Guadalajara
El nombre de Guadalajara era, sin duda, el de más gloriosas resonancias
entre el pueblo y el ejército de la República, más aún que el del Ebro, porque
la batalla que lleva el nombre del gran río ibérico, si bien tuvo un brillante
comienzo, acabó catastróficamente, mientras que aquélla —la batalla de
Guadalajara—, con malos principios, fue coronada victoriosamente sobre los
mussolinianos. Desde tan lejana fecha, las unidades militares que guarnecían
aquel frente habían estado utilizando material de guerra italiano —camiones,
ametralladoras, fusiles y bombas de mano—, pero ya en marzo de 1939 apenas si
quedaban los últimos residuos de aquel botín. Los jefes de compañía debían dar,
en el parte diario, cuenta de las bombas y de los proyectiles de fusil
gastados, porque el parque de municionamiento se hallaba agotado y era preciso
escatimar una. bala. La alimentación del soldado, salvo el pan, que era bueno,
se componía exclusivamente de dos sopicaldos —a mediodía y por la noche— y de
un cazo de agua ennegrecida por algunos granos de cebada tostada, que servía de
desayuno. Su vestuario llevaba mucho tiempo sin ser renovado y corría
prácticamente a cargo de los familiares de los combatientes, como asimismo el
calzado. No se recordaba ya cuándo fueron distribuidas las últimas botas. Hasta
el suministro de alpargatas dependía del mercado, donde las compraban los
comisarios con el dinero que para esos fines adelantaban los soldados de su
peculio.
—Tenemos mucha hambre, comisario —era su continua e inalterable queja.
—¿Cuándo nos van a dar botas? —preguntaban obstinadamente. Los oficiales y
comisarios, sometidos igualmente a estas duras condiciones, se veían además,
abrumados por las señales inequívocas que anunciaban el fin de la guerra sin
esperanza de victoria.
La ofensiva de Extremadura
—¿Cómo se puede seguir haciendo la guerra sin municiones, sin gasolina y
sin qué comer? —se preguntaban entre sí los que eran amigos de confianza.
Las tropas que cubrían el frente de Guadalajara eran las del IV Cuerpo de
Ejército, mandado por Cipriano Mera. La ofensiva de Extremadura fue el último y
desesperado intento de romper el dogal que amenazaba de estrangulamiento a los
ejércitos republicanos sitiados en el corazón de la Península. Se acumuló en
ella toda la fuerza posible. Pero era una fuerza ciega. El Ejército de la.
República jadeaba ya, malherido, y su acometida careció de cohesión. Los altos
mandos militares que la condujeron no tenían ninguna fe en sus resultados y
actuaron al menos con desgana. Así, la sorpresa y el empuje de sus primeras
horas quedaron enredados, y luego contenidos, en el cuello de botella de Sierra
Trapera.
Cundió por todos los demás frentes el rumor de que la ofensiva había sido
descaradamente saboteada. No funcionaron ni la intendencia ni el
municionamiento. Hubo órdenes contradictorias y, como consecuencia,
desbarajuste y caos. Y se citaron los nombres de algunos jefes militares
destacados como los responsables de aquella desgraciada e inútil tentativa.
Responsables a conciencia, no por ineptitud y falta de imaginación, sino como
resultado de un entendimiento con el enemigo. Esta versión —fuera o no cierta—
fue la admitida por la mayoría de los combatientes
¿Qué pasa en Madrid?
Se sabía igualmente que el Ejército Popular carecía de camiones, de
tanques y de aviación. Era de general conocimiento también el mal estado de la
artillería y la pobreza de los parques de municionamiento y de intendencia,
pero todas estas razones no eran suficientes para quebrantar la moral de un
ejército, creada y sostenida entre continuas retiradas y frustraciones. Fue la
sensación de absoluta impotencia, de abandono y traición, que produjo el
fracaso de la ofensiva de Extremadura, lo que la hizo tambalearse, primero, y
desmoronarse, después.
«La voz del combatiente», el periódico de las trincheras que editaba
el Comisariado de Guerra, informó de la llegada a Madrid del doctor Negrín y
Alvarez del Vayo con los jefes militares Líster y Modesto. Después de un largo
período —prácticamente desde la caída de Barcelona—sin saber nada del Gobierno
de la República, esta era la primera noticia que daba fe de su existencia.
Naturalmente, dio lugar a diversos y contradictorios comentarios entre los
combatientes, según fueran estos comunistas, socialistas, anarcosindicalistas o
republicanos. Para los primeros significaba un afianzamiento de su hegemonía y
una definitiva y total imposición de su línea politico-militar. En cambio, para
todos los demás, la reaparición del doctor Negrín en el escenario político
envolvía una clara amenaza para sus posiciones y, sobre todo, la liquidación de
su ya mermadísima facultad de determinación en la marcha de la guerra. Negrín,
salvo para sus incondicionales seguidores, se había ido desacreditando ante los
combatientes por el incumplimiento de todas sus promesas. «Resistir es vencer»,
su consigna favorita, que en un tiempo gozó de la adhesión mayoritaria, no era
ya tomada en serio y sí como motivo de chirigotas.
Negrín había proclamado unos puntos que pudieran servir de base para llegar
a una paz negociada con el enemigo. Todo el mundo sabía esto, pero pocos
conocían su resultado negativo. Por eso, su presencia en Madrid en tan críticas
jornadas desencadenó una ola de rumores acerca del próximo fin de la guerra.
Inmediatamente se pensó en que todo iba a cambiar, que comenzaba la gran crisis
postrera, porque era unánime la opinión —la de los comunistas y los no
comunistas— de que así no se podía seguir. ¿Se estaba gestando la paz? ¿Cómo?
¿En qué condiciones? Negrín volvió a ausentarse de Madrid, escoltado por los
mismos personajes con que llegara desde París, sin que ningún acontecimiento se
produjera. Pero aunque la situación permaneciese aparentemente estática,
persistía la expectación.
Hambre y frío
—¿Qué pasa en Madrid? ¿Qué se está amasando en Madrid
Tales eran las interrogantes que se cruzaban y a las que nadie sabía
responder. Para cualquiera que llegara del frente con una horas de permiso,
Madrid aparecía exactamente igual que en los últimos meses: con sus barricadas,
sus escaparates vacíos, sus tranvías abarrotados, sus calles engalanadas con
banderas y carteles y sus multitudes obstinadas. Sus habitantes, después de
tantos meses de sitio y de sufrir toda clase de penalidades, parecían
insensibilizados y como convencidos de que la difícil situación por la que
atravesaban no tendría fin. El Madrid gris, de los obuses silbando por la Gran
Vía, de las noches temerosas; el Madrid hambriento y aterido, con largas colas
ante los establecimientos que repartían las exiguas provisiones; el Madrid de
los árboles desmochados y de los bancos públicos despojados de sus tablones por
los leñadores furtivos, con el último chiste y la aguda chirigota rodando por
los bares o por entre los grupos murmuradores que aún persistían en la Puerta
del Sol; el Madrid del «metro» caliente como refugio nocturno de familias
enteras, con sus mujeres entoquilladas, sus alegres muchachas desnutridas y sus
soldados de todas las edades; el Madrid, en fin, veterano de la guerra,
estoico, resignado, consciente de su papel de protagonista de la gran tragedia
española —«rompeolas de todas las Españas»—, continuaba en pie, como siempre.
No obstante, bajo aquella tranquila y resignada apariencia, como bajo la
película del agua estancada, bullía una tremenda inquietud en aquellos primeros
días de marzo de 1939; una enconada y dramática efervescencia de pareceres,
contrapuestos en apariencia, pero acordes en lo fundamental: en que era ya
inevitable el inmediato fin de la guerra. Resultaba evidente para todos la
necesidad de salir de la larga agonía que comenzó con la pérdida de Cataluña,
la expatriación del Gobierno y la dimisión de Azañá, todo lo cual trajo como
consecuencia el reconocimiento diplomático del Gobierno de Burgos y el
aislamiento asfixiante y funeral de los últimos defensores de la República. La
parte del Ejército Popular que aún se mantenía con las armas en la mano se
encontraba acorralado, hambriento y en una manifiesta y cada día más abultada
situación de inferioridad en armamento y en toda clase de recursos frente a un
adversario henchido de moral de victoria.
La paz, sí, pero, ¿cómo? ¿Quién sería capaz de poner el cascabel al gato?
De ella había hablado Negrín y aunque todo hubiese quedado en simples palabras
por el momento, la pretensión, sin embargo, abonada por un cansancio que se
hacia de pronto insoportable, logró introducirse en el complejo de ideas y
sentimientos de los combatientes y de la población civil.
La noche triste
Por eso no fue realmente una sorpresa para nadie el anuncio de la radio que
comunicaba la formación de un Consejo de Defensa para entablar negociaciones de
paz con el Gobierno de Burgos en la noche de aquel domingo, día 5 de marzo del
año 1939. No obstante, las voces de Casado y de Besteiro desencadenaron una ola
emocional que conmovió profundamente la conciencia de todos, tanto de los
partidarios de la República como de sus enemigos, aunque fuese por razones tan
dispares. Era el comienzo del fin, el término de un angustioso proceso de
incertidumbres. La tensión oculta y reprimida se liberaba casi fisiológicamente.
En medio de su dramática significación, la noticia produjo un suspiro de
alivio. Pero pronto se volvió a estrechar el nudo en torno a la garganta de los
antifascistas. No todos estaban conformes con la constitución del Consejo de
Defensa —también llamado Junta de Defensa—. Un gran sector, precisamente el más
fuerte y decidido desde el punto de vista de la cohesión ideológica, la
disciplina partidaria y el poderío militar, se declaró en franca oposición a
los designios de los demás partidos políticos y organizaciones sindicales
representados en el nuevo organismo ejecutivo. Era el sector de los comunistas
militantes y de sus afines. Así, desde el primer momento, el campo de las
fuerzas republicanas quedó dividido entre dos facciones irreconciliables. Los
comunistas, a un lado: al otro, socialistas, anarcosindicalistas y
republicanos. En medio, el pueblo de Madrid. La posición dialéctica de los
comunistas estribaba en la inminencia de la guerra mundial, que cambiaría
necesariamente el orden de los factores en la guerra española. La de los
socialistas y sus aliados se apoyaban en el hecho incontrovertible del
agotamiento de todas las posibilidades de triunfo. Aquellos pretendían —al
menos teóricamente— continuar la guerra española hasta empalmarla con la
internacional. Estos buscaban una salida airosa que evitase la última matanza.
Unos jugaban sobre el tablero politico-militar del mundo. Los otros se atenían
a la realidad tangible y próxima de su situación en la Península, aislados del
resto del mundo y sin esperanza de socorro. Era la hipótesis contra la amarga
experiencia de continuas decepciones en el comportamiento de las naciones que
se consideraban amigas.
Casado, Besteiro y Mera
Aquella noche, mientras la población dormía, por las calles de Madrid,
entre silencio y sombras, ambos contendientes empezaron a tomar posiciones
militares para dilucidar la cuestión por la violencia. Una nueva guerra
empezaba entre los aliados —siquiera aparentemente aliados— del día anterior.
Cuando el coronel. Segismundo Casado se posesionó de la jefatura del Ejército
del. Centro, llegó hasta el último soldado la sensación de que una mano fuerte
y enérgica había empuñado las riendas del mando. De arriba abajo. corrió como
un estremecimiento ordenancista y se hizo notar bien pronto, especialmente
entre los oficiales, que el coronel Casado era un profesional celoso de sus
prerrogativas, dispuesto a imponer a todos un comportamiento verdaderamente
militar. No gozaba de previo renombre entre las tropas ni era uno de esos jefes
militares de que habitualmente hablaba la prensa. Sin embargo, no tardó en
hacerse popular y conquistar el respeto unánime. Políticamente tampoco era
notable. Se le suponía, eso si, afecto a la República y, sin que nadie supiera
decir por qué, más bien arrimado a la, fracción moderada del socialismo. En el
difícil campo de las rivalidades políticas dentro del Ejército, Casado supo
situarse en un plano superior o al margen, lo que para la opinión no comunista
era una garantía de neutralidad muy apreciable. El profesor de Lógica Julián
Besteiro gozaba de un viejo prestigio, dentro y fuera del partido socialista y
de la U.G.T. En las Cortes Constituyentes de la República mereció, por su tacto
y res-. peto a todas las opiniones, los mayores elogios 'de la mayoría
gobernante y de la oposición parlamentaria. Pero fue la primera víctima del
senil extremismo revolucionario de Francisco Largo Caballero, Por eso la guerra
le sorprendió en pleno ostracismo político y durante ella rechazó todos los
cargos de responsabilidad que se le ofrecieron. No obstante, cuando la guerra
estaba perdida„ Besteiro no dudó en cargar sobre sus enfermos y débiles hombros
el peso terrible de; su liquidación, es decir, la cruz, sin esperanzas de
resurrección, Por último, Cipriano Mera, viejo militante anarcosindicalista que
se había distinguido siempre por su extremismo en las luchas sociales, había
llegado a desarrollar una de las más. sorprendentes vocaciones militares
durante la guerra. Mera, además de valeroso, demostró cualidades innatas para
el mando. Entendió la disciplina y la impuso sin contemplaciones, especialmente
a sus antiguos compañeros de empresas revolucionarias. Casado, Besteiro y Mera
eran los tres hombres clave de la nueva situación, aunque este último no
perteneciera a la Junta, ya que, en cambio, aportaba a la lucha contra los
negrinistas las mejores tropas con que aquélla podía contar, las del IV Cuerpo
de Ejército, acampado en Guadalajara.
La semana del duro
Así se llamaba a ciertos períodos de liquidación de mercancías en los
grandes almacenes y ese fue el nombre que alguien aplicó, con mucho éxito por
cierto, a los siete días que duró la lucha entre casadistas y negrinistas en
las calles de la capital de España.
Barceló fue el jefe comunista que primero atacó a la Junta de Casado con
las tropas de su Cuerpo de Ejército, que guarnecía el frente de Madrid. Sus
unidades tomaron el: Cuartel General del Ejército del Centro y se infiltraron
por diversos barrios y calles hasta penetrar en el mismo corazón de la
ciudad... En los primeros días de lucha, la confusión era indescriptible, a
veces dramática y a veces grotesca. Asomaban soldados por todas las esquinas
sin que se supiera a qué bando pertenecían. De pronto, alguien era detenido e
interrogado:
—¿Con quién estás tú?
El detenido se quedaba perplejo mirando a sus aprehensores y sin saber qué
contestar, porque lo mismo podían ser negrinistas que casadistas. Nada exterior
los diferenciaba. Si se declaraba partidario de Negrin, por ejemplo, y los que
le habían detenido resultaban casadistas, se metía él mismo en prisión, y
viceversa. De cualquier manera suponía una aventura, peligrosa, Hasta que
Casado ordenó que sus fuerzas llevasen un brazalete blanco como distintivo.
Por calles y plazas circulaban patrullas armadas, carros de combate,
artillería, y camiones cargados de tropa, yendo y viniendo, corriéndose de un
lado para otro, como si jugaran al escondite. Súbitamente se iniciaba un
tiroteo. La gente —la población civil. y los muchos soldados que se habían
quedado al margen de la contienda—corría, se refugiaba en los portales o se
echaba al suelo.
—¿Quiénes van ganando? —se preguntaban unos a otros.
Después, cesaba el tiroteo y la circulación se restablecía nuevamente y
recobraba su aspecto normal. Nadie sabía cuál era la verdadera situación.
Bastaba cruzar una calle para pasar de un sector a otro; de un mundo donde los
periódicos atacaban la locura suicida de los comunistas y hablaban de su
inminente capitulación a otro en el que se voceaba «Mundo Obrero» con feroces
insultos para el «puñado de traidores de la Junta», a quienes, sin duda,
esperaba la justicia implacable de los antifascistas. A todo esto, la población
civil seguía discurriendo por las calles, especialmente las mujeres, siempre a
la caza de alimentos, con absoluta indiferencia, quejándose sólo de las
molestias que los frecuentes tiroteos entre unos y otros les causaban. Porque,
en efecto, el pueblo se sintió desligado totalmente de un pleito suscitado por
los cuadros dirigentes de la guerra, y esta inhibición fue la que redujo el
conflicto y evitó que degenerara en una carnicería.
En realidad, los más duros combates de la «semana del duro» tuvieron lugar
en los accesos a Madrid, especialmente cuando las tropas del IV Cuerpo de
Ejército acudieron, desde Guadalajara, en ayuda de la Junta. Hubo unos días en
que los negrinistas tuvieron en sus manos la victoria, pero les faltó decisión,
planes y fines concretos. Luego cundió entre ellos el desánimo y, cuando las
fuerzas de Cipriano Mera irrumpieron triunfalmente desde Alcalá de Henares, la
moral de los comunistas se derrumbó. Todavía hubo, sin embargo, una gran
batalla: la de los Nuevos Ministerios. Aquella tarde, los madrileños pudieron
presenciar, desde azoteas y balcones, un despliegue de tanques e infantería por
el ancho paseo de la Castellana y oír el silbido de las balas y la explosión de
los obuses.
La paz honrosa
Pese a la inhibición del pueblo, la «semana del duro» arrojó un apreciable
saldo de muertos y heridos, inútilmente muertos y heridos ya.
Era el lema de la Junta: poner fin a la guerra mediante una paz lo menos
onerosa posible para el vencido. Lo que trataba de conseguir era que, a cambio
de la deposición de las armas y el cese de hostilidades, el Gobierno de Burgos
permitiera que pudiesen abandonar España —en orden y concierto— todos aquellos
que, por razones de incompatibilidad ideológica o de especial responsabilidad,
lo desearan.
Finalizada la «semana del duro» siguieron unos días de calma y de
silenciosa expectación.
—¿Cómo van las negociaciones con Burgos?
En general, dominaba el optimismo. Se hablaba de barcos y del comienzo
inmediato de una evacuación ordenada. El recuerdo de las penalidades sufridas
en Francia por los fugitivos de Cataluña hacia que el que más y el que menos
recelara de Europa y se viese mejor en América recomenzando su vida. Por su
parte, el enemigo hizo correr la especie de que «el que no tuviera manchadas
las manos de sangre o robo no tenía nada que temer».
Pero pasó otra semana sin que se confirmara ninguno de estos felices proyectos.
Y el silencio oficial desencadenó otra vez el nerviosismo.
—¿Qué pasa? Nos estarán engañando?
Después de los combates entre negrinistas y casadistas, el ejército había
quedado deshecho. Comenzaban las deserciones. El espíritu y la moral de combate
perduraban ya solamente unidos al recuerdo de mejores días. Los timoratos, los
oportunistas y los «listos» de siempre empezaban a chaquetear y a buscarse una
coartada, pero los más eran presa de la angustia y del desconcierto.
La estampida
—¿Qué va a ser de todos nosotros? —clamaban.
Y una noche la radio dio la noticia de la ruptura de las negociaciones con
Burgos. Cuando parecía que se había llegado, al fin, a un completo acuerdo, el
vencedor dio por terminadas las conversaciones e impuso sin rodeos la inmediata
rendición incondicional. Esta noticia, siempre temida, provocó el pánico y la
estampida. Los puertos de Levante, el mar, la huida... Pero sólo pudieron
escapar hacia allí los que dispusieron de un medio de locomoción Y del
combustible necesario. Y en Madrid permanecieron, resignados a afrontar lo que
viniera, todos los demás. Fue una noche de insomnio, casi casi de locura
colectiva. Cientos de vehículos emprendieron la ruta de Levante, cargados hasta
los topes, con niños, mujeres, ropas y toda la comida que pudieron allegar. Fue
un éxodo desesperado como, siglos atrás, los de judíos y moriscos, a la
aventura, sin planes, alucinante. El caso era llegar al mar, donde su aterrada
imaginación les hacia creer que les aguardaban aquellos barcos de que tanto se
les había hablado.
Madrid se quedó como desangrado. Luego se supo que fueron pocos los que
pudieron escapar. Más tarde se conoció el drama del puerto de Alicante. Y
también se supo que los miembros de la Junta, excepto Besteiro, el que no quiso
nada durante la guerra, habían marchado al extranjero, algunos en avión: y se
dijo que Casado, con algunos otros, halló pasaje en un barco hospital inglés
que había llegado a Gandía en espera de un cargamento de prisioneros italianos
de cuando la batalla de Guadalajara, enviado por la Cruz Roja internacional.
El fin
En las primeras horas de la mañana siguiente, Madrid se cubrió de banderas
victoriosas y una multitud enardecida se echó a la calle para dar el parabién a
los primeros soldados nacionalistas que entraban como vencedores. Nuevos
himnos. Nuevo saludo. La victoria.
Por otro lado, la derrota. Junto a los desfiles de los vencedores empezaron
a verse otros de soldados inermes, tristes, silenciosos, camino de la plaza de
toros y de otros puntos de concentración: los vencidos. Para unos, comienzo;
para otros, fin.
Ángel María de Lera
Historia y vida núm. 50 - Mayo 1972
Ángel María de Lera (Baides, 7 de mayo de 1912 - Madrid, 23 de julio de 1984). Soldado del EPR alcanzó el grado de comandante. Fundador del Partido Sindicalista con Ángel Pestaña. Prisionero de Franco desde 1939 a 1947.
Ángel María de Lera (Baides, 7 de mayo de 1912 - Madrid, 23 de julio de 1984). Soldado del EPR alcanzó el grado de comandante. Fundador del Partido Sindicalista con Ángel Pestaña. Prisionero de Franco desde 1939 a 1947.
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