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2215. Cartas a las mujeres de España. Para las que nunca se divierten



Pienso que después de leer mi carta anterior no pocas mujeres habrán dejado caer el papel con un gesto de amargura rebelde, diciendo: “¡Esta carta no es para nosotras! Diversión constante…; casinos, salones; conversación frívola a la orilla del mar; visitas, teatros… Pero ¿todo eso existe fuera de las novelas? Porque, para nosotras, toda la vida es trabajo constante e inacabable preocupación, angustia unas veces, resignación las más, o indiferencia… Hay tedio en nuestros días, ciertamente; tanto tedio y tan hondo y desolador como en la dorada existencia de la más divertida mundana; pero este tedio nuestro ¡va tejido con hebras de lana tan áspera, tan burda, tan feamente gris!...”.

-Yo –dice una-  tengo apenas treinta años y tengo cinco hijos, y a fuerza de tenerlos y criarlos casi he perdido la forma de mujer, y mi marido no hace caso de mí, y además gana poco dinero…, y la vida es tan cara…, y un hombre no puede prescindir del café y el cigarro y el abono a los toros… y, naturalmente, con el poco dinero que queda no es posible tener un hogar agradable; ¡estos chiquillos rompen tantas botas!; y hace frío de noche, porque el carbón para una estufa es artículo mucho más de lujo, aún, que no más caro, que una cajetilla diaria; y como hace frío, este hombre se va y yo me quedo sola…, y me divierto en quemarme los ojos sobre la costura, o me voy a la cama, a dormir, si el chiquillo más pequeño me deja… Mañana, al despertar, ¡un día más!, volveré a devanar este ovillo… ¡Yo sí que sé de sobra lo que es tedio!

Yo –dice otra- tengo veintitrés años, y soy bonita, y he ido al colegio, y hasta cuando era chica me dio por estudiar más que otras. Así es que ahora me gano la vida, o parte de la vida, dando lecciones de francés y labores. Paso el día corriendo calles, con frío, y con calor, y con agua, y con viento, y subiendo escaleras, y tratando con chiquillas mimadas y con madres ricas e impertinentes…, y vuelvo a casa a la hora de cenar. Vivo con mi padre, y mi madre y tres hermanos, que están estudiando cada uno su carrera, y no la acaban nunca, y le dan a mi padre muchísimos disgustos… y no ganan un real. Pero cuando acabamos de cenar, ellos se levantan y se van… no sé dónde, con los amigos, dicen, o al café o al teatro. Muchas veces hablan, mientras cenamos, de comedias que se han estrenado, y del teatro Real, y de bailarinas y de cupletistas. Mi padre también sale algunas noches; otras hace pitillos o solitarios, y mi madre repasa la ropa…, y yo…, yo bien quisiera tener la fuerza de voluntad suficiente para coger también el llavín y marcharme con unas cuantas amigas a hablar… del tiempo que hace, o a ver una comedia, o a oír un poco de música alegre; pero ¿qué cara pondría mi madre si me oyera indicar tal desvarío? ¡El llavín una chica soltera! ¡Salir de noche, lo mismo que un hombre! Sin duda, piensa que, como me he pasado el día trabajando, debo estar muy cansada, y mi único deseo debe ser acostarme cuanto antes. Otra cosa sería si, como mis hermanos, hubiese pasado la mañana en buscar pretextos para no entrar en clase, y la tarde comentando en la mesa del café las delicias de no haber entrado… En fin, durmamos, que mañana, si no he dormido bien, tendré un poco de dolor de cabeza, y me parecerán insoportables mis discípulas, y aborrecibles sus elegantísimas mamás. ¡Diversión!  Ya saldré el domingo a dar vueltas de noria por el paseo, lleno de polvo…; pero ¡me da tanto asco llevar todo el año el mismo sombrero! –Buenas noches, padre. Buenas noches, mamá-. ¿Es posible que esta madre, que tanto me quiere, haya visto marcharse a sus tres hijos, y no piense que yo, su hija, después de todo tan carne y sangre suya como ellos, tengo, por lo menos, tanta necesidad como ellos de un poco de alegría para poder vivir? –Buenas noches, mamá. –Buenas noches, hija. ¿Ya te vas a la cama? Que no te estés leyendo hasta las mil y tantas, que mañana tienes que madrugar… -Es verdad, tengo que madrugar… Mis hermanos, como no pensarán entrar en clase, puede que no madruguen, y puede que mi madre, que habrá madrugado tanto como yo, aunque las mañanas estén frías y ella tiene reúma, les entre el desayuno a la cama… ¡Apaguemos la luz, que cuesta cara!

-Yo –dice otra- tengo treinta y cinco años, y ni me he casado ni ya me casaré; porque el hombre a quien quise y pensé que me quería, se casó con otra más rica, o más bonita, o con más gancho para convencerle, y yo soy tan tonta, que no sé si te sigo queriendo, o si me quedado tan harta de querer, que no he tenido arranque para querer a otro. No soy pobre de solemnidad, no tengo que ganarme la vida; pero no soy rica y no puedo hacer vida de sociedad; mi madre está cansada; mi padre es viejo, ya no trabaja, ya no le gusta salir de casa… Aquí vivimos como en un convento… Algunas veces pienso: ¡Qué largos son los días! A veces, mirándome al espejo y viendo algunas canas en las sienes: ¡Qué corta es la vida! Me aburro mortalmente; y no es que no tengo nada que hacer: tengo que cuidar a mis pobres viejos, que ya van estando un poco achacosos, y que me quieren tanto, que nada les parece bien si no lo he hecho yo misma; tengo que llevar el manejo de la casa, procurando estirar este poco dinero para que parezca un poquitillo más; tengo que coser, además de la ropa de casa, mis propios trajes, porque desde chica he tenido maña para arreglar trapos. No me sobra una hora, y, sin embargo, ¡yo sí que sé también lo que es aburrimiento!

Y así tantas: madres de familia con poco dinero, maestras, empleadas, telegrafistas, mecanógrafas, mujeres, en una palabra, de la clase media, sacrificadas eternamente, eternamente amarradas a un yunque de preocupación y ansiedad. Viviendo en casas tristes y feas, destempladas las más, con balcones a calles más tristes y más feas que la casa misma, rendidas por la escasez, entristecidas por la continuación implacable de la misma visión, de la ocupación monótona, fácil y poco interesante, en la que no es posible, por buena voluntad que se tenga, poner la menor chispa de ideal… Vidas trágicas, de cuyo heroísmo silencioso nadie se entera… y cuyos sacrificios, por acostumbrados, nadie agradece…

Mujeres, las que así os consumís en la monotonía de una vida más indiferente que resignada, sabed que no tenéis derecho a hacerlo así, y que estáis obligadas, absoluta y estrictamente obligadas, a procurar para vuestra existencia la centella de buena ventura que ha de iluminarla. ¿Cómo?, preguntaréis. Eso iremos viendo.

¿Habéis oído hablar de una curiosa y verdaderamente trágica costumbre china? Ahora empieza para las mujeres del Celeste Imperio, con el triunfo de la recién nacida República, una esperanza de libertad y felicidad. Son –se dice- las mujeres chinas extraordinariamente inteligentes, y los hombres de ideales nuevos parecen decididos a concederles todos sus derechos, incluso el del voto, que por Europa aún discutimos tanto. Pero, hasta hace muy poco, han sido las mujeres más desdichadas de la tierra. Vendidas desde niñas a un hombre, para esposas o para concubinas, entraban, antes de ser mujeres, en la casa del futuro marido… y algunas no volvían a salir de ella más que para el sepulcro. Deformados los pies, apenas podían andar; la falta de ejercicio ejercía funesta influencia en su salud, y para ellas, más que para ninguna otra mujer del mundo, eran terribles los sufrimientos de la maternidad. Sujetas, prisioneras, sin esperanza de mejorar de suerte y con inteligencia suficiente para comprender la injusticia… ¿qué pensáis del tormento de esas vidas? Pero existía, como he dicho ya, una costumbre curiosa: a estas mujeres así atormentadas se las permitía, cuando llegaba la angustia de vivir a punto en que ya la vida les parecía intolerable, retirarse a un lugar apartado, y allí gritar cuanto quisieran, desahogando su dolor a voces, clamando contra lo inevitable, lamentándose de la injusticia del destino y de la iniquidad de la suerte. Generalmente, elegían para este desesperado consuelo el terrado de su casa o la orilla de un río, y –dice una mujer europea que ha sido testigo presencial del hecho más de una vez- siempre había muchos hombres parados escuchándolas, y nunca ni uno solo se burló de los desesperados clamores de aquellas infelices. Este derecho al clamor dolido, a la rebeldía siquiera verbal, a la protesta apasionada, aunque, al parecer, inútil, acaso ha conservado la razón y la vida a muchas infelices que, de otro modo, se hubieran vuelto locas o hubiesen llegado al suicidio seguramente.

Y os digo a vosotras, legiones de mujeres sacrificadas a un deber austero, a un trabajo gris, a una mediocridad, acaso más abrumadora que la misma pobreza descarnada; a vosotras, mujeres de la clase media española atormentadas con tantas inquietudes, tantas preocupaciones, tantos prejuicios y tantas injusticias: ¡Tenéis obligación de buscar modo de desahogar el corazón y libertarle de la pesadumbre de la rebeldía callada, que os está poco a poco envenenando la vida! No es preciso, porque vuestro destino no es inexorable como el suyo, que empleéis el desesperado remedio de las mujeres chinas; pero es indispensable que procuréis, a toda costa, ese mínimum de distracción necesaria, que no debéis considerar sólo como derecho, sino como deber ineludible.

¡Y cómo no!, diréis. El divertirse, siquiera sea un poco, cuesta dinero… También cuesta dinero una medicina, y se compra cuando es menester, bajo pena de perder la salud. La salud del espíritu, el equilibrio de la inteligencia, la alegría del corazón son tan importantes como la salud del cuerpo, y conducen a ella por añadidura; una mujer que está siempre preocupada, o siempre triste, o siempre trabajando, no puede estar sana. El cuerpo es tan entrañable amigo del alma, que en todos sus duelos toma parte activa: primero la ayuda a soportar la pesadumbre, pero luego se rinde a la pesadumbre. Y sin salud, el trabajo es imposible; sin salud, es imposible el cumplimiento de los deberes a los cuales la hemos sacrificado. Es buena economía gastar en distracción lo que seguramente más tarde habremos de gastar en la botica o habremos de perder al disminuirse el valor de nuestro trabajo.

Muchachas mecanógrafas: sabed que si estáis escribiendo con cansancio, preocupación y rebeldía, equivocaréis tantísimas letras, que acaso el que os emplea os pondrá de patitas en la calle… o, por lo menos, os rebajará el sueldo, con lo cual mal cálculo habréis hecho en la privación resignada de aquello que os pudo conservar el equilibrio mental necesario para la perfección del trabajo. Maestras: sabed que si no enseñáis con alegría de corazón, no aprenderán nada vuestras discípulas. Enfermeras pacientes del padre achacoso, consoladoras de la madre cansada: sabed que la alegría de la enfermera es el mejor tónico para el enfermo. Y mal podréis tenerla si no hacéis provisión de ella de cuando en cuando…

Además, hay diversiones que no cuestan gran cosa. De una primordial, esencial, mejor dicho, primera y fundamental entre las humanas, quiero hablaros hoy. Recordad las palabras del filósofo francés: “Nunca el hombre ve al hombre sin placer”. Somos seres sociales, organizados para vivir en sociedad. La diversión primaria y más sencilla de todo ser humano es el trato con sus semejantes; es más: casi todas las diversiones artificiales que el hombre inventa, no son más que pretextos para este intercambio. Sólo la presencia física de un semejante, aunque sea un inferior, aunque sea un niño,  consuela y alivia en el dolor, en el temor, en los momentos de esperanza angustiosa o de insondable desesperación. Buscad, pues, mujeres fatigadas, trato y comunicación con otras mujeres, y descansad en el amigable intercambio de ideas y palabras.

¿Recordáis que en la segunda de estas cartas os hablaba de Clubs de mujeres? Fundad vosotras, mujeres de la clase media, Clubs, o si la palabra os asusta, “reuniones”, no ya de sufragio, no ya siquiera de cultura, sino sencillamente de distracción. (Lo demás vendrá por añadidura). Lo esencial es que tengáis un lugar “vuestro” que no sea la casa, que no sea el taller, o la oficina, o la escuela, o la tienda; un salón limpio donde podáis olvidaros una hora al día de la obligación, hablando unas con otras, leyendo periódicos o libros, según vuestra afición; haciendo algo de música, seria o ligera, según vuestra cultura y vuestro estado de ánimo; bailando si os parece (las muchachas de Norteamérica se hacen para estas fiestas entre amigas trajes de última moda con papel de seda, para darse la broma o la ilusión de una mundana reunión elegante), donde podáis, como los hombres, permitiros el lujo de una taza de café… y muchísima conversación, de un asiento cómodo, de recibir las visitas de amigas, que tal vez en casa molestan al marido un poco egoísta, a la madre cansada y ansiosa de silencio, al padre achacoso y malhumorado. Clubs de veinte, de doce asociadas; el caso es empezar; una cuota mensual para alquilar un piso modesto, pero nuevo; para pagar a la mujer que haga la limpieza, para tener lumbre en el invierno, para una alfombra, unas cortinas de batista blanca o de cretona alegre, unas cuantas macetas; para pagar el abono a una librería circulante, a unas cuantas revistas y periódicos, de modas, si queréis, o de feminismo, o de economía doméstica, o, sencillamente, de literatura; para poder tomar dos palcos altos en un teatro, siquiera una o dos veces al mes; para una buena comedia, para un concierto; para organizar también, una o dos veces al mes, una excursión al campo en día de fiesta… En resumen: un rincón vuestro, vuestro, lo repito, donde las muy preocupadas puedan hablar en paz de los problemas comunes, donde las muy jóvenes podáis reír sin molestar a las personas demasiado cansadas de la vida para comprender la risa, ya para ellas sin sentido, de los veinte años; un hogar del espíritu desde donde poder salir en grupo para escuchar una conferencia o asistir a una clase nocturna, que hablen de cosas muy distintas de vuestra obligación diaria, o para pasear simplemente a la luz de la luna. Todo esto lo tienen en  las Casas del Pueblo las mujeres del pueblo. ¿Por qué no habéis de tenerlo vosotras también, mujeres de la clase media, eterna y neciamente sacrificadas? A todo esto, que os daría con toda inocencia descanso y alegría, tenéis perfectísimo derecho; es más, ya os lo he dicho: tenéis obligación de procurároslo. No ofendéis a nadie con ello, y nadie os puede impedir que lo hagáis. Decidíos a hacerlo con firmeza. Obligad con firmeza y cariño al marido, a la madre, al padre, a reconoceros este derecho. Defendedle y logradle, porque con él defendéis vuestra salud, que debe ser, para los que os quieren, tan preciosa como para vosotras su bienestar. Una vez más, mujeres españolas,  no hagáis sacrificios inútiles, que nadie os agradece y a nadie aprovechan.


María Lejárraga
Blanco y Negro, 10 de octubre de 1915
Cartas a las mujeres de España

Firmadas por Gregorio Martínez Sierra, fue su esposa, María Lejárraga quien las escribió.









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