Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927 - Ciudad de México, 17 de abril de 2014) |
María dos Prazeres, prostituta retirada, admira a Buenaventura Durruti y cuando muera quiere ser enterrada junto a la tumba éste. Para destacar los abusos de poder de los franquistas, María decora su cada comprando “los muebles primorosos, las cosas de servicio y decoración y los arcones de
sedas y brocados que los fascistas robaban de las residencias de los
republicanos en la estampida de la derrota”.
Se separa de uno de sus más asiduos clientes, el Conde de
Cardona, cuando éste le asegura que el
general Franco está obrando justamente al condenar a muerte a tres jóvenes
separatistas vascos. Ella le responde que si Franco hace efectiva su condena,
ella sería capaz de ponerle veneno en su sopa porque “yo también soy una puta
justa”
María dos prazeres
El hombre de la agencia funeraria llegó
tan puntual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la
cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa
roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sen- tía. Se lamentó
aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario
lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino
un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de
colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya
llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el
invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier
hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y
seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Cavidad, y aun así
estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que
esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus
méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo
pasar adelante.
— Perdóneme esta facha de murciélago —
dijo— pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que
alguien llega a la hora anunciada.
Hablaba un catalán perfecto con una
pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués
olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una
mulata esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y
hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El
vendedor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún
comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y
le besó la mano con una reverencia.
— Eres un hombre como los de mis tiempos
— dijo María dos Prazeres con una carcajada de granizo—. Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo
conocía bastante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de
la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció
una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta
sin saber qué decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas
de peluche de las ventanas. El tenue resplandor de abril iluminó apenas el
ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario.
Eran cosas de uso cotidiano, ni una más ni una menos, y cada una parecía puesta
en su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil
encontrar otra casa mejor servida aun en una ciudad tan antigua y secreta como
Barcelona.
— Perdóneme — dijo—. Me he equivocado de
puerta.
— Ojalá — dijo ella—, pero la muerte no
se equivoca.
El vendedor abrió sobre la mesa del
comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de marear con parcelas de
colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres
comprendió que era el plano completo del inmenso panteón de Montjuich, y se
acordó con un horror muy antiguo del cementerio de Manaos bajo los aguaceros de
octubre, donde chapaleaban los tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de
aventureros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo muy niña, el Amazonas
desbordado amaneció convertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto
los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y
cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la causa de que hubiera
elegido el cerro de Montjuich para descansar en paz, y no el pequeño cementerio
de San Gervasio, tan cercano y familiar.
— Quiero un lugar donde nunca lleguen
las aguas — dijo.
— Pues aquí es — dijo el vendedor,
indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que llevaba en el
bolsillo como una estilográfica de acero— No hay mar que suba tanto.
Ella se orientó en el tablero de colores
hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas,
idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos
dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien
escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con
pintura, con carbón, con crayón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus
letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban
para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos
Prazeres había asistido al entierro de Durruti, el más triste y tumultuoso de
cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no
había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó
a lo posible. «Con la condición — dijo— de que no me vayan a meter en una de
esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego,
recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:
— Y sobre todo, que me entierren
acostada.
En efecto, como réplica a la ruidosa
promoción de tumbas vendidas con cuotas anticipadas, circulaba el rumor de que
se estaban haciendo enterramientos verticales para economizar espacio. El
vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y
muchas veces repetido, que esa versión era un infundio perverso de las empresas
funerarias tradicionales para desacreditar la novedosa promoción de las tumbas
a plazos. Mientras lo explicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos
discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que
siguiera.
— No se preocupe — dijo en voz muy
baja—. Es el Noi.
El vendedor retomó el hilo, y María dos
Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embargo, antes de abrir la
puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en
su corazón durante muchos años, y hasta en sus pormenores más íntimos, desde la
legendaria creciente de Manaos.
— Lo que quiero decir — dijo— es que
busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones
y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a
sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
Abrió la puerta de la calle y entró un
perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que
no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba del paseo matinal por
el vecindario, y al entrar padeció un arrebato de alborozo. Saltó sobre la mesa
ladrando sin sentido y estuvo a punto de estropear el plano del cementerio con
las patas sucias de barro. Una sola mirada de la dueña bastó para moderar sus
ímpetus.
— ¡Noi! — le dijo sin gritar—. ¡Baixa
d’ací!
El animal se encogió, la miró asustado,
y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Entonces María dos Prazeres
volvió a ocuparse del vendedor, y lo encontró perplejo.
— ¡Collons!, — exclamó él—. ¡Ha llorado!
— Es que está alborotado por encontrar
alguien aquí a esta hora — lo disculpó María dos Prazeres en voz baja—. En
general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he
visto.
— ¡Pero ha llorado, cono! — repitió el
vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó
ruborizado—: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.
— Todos los perros pueden hacerlo si los
enseñan — dijo ella—. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida
educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus
porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las
cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos?
Faltaba
muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin
árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las sombras
reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las
fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella quería beneficiarse del
descuento por el pago anticipado y en efectivo.
Sólo cuando habían terminado, y mientras
guardaba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con
una mirada consciente y lo estremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a
mirar a María dos Prazeres como si fuera por primera vez.
— ¿Puedo hacerle una pregunta
indiscreta? — preguntó él.
Ella lo dirigió hacia la puerta.
— Por supuesto — le dijo—, siempre que
no sea la edad.
— Tengo la manía de adivinar el oficio
de la gente por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no
acierto — dijo él—. ¿Qué hace usted?
María dos Prazeres le contestó muerta de
risa:
— Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me
nota?
El vendedor enrojeció.
— Lo siento.
— Más debía sentirlo yo — dijo ella, tomándolo
del brazo para impedir que se descalabrara contra la puerta—. ¡Y ten cuidado!
No te rompas la crisma antes de dejarme bien enterrada.
Tan pronto como cerró la puerta cargó el
perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su hermosa voz africana a los coros
infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres
meses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a morir, y desde
entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad. Había
previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de
su cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a nadie. Se
había retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre
piedra pero sin sacrificios demasiado amargos, y había escogido como refugio
final el muy antiguo y noble pueblo de Gracia, ya digerido por la expansión de
la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques
ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los
impactos de algún combate sin gloria. No había portero, y en las escaleras
húmedas y tenebrosas faltaban algunos peldaños, aunque todos los pisos estaban
ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina, forró las
paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas
de terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primorosos, las
cosas de servicio y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los
fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la
estampida de la derrota, y que ella había ido comprando poco a poco, durante
muchos años, a precios de ocasión y en remates secretos. El único vínculo que
le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de Cardona, que siguió
visitándola el último viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un
lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se mantuvo
en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias heráldicas a
una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por
la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos
Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente,
donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años.
Le parecía increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie
más en las escaleras.
Sin embargo, la repartición de su
herencia le demostró que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en
aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el
pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había repartido entre la
gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su
casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio
estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto
preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba
de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando
de memoria a sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre
preciso de cada cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos
con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupaban en su corazón.
Después de la visita del vendedor de
entierros terminó por convertirse en uno más de los numerosos visitantes
dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró flores de
cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba
con tijera de podar hasta dejarlo como las alfombras de la alcaldía, y se
familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al
principio le pareció tan desolado.
En su primera visita, el corazón le
había dado un salto cuando vio junto al portal las tres tumbas sin nombres,
pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos de ella estaba el
vigilante insomne. Pero el tercer domingo aprovechó un descuido para cumplir
uno más de sus grandes sueños, y con el carmín de labios escribió en la primera
lápida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió a
hacerlo, a veces en una tumba, en dos o en las tres, y siempre con el pulso
firme y el corazón alborotado por la nostalgia.
Un domingo de fines de septiembre
presenció el primer entierro en la colina. Tres semanas después, una tarde de
vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la
suya. A fin de año, siete parcelas estaban ocupadas, pero el invierno efímero
pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el
calor y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abiertas se
encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde
de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su
regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta
años.
Al cabo de muchas tentativas frustradas,
María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tumba en la extensa colina
de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura
vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte. Lo llevó
varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de
referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo
sintió bastante diestro para mandarlo solo.
El domingo del ensayo final, a las tres
de la tarde, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era
inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su
albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el
culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas
reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos
años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina
de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ramblas
en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la
ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y
serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.
«Dios mío», suspiró.
«Qué solo se ve».
Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo
el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de otros domingos menos
memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo
desde que los vio por primera vez, que ya no llevaban ropas de luto, ni
lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos. Poco
después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las
gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del
Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de alguien que
hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco,
con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando de fatiga
y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel instante, María
dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara sobre su tumba.
Fue en el otoño siguiente cuando empezó
a percibir signos aciagos que no lograba descifrar, pero que le aumentaron el
peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza
del Reloj con el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno
de flores artificiales que de tanto ser antiguo había vuelto a ponerse de moda.
Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia ansiedad escudriñó la
cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres
en los puestos de libros que por primera vez muchos años no hablaban de fútbol,
los hondos vicios de los lisiados de guerra que les echaban ajas de pan a las
palomas, y en todas partes entró señales inequívocas de la muerte. En Navidad
se encendieron las luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces
de júbilo por los balcones, y una muchedumbre de turistas ajenos a nuestro
destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía
la misma tensión reprimida que precedió a los tiempos en que los anarquistas se
hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época
de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue
despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor.
Una noche, agentes de la Seguridad del
Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un estudiante que había escrito a
brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.
¡Dios mío — se dijo asombrada— es como
si todo se estuviera muriendo conmigo!
Sólo había conocido una ansiedad
semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto antes del amanecer, cuando los
ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las aguas se detenían, el
tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció abismal que sólo
podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible, el
10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido en un
rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la noche con una
botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se
notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba
canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos
favoritos de los catalanes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente
surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde
escuchaba en el gramófono fragmentos de óperas italianas en versiones
históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el
final de los discos.
Después de la cena, larga y bien
conversada, hacían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un
sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la
media noche, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del
dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un
hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado
intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado
nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos
favores fáciles. Él le daba consejos oportunos para el buen manejo de sus
ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el
modo de tenerlas para que no se descubriera que eran cosas robadas. Pero sobre
todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de
Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para
los gustos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas
que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había
contado al conde que su madre la vendió a los catorce años en el puerto de
Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad
durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin
idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran
conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos
que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar
los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse
cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta
ternura, durante tantos años. Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba
escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino
Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos
Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó.
El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la
responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que
acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.
— Entonces los fusilarán sin remedio —
dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo.
María dos Prazeres fijó en él sus
ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las
antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal
acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.
— Pues ruégale a Dios que no — dijo—,
porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.
El Conde se asustó.
— ¿Y eso por qué?
— Porque yo también soy una puta justa.
El conde de Cardona no volvió jamás, y
María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida
acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran
el asiento en los autobuses, que trataran de ayudarla a cruzar la calle, que la
tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por
admitirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces
mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir
sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la
noticia si ella muriera durante el sueño.
Un domingo, al entrar en su casa de
regreso del cementerio, se encontró en el rellano de la escalera con la niña
que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias cuadras, hablándole de
todo con un candor de abuela, mientras la veía retozar con el Noi como viejos
amigos. En la Plaza del Diamante, tal como lo tenía previsto, la invitó a un
helado.
— ¿Te gustan los perros? — le preguntó.
— Me encantan — dijo la niña.
Entonces
María dos Prazeres le hizo la propuesta que tenía preparada desde hacía mucho
tiempo.
— Si alguna vez me sucediera algo, hazte
cargo del Noi — le dijo— con la única condición de que lo dejes libre los
domingos sin preocuparte de nada Él sabrá lo que hace.
La niña quedó feliz. María dos Prazeres,
a su vez, regresó a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado
durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez ni
por la demora de la muerte que aquel sueño no se cumplió. Ni siquiera fue una
decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de
noviembre en que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio.
Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación
de autobuses cuando quedó empapada por completo por las primeras ráfagas de
lluvia. Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio
desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas
polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito
de la tormenta. Mientras trataba de calentar con su cuerpo el perrito ensopado,
María dos Prazeres veía pasar los autobuses repletos, veía pasar los taxis
vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba atención a sus señas de
náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil
suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle
inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella
estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se
ofreció para llevarla.
— Voy muy lejos — dijo María dos
Prazeres con sinceridad.
— Pero me haría un gran favor si me acerca un poco.
— Dígame adonde va — insistió él.
— A Gracia — dijo ella. s La puerta se
abrió sin tocarla.
— Es mi rumbo — dijo él—. Suba. En el
interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance
irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz
donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del
desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos
Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la
del perrito de lástima que dormía en su regazo.
— Esto es un trasatlántico — dijo,
porque sintió que tenía que decir algo digno— Nunca había visto nada igual, ni
siquiera en sueños.
— En realidad, lo único malo que tiene
es que no es mío — dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó
en castellano—: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
— Me lo imagino — suspiró ella.
Lo examinó de soslayo, iluminado de
verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un
adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó
que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien
la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy
feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía
creer que de veras no era el dueño del automóvil.
No volvieron a hablar en todo el
trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias
veces, y una vez más se dolió de seguir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida,
con la pañoleta de cocina que se había puesto en la cabeza de cualquier modo
cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había
ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
Cuando llegaron al barrio de Gracia
había empezado a escampar, era de noche y estaban encendidas las luces de la
calle. María dos Prazeres le indicó a su conductor que la dejara en una esquina
cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo
hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse.
Ella soltó el perrito, trató de salir del automóvil con tanta dignidad como el
cuerpo se lo permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró
con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante,
sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le
pregunto con una voz resuelta:
— ¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
— Le agradezco mucho el favor de traerme
— dijo—, pero no le permito que se burle de mí.
— No tengo ningún motivo para burlarme
de nadie — dijo él en castellano con una seriedad terminante—. Y mucho menos de
una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos
hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que
ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó
insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
— ¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del
automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
— Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por
el resplandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el primer tramo de la
escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera
creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del
entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó
los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había
adelantado, trató de ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi
enseguida sintió los primeros pasos en los peldaños sueltos de la escalera y
temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió
a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida
durante tres años, y comprendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo
que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo
los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración creciente de alguien
que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió
que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en
la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.
Gabriel García Márquez, Mayo 1979
Doce cuentos peregrinos, 1982
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