 de marzo de 2016 en el blog de la Universidad del Barrio de Público.es
He leído el artículo con el corazón encogido pues esta historia me toca muy de cerca. Aberrantes, como siempre, las mentiras de la dictadura.
ResponderEliminar(los links del texto no funcionan)
Gracias por tu comentario Mel. Si quieres contarnos alguna historia al respecto, estamos a tu disposición. En cuanto a los links han eliminado la redirección de origen, así que procedemos a anularlos.
Eliminarno sabia lo del Ramiro,pero lei que se trasformaron en carceles varios colegios,entre ellos el Calasancio de Conde de Peñalver,creo que horrible
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