Lo Último

1960. Lo que yo ví (Madrid, marzo de 1939)



Guadalajara

El nombre de Guadalajara era, sin duda, el de más gloriosas resonancias entre el pueblo y el ejército de la República, más aún que el del Ebro, porque la batalla que lleva el nombre del gran río ibérico, si bien tuvo un brillante comienzo, acabó catastróficamente, mientras que aquélla —la batalla de Guadalajara—, con malos principios, fue coronada victoriosamente sobre los mussolinianos. Desde tan lejana fecha, las unidades militares que guarnecían aquel frente habían estado utilizando material de guerra italiano —camiones, ametralladoras, fusiles y bombas de mano—, pero ya en marzo de 1939 apenas si quedaban los últimos residuos de aquel botín. Los jefes de compañía debían dar, en el parte diario, cuenta de las bombas y de los proyectiles de fusil gastados, porque el parque de municionamiento se hallaba agotado y era preciso escatimar una. bala. La alimentación del soldado, salvo el pan, que era bueno, se componía exclusivamente de dos sopicaldos —a mediodía y por la noche— y de un cazo de agua ennegrecida por algunos granos de cebada tostada, que servía de desayuno. Su vestuario llevaba mucho tiempo sin ser renovado y corría prácticamente a cargo de los familiares de los combatientes, como asimismo el calzado. No se recordaba ya cuándo fueron distribuidas las últimas botas. Hasta el suministro de alpargatas dependía del mercado, donde las compraban los comisarios con el dinero que para esos fines adelantaban los soldados de su peculio.

—Tenemos mucha hambre, comisario —era su continua e inalterable queja. —¿Cuándo nos van a dar botas? —preguntaban obstinadamente. Los oficiales y comisarios, sometidos igualmente a estas duras condiciones, se veían además, abrumados por las señales inequívocas que anunciaban el fin de la guerra sin esperanza de victoria.


La ofensiva de Extremadura

—¿Cómo se puede seguir haciendo la guerra sin municiones, sin gasolina y sin qué comer? —se preguntaban entre sí los que eran amigos de confianza.

Las tropas que cubrían el frente de Guadalajara eran las del IV Cuerpo de Ejército, mandado por Cipriano Mera. La ofensiva de Extremadura fue el último y desesperado intento de romper el dogal que amenazaba de estrangulamiento a los ejércitos republicanos sitiados en el corazón de la Península. Se acumuló en ella toda la fuerza posible. Pero era una fuerza ciega. El Ejército de la. República jadeaba ya, malherido, y su acometida careció de cohesión. Los altos mandos militares que la condujeron no tenían ninguna fe en sus resultados y actuaron al menos con desgana. Así, la sorpresa y el empuje de sus primeras horas quedaron enredados, y luego contenidos, en el cuello de botella de Sierra Trapera.

Cundió por todos los demás frentes el rumor de que la ofensiva había sido descaradamente saboteada. No funcionaron ni la intendencia ni el municionamiento. Hubo órdenes contradictorias y, como consecuencia, desbarajuste y caos. Y se citaron los nombres de algunos jefes militares destacados como los responsables de aquella desgraciada e inútil tentativa. Responsables a conciencia, no por ineptitud y falta de imaginación, sino como resultado de un entendimiento con el enemigo. Esta versión —fuera o no cierta— fue la admitida por la mayoría de los combatientes


¿Qué pasa en Madrid?

Se sabía igualmente que el Ejército Popular carecía de camiones, de tanques y de aviación. Era de general conocimiento también el mal estado de la artillería y la pobreza de los parques de municionamiento y de intendencia, pero todas estas razones no eran suficientes para quebrantar la moral de un ejército, creada y sostenida entre continuas retiradas y frustraciones. Fue la sensación de absoluta impotencia, de abandono y traición, que produjo el fracaso de la ofensiva de Extremadura, lo que la hizo tambalearse, primero, y desmoronarse, después.

«La voz del combatiente», el periódico de las trincheras que editaba el Comisariado de Guerra, informó de la llegada a Madrid del doctor Negrín y Alvarez del Vayo con los jefes militares Líster y Modesto. Después de un largo período —prácticamente desde la caída de Barcelona—sin saber nada del Gobierno de la República, esta era la primera noticia que daba fe de su existencia. Naturalmente, dio lugar a diversos y contradictorios comentarios entre los combatientes, según fueran estos comunistas, socialistas, anarcosindicalistas o republicanos. Para los primeros significaba un afianzamiento de su hegemonía y una definitiva y total imposición de su línea politico-militar. En cambio, para todos los demás, la reaparición del doctor Negrín en el escenario político envolvía una clara amenaza para sus posiciones y, sobre todo, la liquidación de su ya mermadísima facultad de determinación en la marcha de la guerra. Negrín, salvo para sus incondicionales seguidores, se había ido desacreditando ante los combatientes por el incumplimiento de todas sus promesas. «Resistir es vencer», su consigna favorita, que en un tiempo gozó de la adhesión mayoritaria, no era ya tomada en serio y sí como motivo de chirigotas.

Negrín había proclamado unos puntos que pudieran servir de base para llegar a una paz negociada con el enemigo. Todo el mundo sabía esto, pero pocos conocían su resultado negativo. Por eso, su presencia en Madrid en tan críticas jornadas desencadenó una ola de rumores acerca del próximo fin de la guerra. Inmediatamente se pensó en que todo iba a cambiar, que comenzaba la gran crisis postrera, porque era unánime la opinión —la de los comunistas y los no comunistas— de que así no se podía seguir. ¿Se estaba gestando la paz? ¿Cómo? ¿En qué condiciones? Negrín volvió a ausentarse de Madrid, escoltado por los mismos personajes con que llegara desde París, sin que ningún acontecimiento se produjera. Pero aunque la situación permaneciese aparentemente estática, persistía la expectación.


Hambre y frío

—¿Qué pasa en Madrid? ¿Qué se está amasando en Madrid

Tales eran las interrogantes que se cruzaban y a las que nadie sabía responder. Para cualquiera que llegara del frente con una horas de permiso, Madrid aparecía exactamente igual que en los últimos meses: con sus barricadas, sus escaparates vacíos, sus tranvías abarrotados, sus calles engalanadas con banderas y carteles y sus multitudes obstinadas. Sus habitantes, después de tantos meses de sitio y de sufrir toda clase de penalidades, parecían insensibilizados y como convencidos de que la difícil situación por la que atravesaban no tendría fin. El Madrid gris, de los obuses silbando por la Gran Vía, de las noches temerosas; el Madrid hambriento y aterido, con largas colas ante los establecimientos que repartían las exiguas provisiones; el Madrid de los árboles desmochados y de los bancos públicos despojados de sus tablones por los leñadores furtivos, con el último chiste y la aguda chirigota rodando por los bares o por entre los grupos murmuradores que aún persistían en la Puerta del Sol; el Madrid del «metro» caliente como refugio nocturno de familias enteras, con sus mujeres entoquilladas, sus alegres muchachas desnutridas y sus soldados de todas las edades; el Madrid, en fin, veterano de la guerra, estoico, resignado, consciente de su papel de protagonista de la gran tragedia española —«rompeolas de todas las Españas»—, continuaba en pie, como siempre. No obstante, bajo aquella tranquila y resignada apariencia, como bajo la película del agua estancada, bullía una tremenda inquietud en aquellos primeros días de marzo de 1939; una enconada y dramática efervescencia de pareceres, contrapuestos en apariencia, pero acordes en lo fundamental: en que era ya inevitable el inmediato fin de la guerra. Resultaba evidente para todos la necesidad de salir de la larga agonía que comenzó con la pérdida de Cataluña, la expatriación del Gobierno y la dimisión de Azañá, todo lo cual trajo como consecuencia el reconocimiento diplomático del Gobierno de Burgos y el aislamiento asfixiante y funeral de los últimos defensores de la República. La parte del Ejército Popular que aún se mantenía con las armas en la mano se encontraba acorralado, hambriento y en una manifiesta y cada día más abultada situación de inferioridad en armamento y en toda clase de recursos frente a un adversario henchido de moral de victoria.

La paz, sí, pero, ¿cómo? ¿Quién sería capaz de poner el cascabel al gato? De ella había hablado Negrín y aunque todo hubiese quedado en simples palabras por el momento, la pretensión, sin embargo, abonada por un cansancio que se hacia de pronto insoportable, logró introducirse en el complejo de ideas y sentimientos de los combatientes y de la población civil.


La noche triste

Por eso no fue realmente una sorpresa para nadie el anuncio de la radio que comunicaba la formación de un Consejo de Defensa para entablar negociaciones de paz con el Gobierno de Burgos en la noche de aquel domingo, día 5 de marzo del año 1939. No obstante, las voces de Casado y de Besteiro desencadenaron una ola emocional que conmovió profundamente la conciencia de todos, tanto de los partidarios de la República como de sus enemigos, aunque fuese por razones tan dispares. Era el comienzo del fin, el término de un angustioso proceso de incertidumbres. La tensión oculta y reprimida se liberaba casi fisiológicamente. En medio de su dramática significación, la noticia produjo un suspiro de alivio. Pero pronto se volvió a estrechar el nudo en torno a la garganta de los antifascistas. No todos estaban conformes con la constitución del Consejo de Defensa —también llamado Junta de Defensa—. Un gran sector, precisamente el más fuerte y decidido desde el punto de vista de la cohesión ideológica, la disciplina partidaria y el poderío militar, se declaró en franca oposición a los designios de los demás partidos políticos y organizaciones sindicales representados en el nuevo organismo ejecutivo. Era el sector de los comunistas militantes y de sus afines. Así, desde el primer momento, el campo de las fuerzas republicanas quedó dividido entre dos facciones irreconciliables. Los comunistas, a un lado: al otro, socialistas, anarcosindicalistas y republicanos. En medio, el pueblo de Madrid. La posición dialéctica de los comunistas estribaba en la inminencia de la guerra mundial, que cambiaría necesariamente el orden de los factores en la guerra española. La de los socialistas y sus aliados se apoyaban en el hecho incontrovertible del agotamiento de todas las posibilidades de triunfo. Aquellos pretendían —al menos teóricamente— continuar la guerra española hasta empalmarla con la internacional. Estos buscaban una salida airosa que evitase la última matanza. Unos jugaban sobre el tablero politico-militar del mundo. Los otros se atenían a la realidad tangible y próxima de su situación en la Península, aislados del resto del mundo y sin esperanza de socorro. Era la hipótesis contra la amarga experiencia de continuas decepciones en el comportamiento de las naciones que se consideraban amigas.


Casado, Besteiro y Mera

Aquella noche, mientras la población dormía, por las calles de Madrid, entre silencio y sombras, ambos contendientes empezaron a tomar posiciones militares para dilucidar la cuestión por la violencia. Una nueva guerra empezaba entre los aliados —siquiera aparentemente aliados— del día anterior. Cuando el coronel. Segismundo Casado se posesionó de la jefatura del Ejército del. Centro, llegó hasta el último soldado la sensación de que una mano fuerte y enérgica había empuñado las riendas del mando. De arriba abajo. corrió como un estremecimiento ordenancista y se hizo notar bien pronto, especialmente entre los oficiales, que el coronel Casado era un profesional celoso de sus prerrogativas, dispuesto a imponer a todos un comportamiento verdaderamente militar. No gozaba de previo renombre entre las tropas ni era uno de esos jefes militares de que habitualmente hablaba la prensa. Sin embargo, no tardó en hacerse popular y conquistar el respeto unánime. Políticamente tampoco era notable. Se le suponía, eso si, afecto a la República y, sin que nadie supiera decir por qué, más bien arrimado a la, fracción moderada del socialismo. En el difícil campo de las rivalidades políticas dentro del Ejército, Casado supo situarse en un plano superior o al margen, lo que para la opinión no comunista era una garantía de neutralidad muy apreciable. El profesor de Lógica Julián Besteiro gozaba de un viejo prestigio, dentro y fuera del partido socialista y de la U.G.T. En las Cortes Constituyentes de la República mereció, por su tacto y res-. peto a todas las opiniones, los mayores elogios 'de la mayoría gobernante y de la oposición parlamentaria. Pero fue la primera víctima del senil extremismo revolucionario de Francisco Largo Caballero, Por eso la guerra le sorprendió en pleno ostracismo político y durante ella rechazó todos los cargos de responsabilidad que se le ofrecieron. No obstante, cuando la guerra estaba perdida„ Besteiro no dudó en cargar sobre sus enfermos y débiles hombros el peso terrible de; su liquidación, es decir, la cruz, sin esperanzas de resurrección, Por último, Cipriano Mera, viejo militante anarcosindicalista que se había distinguido siempre por su extremismo en las luchas sociales, había llegado a desarrollar una de las más. sorprendentes vocaciones militares durante la guerra. Mera, además de valeroso, demostró cualidades innatas para el mando. Entendió la disciplina y la impuso sin contemplaciones, especialmente a sus antiguos compañeros de empresas revolucionarias. Casado, Besteiro y Mera eran los tres hombres clave de la nueva situación, aunque este último no perteneciera a la Junta, ya que, en cambio, aportaba a la lucha contra los negrinistas las mejores tropas con que aquélla podía contar, las del IV Cuerpo de Ejército, acampado en Guadalajara.


La semana del duro

Así se llamaba a ciertos períodos de liquidación de mercancías en los grandes almacenes y ese fue el nombre que alguien aplicó, con mucho éxito por cierto, a los siete días que duró la lucha entre casadistas y negrinistas en las calles de la capital de España.

Barceló fue el jefe comunista que primero atacó a la Junta de Casado con las tropas de su Cuerpo de Ejército, que guarnecía el frente de Madrid. Sus unidades tomaron el: Cuartel General del Ejército del Centro y se infiltraron por diversos barrios y calles hasta penetrar en el mismo corazón de la ciudad... En los primeros días de lucha, la confusión era indescriptible, a veces dramática y a veces grotesca. Asomaban soldados por todas las esquinas sin que se supiera a qué bando pertenecían. De pronto, alguien era detenido e interrogado:

—¿Con quién estás tú?

El detenido se quedaba perplejo mirando a sus aprehensores y sin saber qué contestar, porque lo mismo podían ser negrinistas que casadistas. Nada exterior los diferenciaba. Si se declaraba partidario de Negrin, por ejemplo, y los que le habían detenido resultaban casadistas, se metía él mismo en prisión, y viceversa. De cualquier manera suponía una aventura, peligrosa, Hasta que Casado ordenó que sus fuerzas llevasen un brazalete blanco como distintivo.

Por calles y plazas circulaban patrullas armadas, carros de combate, artillería, y camiones cargados de tropa, yendo y viniendo, corriéndose de un lado para otro, como si jugaran al escondite. Súbitamente se iniciaba un tiroteo. La gente —la población civil. y los muchos soldados que se habían quedado al margen de la contienda—corría, se refugiaba en los portales o se echaba al suelo.

—¿Quiénes van ganando? —se preguntaban unos a otros.

Después, cesaba el tiroteo y la circulación se restablecía nuevamente y recobraba su aspecto normal. Nadie sabía cuál era la verdadera situación. Bastaba cruzar una calle para pasar de un sector a otro; de un mundo donde los periódicos atacaban la locura suicida de los comunistas y hablaban de su inminente capitulación a otro en el que se voceaba «Mundo Obrero» con feroces insultos para el «puñado de traidores de la Junta», a quienes, sin duda, esperaba la justicia implacable de los antifascistas. A todo esto, la población civil seguía discurriendo por las calles, especialmente las mujeres, siempre a la caza de alimentos, con absoluta indiferencia, quejándose sólo de las molestias que los frecuentes tiroteos entre unos y otros les causaban. Porque, en efecto, el pueblo se sintió desligado totalmente de un pleito suscitado por los cuadros dirigentes de la guerra, y esta inhibición fue la que redujo el conflicto y evitó que degenerara en una carnicería.

En realidad, los más duros combates de la «semana del duro» tuvieron lugar en los accesos a Madrid, especialmente cuando las tropas del IV Cuerpo de Ejército acudieron, desde Guadalajara, en ayuda de la Junta. Hubo unos días en que los negrinistas tuvieron en sus manos la victoria, pero les faltó decisión, planes y fines concretos. Luego cundió entre ellos el desánimo y, cuando las fuerzas de Cipriano Mera irrumpieron triunfalmente desde Alcalá de Henares, la moral de los comunistas se derrumbó. Todavía hubo, sin embargo, una gran batalla: la de los Nuevos Ministerios. Aquella tarde, los madrileños pudieron presenciar, desde azoteas y balcones, un despliegue de tanques e infantería por el ancho paseo de la Castellana y oír el silbido de las balas y la explosión de los obuses.


La paz honrosa

Pese a la inhibición del pueblo, la «semana del duro» arrojó un apreciable saldo de muertos y heridos, inútilmente muertos y heridos ya.

Era el lema de la Junta: poner fin a la guerra mediante una paz lo menos onerosa posible para el vencido. Lo que trataba de conseguir era que, a cambio de la deposición de las armas y el cese de hostilidades, el Gobierno de Burgos permitiera que pudiesen abandonar España —en orden y concierto— todos aquellos que, por razones de incompatibilidad ideológica o de especial responsabilidad, lo desearan.

Finalizada la «semana del duro» siguieron unos días de calma y de silenciosa expectación.

—¿Cómo van las negociaciones con Burgos?

En general, dominaba el optimismo. Se hablaba de barcos y del comienzo inmediato de una evacuación ordenada. El recuerdo de las penalidades sufridas en Francia por los fugitivos de Cataluña hacia que el que más y el que menos recelara de Europa y se viese mejor en América recomenzando su vida. Por su parte, el enemigo hizo correr la especie de que «el que no tuviera manchadas las manos de sangre o robo no tenía nada que temer».

Pero pasó otra semana sin que se confirmara ninguno de estos felices proyectos. Y el silencio oficial desencadenó otra vez el nerviosismo.

—¿Qué pasa? Nos estarán engañando?

Después de los combates entre negrinistas y casadistas, el ejército había quedado deshecho. Comenzaban las deserciones. El espíritu y la moral de combate perduraban ya solamente unidos al recuerdo de mejores días. Los timoratos, los oportunistas y los «listos» de siempre empezaban a chaquetear y a buscarse una coartada, pero los más eran presa de la angustia y del desconcierto.


La estampida

—¿Qué va a ser de todos nosotros? —clamaban.

Y una noche la radio dio la noticia de la ruptura de las negociaciones con Burgos. Cuando parecía que se había llegado, al fin, a un completo acuerdo, el vencedor dio por terminadas las conversaciones e impuso sin rodeos la inmediata rendición incondicional. Esta noticia, siempre temida, provocó el pánico y la estampida. Los puertos de Levante, el mar, la huida... Pero sólo pudieron escapar hacia allí los que dispusieron de un medio de locomoción Y del combustible necesario. Y en Madrid permanecieron, resignados a afrontar lo que viniera, todos los demás. Fue una noche de insomnio, casi casi de locura colectiva. Cientos de vehículos emprendieron la ruta de Levante, cargados hasta los topes, con niños, mujeres, ropas y toda la comida que pudieron allegar. Fue un éxodo desesperado como, siglos atrás, los de judíos y moriscos, a la aventura, sin planes, alucinante. El caso era llegar al mar, donde su aterrada imaginación les hacia creer que les aguardaban aquellos barcos de que tanto se les había hablado.

Madrid se quedó como desangrado. Luego se supo que fueron pocos los que pudieron escapar. Más tarde se conoció el drama del puerto de Alicante. Y también se supo que los miembros de la Junta, excepto Besteiro, el que no quiso nada durante la guerra, habían marchado al extranjero, algunos en avión: y se dijo que Casado, con algunos otros, halló pasaje en un barco hospital inglés que había llegado a Gandía en espera de un cargamento de prisioneros italianos de cuando la batalla de Guadalajara, enviado por la Cruz Roja internacional.


El fin

En las primeras horas de la mañana siguiente, Madrid se cubrió de banderas victoriosas y una multitud enardecida se echó a la calle para dar el parabién a los primeros soldados nacionalistas que entraban como vencedores. Nuevos himnos. Nuevo saludo. La victoria.

Por otro lado, la derrota. Junto a los desfiles de los vencedores empezaron a verse otros de soldados inermes, tristes, silenciosos, camino de la plaza de toros y de otros puntos de concentración: los vencidos. Para unos, comienzo; para otros, fin.


Ángel María de Lera 
Historia y vida núm. 50 - Mayo 1972 


Ángel María de Lera (Baides, 7 de mayo de 1912 - Madrid, 23 de julio de 1984). Soldado del EPR alcanzó el grado de comandante. Fundador del Partido Sindicalista con Ángel Pestaña. Prisionero de Franco desde 1939 a 1947.








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