Es madrugada. La nieve ha comenzado a caer débilmente. Nuestra ropa está empapada porque, antes de ser nieve era una finísima lluvia la que nos caía encima. Subimos una empinada cuesta. Vamos en formación. Nos empujan para acelerar el paso. El frío, el miedo, el ladrido de los perros que no cesa, impiden pensar; solo obedecer. Nos gritan en una lengua que no entendemos. No sabemos qué hacer y, por ello, nos llueven los golpes. Continuamos ascendiendo. Más golpes, más voces, más ladridos… ¿Dónde estamos? ¿Adónde vamos? Desde que bajamos del tren hace un rato no han cesado de darnos voces. Son soldados. Cuelgan fusiles de sus hombros. Algunos sujetan firmemente una cuerda que evita que los perros salten sobre nosotros tras haber bajado de cada uno de los vagones que componían ese convoy.
El camino está helado. Lo notan las suelas de mis maltrechos zapatos.
Seguro que estamos bajo cero y que la nieve nos rodea; pero no la veo. En la
oscuridad de la noche, conforme nos acercamos a paso ligero, distinguimos dos
potentes focos instalados en la parte alta de un edificio que, por la altura
donde están situados, aparenta ser ciclópeo. ¿A qué lugar nos han traído los
alemanes, en ese maldito tren de mercancías? Hemos llegado, después de –al
menos- tres días de viaje infernal. Encerrados como animales, sin ventilación,
sin poder movernos, haciendo las necesidades propias a la vista de todos; sin
pudor porque la ocasión no era favorable y la necesidad perentoria.
Al bajarnos de los vagones, formar e iniciar el camino de ascenso a la
cercana colina hemos podido leer un nombre: Mauthausen… Los focos cada vez son
más grandes, más potentes. No me siento los pies. El frío se me ha metido en
todo el cuerpo. Se me está helando hasta el tuétano. Creo que hoy es 27 de
enero de 1941[1].
Hemos llegado. La enorme puerta de ese granítico edificio está abierta.
Parece como si nos tragara al atravesarla. Distingo, en la parte superior del
muro donde se encuentra la puerta, una enorme figura, –seguramente de bronce,
aún de noche y no se puede reconocer bien-, de un águila, que sostiene con sus
garras la esvástica nazi. Da a entender que, con su penetrante mirada, se ha
estado fijando en cada uno de nosotros. Y somos cientos pero… estoy solo. No
tengo a mi lado a ningún amigo; conocidos sí, pero eso, conocidos. Ningún paisano
ha viajado conmigo. Soy el único deportado de Ugíjar que ha llegado a este
infame lugar del que no sé si podré salir… Ugíjar, mi querida Ugíjar, la que me
ha visto nacer, crecer, jugar, correr, reír… ¡Cómo la echo de menos!
Ugíjar me venía viendo desde que vi la luz en ese bendito pueblo alpujarreño,
un 19 de junio de 1918[2],
en las postrimerías, tanto de la Primera Guerra Mundial como de la
primavera alpujarreña. Situado en La
Alpujarra de Granada, casi oculto entre las agrestes cumbres de Sierra Nevada,
rodeado de farallones, de barranqueras, de arroyos y torrentes que bajan
horadando la propia montaña como consecuencia del deshielo del manto níveo que
cubre, durante casi todo el invierno, sus imponentes cimas, ahí está Ugíjar, la
llamada “capital de La Alpujarra”, la protagonista principal de la guerra de
las Alpujarras y, -según la leyenda-, como una de las consecuencias de la
misma, su patrona: la Virgen del Martirio y la historia que ha pasado, de boca
en boca, en torno a ella desde aquellas “navidades de sangre”, en 1568, cuando
los moriscos se levantaron en armas.
En una de sus hermosas calles, concretamente en la de San Felipe[3], y
en su número 3, me asomé a este mundo y pude comprobar la luminosidad
alpujarreña. Más tarde, conforme fui creciendo, fui disfrutando de mi ciudad,
de mi familia, de mis amigos. Empecé a ir a la escuela para aprender, como
hacía todo el mundo en aquél tiempo, al menos lo básico. Lo suficiente para
poder decir que no era un analfabeto. Las cuatro reglas, algo de lectura, lenta
pero sabiendo lo que leía, y otro tanto de escritura, con faltas de ortografía,
lo reconozco pero… se entendía lo que quería decir cuando escribía algo. Mi
padre, Cristóbal, me decía que, sabiendo lo que sabía, sería muy difícil que me
engañaran el día de mañana. Era, como todos los alpujarreños, o la mayoría de
ellos, agricultor. Las labores de la vega no tenían secreto para él; en cada
estación sabía lo que tenía que hacer, lo que tenía que sembrar, cómo tenía que
hacerlo. Era un hombre que amaba lo que hacía, y quería a su familia por encima
de todo. Cuánto me he acordado de él desde que dejé mi casa para alistarme voluntario
en un batallón de milicianos.
Acababa de cumplir la mayoría de edad y pensaba, por tanto, que tenía
que defender mi país y mi tierra, -la que me había visto hacerme mayor-, de
aquella sublevación militar contra un régimen legalmente establecido. La
adolescencia la pasé entre tertulias republicanas, entre vehementes discursos,
tanto en Ugíjar como en los pueblos vecinos; es decir, viviendo el día a día
con fervor republicano y con todo lo que significaba el hacer otra clase de
política, el vivir de otra manera a como estábamos acostumbrados.
Con ese paso dado se iba a acabar, no sabía por cuánto tiempo, la vida
tranquila que llevaba en Ugíjar. Ayudando a mi padre en sus labores del campo.
Jugando con mis amigos cada día. Yendo a los pueblos cercanos, cuando ya
tuvimos alguna edad para eso, -siempre con algún familiar-, a la feria y
fiestas de los mismos. Cantando canciones tradicionales de la comarca, a la luz
de la luna, en las noches de primavera, junto a laúdes, bandurrias, guitarras,
violines, vino de La Contraviesa y alguna que otra botella de anís. O cuando
porfiaban algunos troveros atacando y defendiendo respectivamente… Eso tendría
que esperar porque su misión, ahora, era otra.
Dejé atrás a mi Ugíjar del alma. No sabía si regresaría o no. A través
de mi unidad militar, durante el transcurso de esa guerra cainita que asoló
nuestro país, me fui acercando a Aragón donde participe en esa interminable
batalla del Ebro que perdimos. No nos quedaba otro remedio, a los que habíamos
sobrevivido, que marchar hacia Cataluña y, perdidas todas las posibilidades de
que la guerra diese un giro inesperado, fui uno de los cerca de quinientos mil
españoles –soldados, civiles, mujeres, niños, ancianos, heridos, animales,
vehículos…- que cruzaron la frontera francesa pidiendo refugio y seguridad,
perseguidos por las tropas del Ejército “Nacional” y por su aviación, que no
dejó de hostigarnos hasta el cruce efectivo de esa línea inexistente que separa
un país de otro.
Nos han hecho formar ante un tosco edificio. Se oye decir que son las
duchas. Un deportado, con traje a rayas y un brazalete con el indicativo kapo[4], hablando nuestra lengua, nos indica que nos desnudemos y dejemos las
pertenencias en el suelo. Entramos. Ha empezado a amanecer. El agua está tan
fría que da la sensación que me están pinchando en cada milímetro de mi piel.
Es breve. No hay nada para secarnos así que lo hacemos con nuestra propia ropa.
Medio secos volvemos a ponérnosla medio mojada. Continuamos en fila. Pasamos a
otra dependencia contigua. Nos toman la filiación. Nos indican que nuestro
nombre y apellidos, en ese lugar, no le importan a nadie. Ya no eres persona.
Eres un número.
Me ha tocado –como si fuese un sorteo- el 5729. Pero, ¡Ojo!, dice un
kapo, fuerte y claro: “Cada vez que os
presentéis ante un oficial SS, lo haréis indicando vuestro número, ¡En alemán!
¡Aprendedlo rápido, os va la vida en ello!”[5].
Ya no tengo nombre, soy un número, en este caso Siebenundfünfzig Neunundzwanzig
(57 29). Lo repito mentalmente, una y mil veces, tengo que aprenderlo. Terminada
la toma de filiación, ya en otra habitación, volvemos a despojarnos de la
empapada ropa. Nos rasuran todo el vello de nuestro cuerpo. He dicho bien,
¡todo!, y nos dan una especie de pijama a rayas, pantalón, chaqueta y gorra.
Camiseta interior, calzón, escudilla y zapatillas -por llamarlo de alguna
manera-.
Cuando llegamos al campo de refugiados no nos dieron tantas cosas como
aquí. Eso sí, conservamos nuestros nombres. Perdonad. Aún no me he presentado.
Soy Antonio Ruiz Velasco[6] y,
como os he dicho en renglones anteriores, nací en Ugíjar (Granada). Pronto los
franceses, dentro del medio caos del principio, vieron que podíamos ayudarles
en su defensa contra el ejército alemán. Pidieron voluntarios para formar parte
de grupos de trabajo para reforzar las defensas de la frontera con Alemania. Me
apunté a una de ellas intentando, de alguna manera, tener mejor vida que en el
campo donde me habían llevado[7].
Todo iba bien hasta que los alemanes invadieron Francia por donde nadie pensaba
que pudieran hacerlo.
Todos los grupos, en masa, fuimos hechos prisioneros y enviados a un
campo de prisioneros de guerra, -los alemanes les denominan stalag[8]-,
de nombre impronunciable. Luego supe que era el stalag XI-B[9],
en Fallingbostel[10],
pequeña localidad situada al norte de Hannover y al este de Bremen. Debíamos
ser bastantes porque a mí me correspondió el número 87.796. Más tarde nos
enteramos que a los españoles no se les aplicó la Convención de Ginebra porque
desde el gobierno español alguien –dicen que Serrano Suñer, el cuñado de
Franco, Ministro de Exteriores en aquel momento- había dicho que “fuera de
España no había españoles”. Si no éramos prisioneros de guerra ni españoles
pues… Aquel tren que nos llevó desde ese stalag hasta Mauthausen lo hizo
transportando –en el caso de los españoles- apátridas. Por ese motivo nos
dieron, también, un triángulo equilátero azul[11] que debíamos coser en la chaqueta a cuadros,
en el lado izquierdo, a la altura del pecho. En su interior, la letra ese
mayúscula (S), paradójicamente, indicaba nuestra naturaleza, o sea, “spaniard” (español).
Me lo han quitado todo. Nombre, apellidos, pertenencias, vello,
país…Pero no podrán quitarme mis recuerdos. Aquellos que día a día fueron
amasándose y guardando en mi cabeza. Las travesuras que, como niño, también
hice por todos los lugares de Ugíjar; los juegos, a todas horas, en todas las
épocas del año y durante todos los días que lo componen. Y, sobre todo, cuando
llegaban las fiestas en honor de la Virgen del Martirio, nuestra patrona, del
10 al 14 de octubre ¡Cómo disfrutábamos de todas las actividades que se hacían
durante las fiestas! Conforme me fui haciendo un poco mayor, fui dándome cuenta
que me interesaban las chicas, que quería estar con ellas. Durante las fiestas
estaba deseando sacar a bailar a cualquiera de ellas aunque, a decir verdad,
casi siempre estaba con una que tenía una larga melena de pelo negro azabache,
de piel morena, un año menor que yo, con los ojos negros como la noche.
Reconozco que estaba perdidamente enamorado. ¿Qué será de ella…?
Un golpe en la espalda con una porra de un kapo sirvió para que volviera
a la realidad. Entramos en el block (barracón) que me había tocado para dejar
las escasas pertenencias y ponerme, como los demás, el traje a rayas, coserle
–ya nos dejaron las herramientas- el triángulo azul. Allí me indicaron qué
camastro de madera –a modo de literas, de tres alturas- me correspondía. No
existía colchón alguno sobre la dura madera que amortiguara mi peso y poco más
tarde pude comprobarlo en toda la extensión de la palabra. Esa primera noche me
fue imposible conciliar el sueño. Aunque… pasó tan rápida que se juntó con la
llamada a formación cuando aún no había amanecido. Desconozco la hora que
pudiera ser. Muy temprano, desde luego. Leve lavado de cara a la carrera, a
formar delante del barracón –vi que arrastraban a uno que dormía cerca de mí.
Supongo que está muerto- y a pasar lista, como la noche anterior. Entiendo. El
muerto estaba vivo la noche anterior y tienen que cuadrar los números.
Mientras estamos formados, con tanto frío, se me viene a la cabeza el
invierno en Ugíjar. Hace frío allí pero no se puede comparar con éste. El frío
de Mauthausen te agarrota, te impide moverte, se clava dentro de ti como
cuchillos, por toda la superficie de tu cuerpo. El suelo más helado aún. Ha
terminado el recuento. A tomar un sucedáneo de café –agua oscura sin saber qué
es lo que le da ese color- con un trozo de pan y un algo de margarina. Después,
cada uno al kommando –lugar de trabajo- al que le han destinado. Yo estoy de
martillero en la cantera –wiennergraben, le llaman- del campo. Es un infierno
dentro de otro.
Febrero y marzo han pasado volando. Estoy cada vez más delgado, empiezan
a notarse demasiado mis costillas, señal que falta –y de qué manera- comida que
llevarnos a la boca pues el hambre es cada vez más atroz. Ayer presencié una
pelea a la hora de comer. Nadie quería ser de los primeros en acercarse, con la
escudilla, a que te sirvieran esa especie de sopa de nabos. El por qué era
fácil de entender. Los nabos siempre están en el fondo de la sopa, y a los
primeros solo les cae líquido. Me he enterado que me trasladan a un kommando
exterior que se llama Gusen[12].
No hablan bien de él. Tenían razón. El día 21 de abril de 1941 me trasladan a
ese lugar. Es como el campo principal pero más pequeño. También tienen otra
cantera de granito –igual que en Mauthausen, ésta tiene otro nombre:
Kastenhofen- y allí me han enviado a perforar. El número que me han dado ahora
es más difícil de pronunciar que el que tenía antes pero, tengo que aprenderlo,
me va a vida en ello; ahora es el 12.314[13].
La vida en Gusen es peor que en el campo principal. No sé si aguantaré vivo
aquí mucho tiempo. Adelgazo cada día más y eso me preocupa bastante, sobre todo
en este lugar. Parece que el invierno no quiere irse. No se nota para nada que
estamos en primavera. No sé si llegaré a ver, a este paso, el verano.
Cada día que pasa es una odisea para mí. Se me nota demasiado que tengo
los días contados. El trabajo es agotador. La comida mínima, sin calorías
suficientes. Los golpes, por cualquier cosa, no cesan… No sé si abandonar mi
lucha por vivir y acelerar mi muerte porque, vivir así, día tras día, es como
morir cada día y ver cómo mueres. A veces le digo a mi querida Virgen del
Martirio que me lleve con ella, que no aguanto un días más de esta manera. El
martirio que padezco en mis débiles carnes, desde hace algún tiempo, es ya
insufrible. No puedo más. Además, tampoco soy capaz de hacerlo solo aunque,
confieso, se me ha pasado en más de una ocasión por la cabeza…
Ha transcurrido, y de qué manera, más de un año desde mi ingreso en este
dantesco infierno. He soportado lo insoportable en Gusen viendo, día a día, mi
deterioro físico y mental. Creo que hoy, día 10 de mayo de 1942[14],
es el último de mis días. Me he acordado tanto de mi familia en Ugíjar; cada
día y a cada hora han estado presentes en mi mente. Ya no podré disfrutar del
paisaje inmenso de La Alpujarra. De la soberbia imagen de Sierra Nevada con su
manto blanco hasta los pies. No volveré a ver, y disfrutar del florear de los
almendros que se agarran en los taludes y en las barranqueras. De ver
sobrevolar, en el cielo alpujarreño el águila culebrera, la real… no, hoy no
veré el final del día. Estoy agotado, sin vida, decidle a…
José Sedano Moreno
Berja, 13/03/2016
__________________
[1] BERMEJO, Benito, y CHECA, Sandra.
Libro Memorial. Españoles en los campos de concentración nazis, (1940-1945).
Madrid: Secretaría General Técnica del Ministerio de Cultura. 2006. Pág. 86.
[2] Ibidem.
[3] Centro Documental de la Memoria
Histórica (en adelante CDMH),- antiguo Archivo General de la Guerra Civil
Española, en Salamanca-. Relación de muertos españoles en el campo de
concentración nazi de Mauthausen (Austria). Entregada por el deportado español
Juan de Diego, superviviente de dicho campo, pudo sacar un duplicado de los
listados del mismo, y donarlo a ese Archivo, hoy CDMH (N. del A.). Referencia:
FEDIP, Caja 55. Expte. 4. Hemeroteca MF/R. Signatura 2312. Pág. 41 (aunque no
están numeradas por su orden correlativo. N. del A.).
[4]
Iniciales de las palabras, en alemán, Kamaraden Polizei
(camarada policía, como su nombre indica). Tomando las dos primeras sílabas de
cada uno forman la palabra KAPO. (N.
del A.).
[5] N. del A
[6] BERMEJO, Benito, y CHECA, Sandra.
Libro Memorial… Ibidem
[7] Fueron las llamadas Compañías de
Trabajadores Extranjeros o CTE. Más tarde pasan a denominarse Compañías de
Trabajadores Españoles. Estaban militarizadas –bajo mando francés-, compuestas
por españoles. La mayoría de ellos había hecho la guerra en España. Hubo
algunas que sí terminaron siendo militares todos sus componentes. Se
distribuyeron a lo largo de toda la “Línea Maginot”, junto con la frontera de
Alemania. (N. del A.).
[8] Sílabas iniciales de las palabras Stadt Lager, o sea, campo de prisioneros de suboficiales y de personal de
tropa. Las primeras sílabas de cada una de las palabras forman la palabra STALAG. Dependiendo de la categoría, es
decir, de la graduación de los prisioneros, así iba a un campo de prisioneros o
a otro. (N. del A.).
[9] Eran los llamados Distritos Militares
o WEHRKREIS. Se anotaban con números
romanos I, II, III, IV… Si dentro de cada Wehrkreis se levantaba más de un
campo de prisioneros, se les iban denominando añadiéndole a las letras del
alfabeto, en mayúscula, o sea, I-A, I-B, XII-C… etc. (N. del A.).
[10] Localidad donde se levantó el campo
de prisioneros de guerra de suboficiales y tropa anotado como XI-B. (N. del
A.).
[11] Dependiendo de la causa de la
detención, así era el color que les asignaban: Verde: malhechores, criminales,
ladrones… Rojo: prisionero político. Rosa: Homosexual. Negro: Cura. Morado: los
bibelforschers
(literalmente: los lectores de la Biblia) o Testigos de Jehová. Azul: Apátridas
(como a los españoles en Mauthausen). Amarillo (doble superpuesto): Judíos…
etc. (N. del A.).
[12]
Gusen inicialmente fue un kommando de ida y vuelta, es decir, salían del
campo principal por la mañana hacia Gusen y regresaban, a la tarde, al campo
principal. Poco a poco se fueron asignando más deportados a este kommando
exterior, por lo que se vio la conveniencia de levantar un subcampo –que
dependía orgánica y administrativamente del campo matriz-; éste tenía cierta
autonomía y se hizo estable. Incluso hubo que crear un Gusen II y III. Allí
murieron la mayoría de los españoles deportados a Mauthausen. (N. del A.).
[13] BERMEJO, Benito, y CHECA, Sandra.
Libro Memorial… Ibidem.
[14] Ibid.
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