Blas de Otero Muñoz
(Bilbao, 15 de marzo de 1916 - Majadahonda, Madrid, 29 de junio de 1979)
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I
Resuena en tus palabras
un difuso clamor de verdades oscuras,
cuando me las encuentro.
Rompen
en mi memoria, siempre
sonoras, firmes, claras,
como las olas de un mar poderoso
que sumerge y levanta,
sin devolver ni arrebatar nunca del todo,
una realidad turbia y mutilada:
el tiempo, el tiempo ido.
A su conjuro,
entre gotas de sal y luz de agua,
con el tiempo
yo mismo,
restos recuperados de mí mismo
vuelven y configuran un fantasma
que dibuja en el aire el viejo gesto
–casi olvidado ya– de la esperanza.
No todo se ha perdido;
vienen
a mi memoria siempre tus palabras
–claras, firmes, sonoras–
trayéndola, llevándola.
II
Una voz era paz, o luz, o acaso
era fuego esa voz; todavía llama.
O era viento tal vez: ved la alta rama
del olmo aún temblorosa tras su paso.
Era roja esa voz en el ocaso;
cuando la noche sus horrores trama,
vuelve su resplandor: sangre que clama
al cielo ese de los hombres, raso.
Impaciente de paz, y luminosa,
ardiente, airada, entera y verdadera,
era dura esa voz: todavía dura
airosa y alta, como si tal cosa
–alzarse en estos tiempos– nada fuera.
Admirad, ya hecha estatua, su estatura.
Así parece
Acusado por los críticos literarios de
realista,
mis parientes en cambio me atribuyen
el defecto contrario;
afirman que no tengo
sentido alguno de la realidad.
Soy para ellos, sin duda, un funesto
espectáculo:
analistas de textos, parientes de
provincias,
he defraudado a todos, por lo visto;
¡qué le vamos a hacer!
Citaré algunos casos:
Ciertas tías devotas no pueden contenerse,
y lloran al mirarme.
Otras mucho más tímidas me hacen arroz con
leche,
como cuando era niño,
y sonríen contritas, y me dicen:
qué
alto,
si te viese tu padre…,
y se quedan suspensas, sin saber qué
añadir.
Sin embargo, no ignoro
que sus ambiguos gestos
disimulan
una sincera compasión irremediable
que brilla húmedamente en sus miradas
y en sus piadosos dientes postizos de
conejo.
Y no sólo son ellas.
En las noches,
mi anciana tía Clotilde regresa de la tumba
para agitar ante mi rostro sus manos
sarmentosas
y repetir con tono admonitorio:
¡Con la belleza no se come! ¿Qué piensas
que es la vida?
Por su parte,
mi madre ya difunta, con voz delgada y
triste,
augura un lamentable final de mi
existencia:
manicomios, asilos, calvicie, blenorragia.
Yo no sé qué decirles, y ellas
vuelven a su silencio.
Lo mismo, igual que entonces.
Como cuando era niño.
Parece
que no ha pasado la muerte por nosotros.
Ángel González
Diatribas,
homenajes, de Prosemas o menos
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