Ernesto Guevara de la Serna
(Rosario, Argentina, 14 de junio de 1928 - La Higuera, Bolivia, 9 de octubre de 1967)
|
Quizá no haya país en el mundo en que la palabra «guerrillero» no sea simbólica de una aspiración libertaria para el pueblo. Solamente en Cuba esta palabra tiene un significado repulsivo. Esta Revolución, libertadora, en todos sus extremos, sale también a dignificar esa palabra. Todos saben que fueron guerrilleros aquellos simpatizantes del régimen de esclavización española que tomaron las armas para defender en forma irregular la corona del rey de España; a partir de ese momento, el nombre queda como símbolo, en Cuba, de todo lo malo, lo retrógrado, lo podrido del país. Sin embargo, el guerrillero es, no eso, sino todo lo contrario; es el combatiente de la libertad por excelencia; es el elegido del pueblo, la vanguardia combatiente del mismo en su lucha por la liberación. Porque la guerra de guerrillas no es como se piensa, una guerra minúscula, una guerra de un grupo minoritario contra un ejército poderoso, no; la guerra de guerrillas es la guerra del pueblo entero contra la opresión dominante. El guerrillero es su vanguardia armada; el ejército lo constituyen todos los habitantes de una región o de un país. Esa es la razón de su fuerza, de su triunfo, a la larga o a la corta, sobre cualquier poder que trate de oprimirlo; es decir, la base y el substratum de la guerrilla está en el pueblo.
No se puede
concebir que pequeños grupos armados, por más movilidad y conocimiento del
terreno que tengan, puedan sobrevivir a la persecución organizada de un
ejército bien pertrechado sin ese auxiliar poderoso. La prueba está en que
todos los bandidos, todas las gavillas de bandoleros, acaban por ser derrotados
por el poder central, y recuérdese que muchas veces estos bandoleros
representan, para los habitantes de la región, algo más que eso, representan
también aunque sea la caricatura de una lucha por la libertad.
El ejército
guerrillero, ejército popular por excelencia, debe tener en cuanto a su
composición individual las mejores virtudes del mejor soldado del mundo. Debe
basarse en una disciplina estricta. El hecho de que las formalidades de la vida
militar no se adapten a la guerrillera, que no haya taconeo ni saludo rígido,
ni explicación sumisa ante el superior, no demuestran de manera alguna que no
haya disciplina. La disciplina guerrillera es interior, nace del convencimiento
profundo del individuo, de esa necesidad de obedecer al superior, no solamente
para mantener la efectividad del organismo armado que está integrado, sino
también para defender la propia vida. Cualquier pequeño descuido en un soldado
de un ejército regular es controlado por el compañero más cercano. En la guerra
de guerrillas, donde cada soldado es unidad y es un grupo, un error es fatal.
Nadie puede descuidarse. Nadie puede cometer el más mínimo desliz, pues su vida
y la de los compañeros le va en ello.
Esta disciplina
informal, muchas veces no se ve. Para la gente poco informada, parece mucho más
disciplinado el soldado regular con todo su andamiaje de reconocimientos de las
jerarquías que el respeto simple y emocionado con que cualquier guerrillero
sigue las instrucciones de su jefe. Sin embargo, el ejército de liberación fue
un ejército puro donde ni las más comunes tentaciones del hombre tuvieron
cabida; y no había aparato represivo, no había servicio de inteligencia que
controlara al individuo frente a la tentación. Era su autocontrol el que
actuaba. Era su rígida conciencia del deber y de la disciplina.
El guerrillero
es, además de un soldado disciplinado, un soldado muy ágil, física y
mentalmente. No puede concebirse una guerra de guerrillas estática. Todo es
nocturnidad. Amparados en el conocimiento del terreno, los guerrilleros caminan
de noche, se sitúan en la posición, atacan al enemigo y se retiran. No quiere
decir esto que la retirada sea muy lejana al teatro de operaciones; simplemente
tiene que ser muy rápida del teatro de operaciones.
El enemigo
concentrará inmediatamente sobre el punto atacado todas sus unidades
represivas. Irá la aviación a bombardear, irán las unidades tácticas a
cercarlos, irán los soldados decididos a tornar una posición ilusoria.
El guerrillero
necesita sólo presentar un frente al enemigo. Con retirarse algo, esperarlo,
dar un nuevo combate, volver a retirarse, ha cumplido su misión específica. Así
el ejército puede estar desangrándose durante horas o durante días. El guerrero
popular, desde sus lugares de acecho, atacará en momento oportuno.
Hay otros
profundos axiomas en la táctica de guerrillas. El conocimiento del terreno debe
ser absoluto. El guerrillero no puede desconocer el lugar donde va a atacar,
pero además debe conocer todos los trillos de retirada así como todos los
caminos de acceso o los que están cerrados. Las casas amigas, y enemigas, los
lugares más protegidos, aquellos donde se puede dejar un herido, aquellos otros
donde se puede establecer un campamento provisional, en fin, conocer como la
palma de la mano el teatro de operaciones. Y eso se hace y se logra porque el
pueblo, el gran núcleo del ejército guerrillero, está detrás de cada acción.
Los habitantes de un lugar son acémilas, informantes, enfermeros, proveedores
de combatientes, en fin, constituyen los accesorios importantísimos de su
vanguardia armada.
Pero frente a
todas estas cosas; frente a este cúmulo de necesidades tácticas del
guerrillero, habría que preguntarse: «¿por qué lucha?», y, entonces surge la
gran afirmación: «El guerrillero es un reformador social. El guerrillero empuña
las armas como protesta airada del pueblo contra sus opresores, y lucha por
cambiar el régimen social que mantiene a todos sus hermanos desarmados en el
oprobio y la miseria. Se ejercita contra las condiciones especiales de la
institucionalidad de un momento dado y se dedica a romper con todo el vigor que
las circunstancias permitan, los moldes de esa institucionalidad.»
Veamos algo
importante: ¿qué es lo que el guerrillero necesita tácticamente? Habíamos
dicho, conocimiento del terreno con sus trillos de acceso y escape, velocidad
de maniobra, apoyo del pueblo, lugares donde esconderse, naturalmente. Todo eso
indica que el guerrillero ejercerá su acción en lugares agrestes y poco
poblados. Y, en los lugares agrestes y poco poblados, la lucha del pueblo por
sus reivindicaciones se sitúa preferentemente y hasta casi exclusivamente en el
plano del cambio de la composición social de la tenencia de la tierra, es decir,
el guerrillero es, fundamentalmente y antes que nada, un revolucionario
agrario.
Interpreta los
deseos de la gran masa campesina de ser dueña, de la tierra, dueña de los
medios de producción, de sus animales, de todo aquello por lo que ha luchado
durante años, de lo que constituye su vida y constituirá también su cementerio.
Por eso, en
este momento especial de Cuba, los miembros del nuevo ejército que nace al
triunfo desde las montañas de Oriente y del Escambray, de los llanos de Oriente
y de los llanos de Camagüey, de toda Cuba, traen, como bandera de combate, la
Reforma Agraria.
Es una lucha
quizás tan larga como el establecimiento de la propiedad individual. Lucha que
los campesinos han llevado con mejor o peor éxito a través de las épocas, pero
que siempre ha tenido calor popular. Esta lucha no es patrimonio de la
Revolución. La Revolución ha recogido esa bandera entre las masas populares y
la ha hecho suya ahora. Pero antes, desde mucho tiempo; desde que se alzaran
los vegueros de La Habana; desde que los negros trataran de conseguir su
derecho a la tierra en la gran guerra de liberación de los 30 años; desde que
los campesinos tomaran revolucionariamente el Realengo 18, la tierra ha sido
centro de la batalla por la adquisición de un mejor modo de vida.
Esta Reforma
Agraria que hoy se está haciendo, que empezó tímida en la Sierra Maestra, que
se trasladó al Segundo Frente Oriental y al macizo del Escambray, que fue
olvidada algún tiempo en las gavetas ministeriales y resurgió pujante con la
decisión definitiva de Fidel Castro es, conviene repetirlo una vez más, quien
dará la definición histórica del «26 de julio».
Este Movimiento
no inventó la Reforma Agraria. La llevará a cabo. La llevará a cabo
íntegramente hasta que no quede campesino sin tierra, ni tierra sin trabajar.
En ese momento, quizás, el mismo Movimiento haya dejado de tener el por qué de
existir, pero habrá cumplido su misión histórica. Nuestra tarea es llegar a ese
punto, el futuro dirá si hay más trabajo a realizar. Guerra y población campesina.
El vivir
continuado en estado de guerra crea en la conciencia del pueblo una actitud
mental para adaptarse a ese fenómeno nuevo. Es un largo y doloroso proceso de
adaptación del individuo para poder resistir la amarga experiencia que amenaza
su tranquilidad. La Sierra Maestra y otras nuevas zonas liberadas han debido
pasar también por esta amarga experiencia.
La situación
campesina en las zonas agrestes de la serranía era sencillamente espantosa. El
colono, venido de lejanas regiones con afanes de liberación, había doblado las
espaldas sobre las tumbas nuevas que arrancaba su sustento, con mil
sacrificios, había hecho nacer las matas de café de las lomas empinadas donde
es un sacrificio el tránsito a lo nuevo; todo con su sudor individual
respondiendo al afán secular del hombre por ser dueño de su pedazo de tierra;
trabajando con amor infinito ese risco hostil al que trataba como una parte de
sí mismo. De pronto, cuando las matas de café empezaban a florearse con el
grano que era su esperanza, aparecía un nuevo dueño de esas tierras. Era una
compañía extranjera; un geófago local o algún aprovechado especulador inventaba
la deuda necesaria. Los caciques políticos, los jefes de puesto trabajaban como
empleados de la compañía o el geófago apresando o asesinando cualquier
campesino demasiado rebelde a las arbitrariedades. Ese panorama de derrota y
desolación fue el que encontramos para unirlo a la derrota, producto de nuestra
inexperiencia, en la Alegría de Pío (nuestro único revés en esta larga campaña,
nuestra cruenta lección de lucha guerrillera). El campesinado vio en aquellos
hombres macilentos cuya barba, ahora legendaria, empezaba a aflorar, un
compañero de infortunio, un nuevo golpeado por las fuerzas represivas, y nos
dio su ayuda espontánea y desinteresada, sin esperar nada de los vencidos.
Pasaron los
días y nuestra pequeña tropa de ya aguerridos soldados mantuvo los triunfos de
La Plata y Palma Mocha. El régimen reaccionó con toda su brutalidad y el
asesinato campesino se hizo en masa. El terror se desató sobre los valles
agrestes de la Sierra Maestra y los campesinos retrajeron su ayuda; una barrera
de mutua desconfianza asomaba entre ellos y los guerrilleros; aquéllos por el
miedo a la represalia, éstos por temor al chivatazo de los timoratos. Nuestra
política, no obstante, fue justa y comprensiva y la población guajira inició su
viraje de retorno a nuestra causa.
La dictadura,
en su desesperación y en su crimen, ordenó la reconcentración de las miles de
familias guajiras de la Sierra Maestra a las ciudades. Los hombres más fuertes
y decididos, casi todos los jóvenes, prefirieron la libertad y la guerra a la
esclavitud y la ciudad. Largas caravanas de mujeres, niños y ancianos
peregrinaron por los caminos serpenteantes donde habían nacido, bajaron al llano
y fueron arrinconados en las afueras de las ciudades. Por segunda vez Cuba
vivía la página más criminal de su historia: la reconcentración. Primero lo
ordenó Weyler, el sanguinario espadón de la España colonial; ahora lo mandaba
Fulgencio Batista, el peor de los traidores y de los asesinos que ha conocido
América. El hambre, la miseria, las enfermedades, las epidemias y la muerte,
diezmaron a los campesinos reconcentrados por la tiranía; allí murieron niños
por falta de atención médica y de alimentación, cuando a unos pasos de ellos
estaban los recursos que pudieron salvar sus vidas. La protesta indignada del
pueblo cubano, el escándalo internacional y la impotencia de la dictadura en
derrotar a los rebeldes, obligaron al tirano a suspender la reconcentración de
las familias campesinas de la Sierra Maestra. Y otra vez volvieron a las
tierras donde habían nacido, miserables, enfermos y diezmados, los campesinos
de la Sierra. Si antes habían sufrido los bombardeos de la dictadura, la quema
de su bohío y el asesinato en masa, ahora habían conocido la inhumanidad y
barbarie de un régimen que los trató peor que la España colonial a los cubanos
de la guerra independentista. Batista había superado a Weyler.
Los campesinos
volvieron con una decisión inquebrantable de luchar hasta vencer o morir,
rebeldes hasta la muerte o la libertad.
Nuestra pequeña
guerrilla de extracción ciudadana empezó a colorearse de sombreros de yarey; el
pueblo perdía el miedo, se decidía a la lucha, tomaba decididamente el camino
de su redención. En este cambio coincidía nuestra política hacia el campesinado
y nuestros triunfos militares que nos mostraba ya como una fuerza imbatible en
la Sierra Maestra.
Puestos en la
disyuntiva, todos los campesinos eligieron el camino de la Revolución. El
cambio de carácter de que hablábamos antes se mostraba ahora en toda su
plenitud: la guerra era un hecho, doloroso sí, pero transitorio; la guerra era
un estado definitivo dentro del cual el individuo debía adaptarse para
subsistir. Cuando la población campesina lo comprendió, inició las tareas para
afrontar las circunstancias adversas que se presentarían.
Los campesinos
volvieron a sus conucos abandonados, suspendieron el sacrificio de sus animales
guardándolos para épocas peores y se adaptaron también a los ametrallamientos
salvajes, creando cada familia su propio refugio individual. Se habituaron
también a las periódicas fugas de las zonas de guerra, con familias, ganado y
enseres, dejando al enemigo sólo el bohío para que cebaran su odio convirtiéndolo
en cenizas. Se habituaron a la reconstrucción sobre las ruinas humeantes de su
antigua vivienda, sin quejas, sólo con odio concentrado y voluntad de vencer.
Cuando
se inició el reparto de reses para luchar contra el cerco alimenticio de la
dictadura, cuidaron sus animales con amorosa solicitud y trabajaron en grupos,
estableciendo de hecho cooperativas para trasladar el ganado a lugar seguro,
donando también sus potreros, y sus animales de carga al esfuerzo común. En un
nuevo milagro de la Revolución, el individualista acérrimo que cuidaba
celosamente los límites de su propiedad y de su derecho propio, se unía, por
imposición de la guerra, al gran esfuerzo común de la lucha. Pero hay un
milagro más grande. Es el reencuentro del campesino cubano con su alegría
habitual, dentro de las zonas liberadas. Quien ha sido testigo de los apocados
cuchicheos con que nuestras fuerzas eran recibidas en cada casa campesina, nota
con orgullo el clamor despreocupado, la carcajada alegre del nuevo habitante de
la Sierra. Ese es el reflejo de la seguridad en sí mismo que la conciencia de
su propia fuerza ha dado a los habitantes de nuestra porción liberada. Esa es
nuestra tarea futura: hacer retornar al pueblo de Cuba el concepto de su propia
fuerza, de la seguridad absoluta en que sus derechos individuales, respaldados
por la Constitución, son su mayor tesoro. Más aún que el vuelo de las campanas,
anunciará la liberación el retorno de la antigua carcajada alegre, de
despreocupada seguridad que hoy ha perdido el pueblo cubano.
Ernesto
Che Guevara, 1959
No hay comentarios:
Publicar un comentario