Lectura del bando de declaración del estado de guerra en la Puerta del sol de Vigo, 20 de julio de 1936 |
A las once y media de la mañana del lunes se echó la tropa a la calle. Era sólo un piquete de Infantería al mando del capitán don Antonio Carreró Vergés. Salió del cuartel de la calle del Príncipe. En aquellos momentos las calles céntricas de Vigo estaban en plena ebullición. De los barrios apartados afluían al centro en oleadas millares de obreros que abandonaban el trabajo secundando la orden de huelga general dada por las organizaciones sindicales aquella misma mañana como protesta contra la sublevación militar de África de la que sólo se tenían entonces vagas y contradictorias noticias.
Al
aparecer los soldados, la muchedumbre les envolvió rápidamente vitoreando a la
República. Muchos, levantaban el puño cerrado y gritaban: "¡U.H.P.!" Los soldados, aturdidos primero por aquella avalancha humana y
entusiasmados después por los vítores y los aplausos del gentío estacionado en
las aceras, vitoreaban también a la República y vitoreándola siguieron
dócilmente a su capitán que echó a andar por la calle de Colón abajo silencioso
y huraño, sin volver atrás la cabeza, como si no quisiera enterarse de lo que a
sus espaldas sucedía. Tras él iba el pelotón de soldados, entre cuyas filas se
había metido la gente del pueblo. Los vítores a la República salían unánimes de
las gargantas de los soldados y los obreros. Estos levantaban el puño además y,
poco a poco, algunos soldados, recelosos al principio, lo alzaron también a
espaldas de su capitán que marchaba impenetrable y hostil a la cabeza de
aquella inusitada manifestación popular que había venido a contrariar sus
designios. El pueblo fraternizando con los soldados en las calles era una
contingencia que no estaba prevista en sus planes. Varias veces intentó, sin
conseguirlo, deshacer el estrecho abrazo de la multitud con los soldados.
Sintiéndose imponentes para arrancarles de los brazos del pueblo, en los que de
tan buena gana se habían echado, el capitán Carreró guió a sus soldados por las
calles de Vigo y tuvo que resignarse a seguir al frente de aquella jubilosa
manifestación de entusiasmo republicano a la que se iban uniendo millares y
millares de seres que enronquecían vitoreando a la República y a sus tropas
como sí con aquellas aclamaciones quisiesen conjurar el peligro difuso que les
amenazaba. El capitán, sin desconcertarse, seguía el rumbo que iban tomando los
acontecimientos y acechaba la ocasión de torcerlo.
Carreró
era un hombre fuerte y audaz que se hallaba íntimamente resuelto a cumplir su
cometido sedicioso. Se había comprometido con el comandante de la plaza,
don Felipe Sánchez, un hombrezuelo astuto, a secundar la sublevación militar,
apoderándose de la plaza de Vigo mediante un golpe de mano audaz. La
proclamación del Estado de Guerra era el trámite previo y decisivo. A
proclamarlo había salido el capitán Carreró con aquel pelotón de soldados que
no sabían a lo que les llevaban y que, cándidamente, vitoreaban a la República
que iban a derrocar y se abrazaban al pueblo que debían haber ametrallado. La
multitud hervía amenazadoramente en torno y se apretada instintivamente contra
los soldados. El capitán, con el gesto duro y las mandíbulas encajadas, avanzaba
impertérrito, mientras en sus oídos zumbaban las aclamaciones entusiásticas
mezcladas con algún que otro muera amenazador que no le hacía pestañear.
Carreró sabía que tenía que torcer violentamente la voluntad de aquella gran
masa humana sin más apoyo que el de sus dos docenas de soldados, pasados ya
espontáneamente al enemigo. Sabía también que no podría esperar refuerzos. La
guarnición de Vigo era en aquellos momentos de poco más de trescientos hombres
que el comandante Sánchez temeroso, había colocado estratégicamente en los
alrededores de la Comandancia para defenderse contra un posible asalto. Casi
toda la oficialidad se había desentendido de la proyectada rebelión y
prudentemente, para no verse comprometida se había quitado de enmedio. Con el
apoyo de los paisanos no había que contar. Fascistas no había en Vigo. Los
jóvenes reaccionarios de la J.A.P. eran cobardes y no saldrían a la calle
mientras la tropa no les hubiese sacado las castañas del fuego ...
Pero
Carreró seguía mirando desdeñosamente la ebullición de aquella muchedumbre sin
armas, a la que desde el fondo de su alma de militar despreciaba como si fuese
ganado. El piquete de soldados, guiado por él y seguido por la multitud, avanzó
por la calle de Colón y luego por la de Policarpo Sáenz hacia la Puerta del
Sol. A medida que el pelotón avanzaba, la multitud iba volviéndose más recelosa
de las intenciones de la tropa, no obstante los vítores ingenuos de los
soldados. Los gritos amenazadores rnenudeaban. Algunos grupos intentaron,
incluso, cortar el paso al piquete. Empezaron a sonar las voces de:
"¡Traidores! ¡Traidores!" Los soldados seguían, no obstante,
levantando el puño de buena fe y abrazándose cordialmente a los paisanos. Al
llegar a la Puerta del Sol creció el desconcierto. El capitán dió el alto a la
tropilla, y la muchedumbre que siguió avanzando se precipitó sobre los
soldados, intentando arrastrarles en sus oleadas. La fricción de la tropa con
la multitud había comenzado. Al principio, los soldados, temerosos y aturdidos,
resistieron pasivamente a la presión de la muchedumbre, pero automáticamente se
encontraron luchando a brazo partido con ella. El capitán aprovechó aquellos
críticos instantes para ordenarles que despejasen violentamente si no querían
ser agredidos. Hubo un momento de estupor. Los paisanos, rechazados a viva
fuerza, formaron un estrecho círculo en torno al piquete. Se produjo en la
muchedumbre un movimiento moroso de contracción. La distancia entre la tropa y
el pueblo se había restablecido. Los soldados veían atónitos cómo
súbitamente se alzaba contra ellos la hostilidad de la masa humana que segundos
antes les aclamaba, y se pusieron en guardia, amenazadoramente. Los gritos de
"¡Traición! ¡Traición!" salían ya de todas las gargantas y algunas
piedras cruzaron el aire buscando la cabeza de los militares. La situación
había cambiado como por encanto. Todavía un soldado se atrevió a gritar
"¡Viva la República!", pero un rabioso clamor de la multitud rechazó
aquel cándido viva. El capitán Carreró avanzó entonces, sacó el bando de
proclamación del Estado de Guerra y se dispuso a leerlo.
Su
voz cortaba el silencio dramático que se hizo en las primeras filas mientras, a
lo lejos, gruñía sordamente la multitud exasperada En, aquel crítico instante
dos hombres, jóvenes, fuertes y con ademán resuelto se desgajaron de la
multitud y se acercaron amenazadores a Carreró. Uno de ellos echó la garra al
bando, se lo arrancó de entre las manos al capitán y lo hizo trizas mientras el
otro gritaba "¡Mueran los traidores! ¡U.H.P.!" El capitán se
revolvió furioso. En aquel instante un impulso gigantesco de la masa humana
precipitó sobre el piquete a los que estaban delante. Los soldados atemorizados
se echaron los fusiles a la cara.
-¡Fuego!
- gritó Carreró con voz sorda de rabia.
Y para
dar ejemplo a sus hombres y provocar lo irreparable, empuñó su revólver y
disparó a bulto contra la barrera humana que le cercaba. Sonó una descarga. Se
vió como algunos hombres heridos a quemarropa se desplomaban aquí y allá. La
multitud apiñada al desperdigarse dejó rodar por tierra a los que al ser
heridos habían quedado sostenidos por la compacta masa de humanidad que
formaban los manifestantes. Cada bala de los mausers había ensartado,
traspasándolos, ocho o diez cuerpos. Millares de seres corrieron hacia las
bocacalles, gritando desesperados. "¡Armas! ¡Armas! "
En
toda aquella muchedumbre, contra la que los soldados tiraban a mansalva, hubo
escasamente media docena de pistolas que respondieron a las descargas cerradas
del piquete. Aquellos tiros aislados y sin ninguna eficacia sirvieron
únicamente para que el capitán Carreró azuzase a sus hombres y las descargas de
fusilería, continuas, se cebasen en la muchedumbre arremolinada por el terror.
Yo,
corrí como todos, viendo caer asesinados por la espalda a los que a mi lado
corrían. Iba ya lejos, a la altura del Café Moderno y del Club Náutico, cuando
aún nos perseguían las rociadas de balas. A la puerta del Café Moderno vi caer
junto a mí a algunos curiosos que se asomaban a ver lo que sucedía. En la
Puerta del Sol y en las calles adyacentes quedaron tendidas más de cien
personas. Uno de los que yo mismo vi caer mortalmente herido fué Diego Lence,
un muchacho republicano, al que le atravesaron el pecho de un bayonetazo.
También vi caer heridos a un capataz del muelle llamado Taboada y a un
chiquillo de diecisiete años apellidado Domínguez. Estos dos se libraron aquel
día de la muerte para caer vilmente asesinados más tarde. El capitán Carreró,
cumplida su hazaña de fusilar impunemente a la muchedumbre que vitoreaba a la
República, volvió triunfante a la Comandancia y saludando orgullosamente a su
jefe le comunicó:
-
Las órdenes de V.E. han sido cumplidas.
El capitán
Carreró -grande, gordo, bestial- y el comandante Sánchez raquítico, grotesco,
astuto- se abrazaron satisfechos de seguro. Aquellos dos hombres ejemplares
habían comenzado la obra civilizadora de la redención de Galicia.
Hernán Quijano
"Galicia Martir - Episodios del terror blanco en las provincias
gallegas"
Ediciones Neos, Buenos Aires, 1949
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