Pienso
que después de leer mi carta anterior no pocas mujeres habrán dejado caer el
papel con un gesto de amargura rebelde, diciendo: “¡Esta carta no es para
nosotras! Diversión constante…; casinos, salones; conversación frívola a la
orilla del mar; visitas, teatros… Pero ¿todo eso existe fuera de las novelas?
Porque, para nosotras, toda la vida es trabajo constante e inacabable
preocupación, angustia unas veces, resignación las más, o indiferencia… Hay
tedio en nuestros días, ciertamente; tanto tedio y tan hondo y desolador como
en la dorada existencia de la más divertida mundana; pero este tedio nuestro
¡va tejido con hebras de lana tan áspera, tan burda, tan feamente gris!...”.
-Yo –dice una- tengo apenas treinta años y tengo cinco hijos, y a
fuerza de tenerlos y criarlos casi he perdido la forma de mujer, y mi marido no
hace caso de mí, y además gana poco dinero…, y la vida es tan cara…, y un
hombre no puede prescindir del café y el cigarro y el abono a los toros… y,
naturalmente, con el poco dinero que queda no es posible tener un hogar
agradable; ¡estos chiquillos rompen tantas botas!; y hace frío de noche, porque
el carbón para una estufa es artículo mucho más de lujo, aún, que no más caro, que
una cajetilla diaria; y como hace frío, este hombre se va y yo me quedo sola…,
y me divierto en quemarme los ojos sobre la costura, o me voy a la cama, a
dormir, si el chiquillo más pequeño me deja… Mañana, al despertar, ¡un día
más!, volveré a devanar este ovillo… ¡Yo sí que sé de sobra lo que es tedio!
Yo –dice otra- tengo veintitrés años, y soy bonita, y he ido al colegio, y
hasta cuando era chica me dio por estudiar más que otras. Así es que ahora me
gano la vida, o parte de la vida, dando lecciones de francés y labores. Paso el
día corriendo calles, con frío, y con calor, y con agua, y con viento, y
subiendo escaleras, y tratando con chiquillas mimadas y con madres ricas e
impertinentes…, y vuelvo a casa a la hora de cenar. Vivo con mi padre, y mi madre
y tres hermanos, que están estudiando cada uno su carrera, y no la acaban
nunca, y le dan a mi padre muchísimos disgustos… y no ganan un real. Pero
cuando acabamos de cenar, ellos se levantan y se van… no sé dónde, con los
amigos, dicen, o al café o al teatro. Muchas veces hablan, mientras
cenamos, de comedias que se han estrenado, y del teatro Real, y de bailarinas y
de cupletistas. Mi padre también sale algunas noches; otras hace pitillos o
solitarios, y mi madre repasa la ropa…, y yo…, yo bien quisiera tener la fuerza
de voluntad suficiente para coger también el llavín y marcharme con unas
cuantas amigas a hablar… del tiempo que hace, o a ver una comedia, o a oír un
poco de música alegre; pero ¿qué cara pondría mi madre si me oyera indicar tal
desvarío? ¡El llavín una chica soltera! ¡Salir de noche, lo mismo que un
hombre! Sin duda, piensa que, como me he pasado el día trabajando, debo estar
muy cansada, y mi único deseo debe ser acostarme cuanto antes. Otra cosa sería
si, como mis hermanos, hubiese pasado la mañana en buscar pretextos para no
entrar en clase, y la tarde comentando en la mesa del café las delicias de no
haber entrado… En fin, durmamos, que mañana, si no he dormido bien, tendré un
poco de dolor de cabeza, y me parecerán insoportables mis discípulas, y
aborrecibles sus elegantísimas mamás. ¡Diversión! Ya saldré el domingo a
dar vueltas de noria por el paseo, lleno de polvo…; pero ¡me da tanto asco
llevar todo el año el mismo sombrero! –Buenas noches, padre. Buenas noches,
mamá-. ¿Es posible que esta madre, que tanto me quiere, haya visto marcharse a
sus tres hijos, y no piense que yo, su hija, después de todo tan carne y sangre
suya como ellos, tengo, por lo menos, tanta necesidad como ellos de un poco de
alegría para poder vivir? –Buenas noches, mamá. –Buenas noches, hija. ¿Ya te
vas a la cama? Que no te estés leyendo hasta las mil y tantas, que mañana
tienes que madrugar… -Es verdad, tengo que madrugar… Mis hermanos, como no
pensarán entrar en clase, puede que no madruguen, y puede que mi madre, que
habrá madrugado tanto como yo, aunque las mañanas estén frías y ella tiene
reúma, les entre el desayuno a la cama… ¡Apaguemos la luz, que cuesta cara!
-Yo –dice otra- tengo treinta y cinco años, y ni me he casado ni ya me casaré;
porque el hombre a quien quise y pensé que me quería, se casó con otra más
rica, o más bonita, o con más gancho para convencerle, y yo soy tan tonta, que
no sé si te sigo queriendo, o si me quedado tan harta de querer, que no he
tenido arranque para querer a otro. No soy pobre de solemnidad, no tengo que
ganarme la vida; pero no soy rica y no puedo hacer vida de sociedad; mi madre
está cansada; mi padre es viejo, ya no trabaja, ya no le gusta salir de casa…
Aquí vivimos como en un convento… Algunas veces pienso: ¡Qué largos son los
días! A veces, mirándome al espejo y viendo algunas canas en las sienes: ¡Qué
corta es la vida! Me aburro mortalmente; y no es que no tengo nada que hacer:
tengo que cuidar a mis pobres viejos, que ya van estando un poco achacosos, y
que me quieren tanto, que nada les parece bien si no lo he hecho yo misma;
tengo que llevar el manejo de la casa, procurando estirar este poco dinero para
que parezca un poquitillo más; tengo que coser, además de la ropa de casa, mis
propios trajes, porque desde chica he tenido maña para arreglar trapos. No me
sobra una hora, y, sin embargo, ¡yo sí que sé también lo que es aburrimiento!
Y así tantas: madres de familia con poco dinero, maestras, empleadas,
telegrafistas, mecanógrafas, mujeres, en una palabra, de la clase media,
sacrificadas eternamente, eternamente amarradas a un yunque de preocupación y
ansiedad. Viviendo en casas tristes y feas, destempladas las más, con balcones
a calles más tristes y más feas que la casa misma, rendidas por la escasez,
entristecidas por la continuación implacable de la misma visión, de la
ocupación monótona, fácil y poco interesante, en la que no es posible, por
buena voluntad que se tenga, poner la menor chispa de ideal… Vidas trágicas, de
cuyo heroísmo silencioso nadie se entera… y cuyos sacrificios, por
acostumbrados, nadie agradece…
Mujeres, las que así os consumís en la monotonía de una vida más indiferente
que resignada, sabed que no tenéis derecho a hacerlo así, y que estáis
obligadas, absoluta y estrictamente obligadas, a procurar para vuestra
existencia la centella de buena ventura que ha de iluminarla. ¿Cómo?,
preguntaréis. Eso iremos viendo.
¿Habéis oído hablar de una curiosa y verdaderamente trágica costumbre china?
Ahora empieza para las mujeres del Celeste Imperio, con el triunfo de la recién
nacida República, una esperanza de libertad y felicidad. Son –se dice- las
mujeres chinas extraordinariamente inteligentes, y los hombres de ideales
nuevos parecen decididos a concederles todos sus derechos, incluso el del voto,
que por Europa aún discutimos tanto. Pero, hasta hace muy poco, han sido las
mujeres más desdichadas de la tierra. Vendidas desde niñas a un hombre, para
esposas o para concubinas, entraban, antes de ser mujeres, en la casa del
futuro marido… y algunas no volvían a salir de ella más que para el sepulcro.
Deformados los pies, apenas podían andar; la falta de ejercicio ejercía funesta
influencia en su salud, y para ellas, más que para ninguna otra mujer del
mundo, eran terribles los sufrimientos de la maternidad. Sujetas, prisioneras,
sin esperanza de mejorar de suerte y con inteligencia suficiente para
comprender la injusticia… ¿qué pensáis del tormento de esas vidas? Pero
existía, como he dicho ya, una costumbre curiosa: a estas mujeres así
atormentadas se las permitía, cuando llegaba la angustia de vivir a punto en
que ya la vida les parecía intolerable, retirarse a un lugar apartado, y allí
gritar cuanto quisieran, desahogando su dolor a voces, clamando contra lo
inevitable, lamentándose de la injusticia del destino y de la iniquidad de
la suerte. Generalmente, elegían para este desesperado consuelo el terrado de
su casa o la orilla de un río, y –dice una mujer europea que ha sido testigo
presencial del hecho más de una vez- siempre había muchos hombres parados
escuchándolas, y nunca ni uno solo se burló de los desesperados clamores de
aquellas infelices. Este derecho al clamor dolido, a la rebeldía siquiera
verbal, a la protesta apasionada, aunque, al parecer, inútil, acaso ha
conservado la razón y la vida a muchas infelices que, de otro modo, se hubieran
vuelto locas o hubiesen llegado al suicidio seguramente.
Y os digo a vosotras, legiones de mujeres sacrificadas a un deber austero, a un
trabajo gris, a una mediocridad, acaso más abrumadora que la misma pobreza
descarnada; a vosotras, mujeres de la clase media española atormentadas con
tantas inquietudes, tantas preocupaciones, tantos prejuicios y tantas
injusticias: ¡Tenéis obligación de buscar modo de desahogar el corazón y
libertarle de la pesadumbre de la rebeldía callada, que os está poco a poco
envenenando la vida! No es preciso, porque vuestro destino no es inexorable
como el suyo, que empleéis el desesperado remedio de las mujeres chinas; pero
es indispensable que procuréis, a toda costa, ese mínimum de distracción
necesaria, que no debéis considerar sólo como derecho, sino como deber
ineludible.
¡Y cómo no!, diréis. El divertirse, siquiera sea un poco, cuesta dinero…
También cuesta dinero una medicina, y se compra cuando es menester, bajo pena
de perder la salud. La salud del espíritu, el equilibrio de la inteligencia, la
alegría del corazón son tan importantes como la salud del cuerpo, y conducen a
ella por añadidura; una mujer que está siempre preocupada, o siempre triste, o
siempre trabajando, no puede estar sana. El cuerpo es tan entrañable amigo del
alma, que en todos sus duelos toma parte activa: primero la ayuda a soportar la
pesadumbre, pero luego se rinde a la pesadumbre. Y sin salud, el trabajo es
imposible; sin salud, es imposible el cumplimiento de los deberes a los cuales
la hemos sacrificado. Es buena economía gastar en distracción lo que
seguramente más tarde habremos de gastar en la botica o habremos de perder al
disminuirse el valor de nuestro trabajo.
Muchachas mecanógrafas: sabed que si estáis escribiendo con cansancio,
preocupación y rebeldía, equivocaréis tantísimas letras, que acaso el que os
emplea os pondrá de patitas en la calle… o, por lo menos, os rebajará el
sueldo, con lo cual mal cálculo habréis hecho en la privación resignada de
aquello que os pudo conservar el equilibrio mental necesario para la perfección
del trabajo. Maestras: sabed que si no enseñáis con alegría de corazón, no
aprenderán nada vuestras discípulas. Enfermeras pacientes del padre
achacoso, consoladoras de la madre cansada: sabed que la alegría de la
enfermera es el mejor tónico para el enfermo. Y mal podréis tenerla si no
hacéis provisión de ella de cuando en cuando…
Además, hay diversiones que no cuestan gran cosa. De una primordial, esencial,
mejor dicho, primera y fundamental entre las humanas, quiero hablaros hoy.
Recordad las palabras del filósofo francés: “Nunca el hombre ve al hombre sin
placer”. Somos seres sociales, organizados para vivir en sociedad. La diversión
primaria y más sencilla de todo ser humano es el trato con sus semejantes; es
más: casi todas las diversiones artificiales que el hombre inventa, no son más
que pretextos para este intercambio. Sólo la presencia física de un semejante,
aunque sea un inferior, aunque sea un niño, consuela y alivia en el
dolor, en el temor, en los momentos de esperanza angustiosa o de insondable
desesperación. Buscad, pues, mujeres fatigadas, trato y comunicación con otras
mujeres, y descansad en el amigable intercambio de ideas y palabras.
¿Recordáis que en la segunda de estas cartas os hablaba de Clubs de mujeres?
Fundad vosotras, mujeres de la clase media, Clubs, o si la palabra os asusta,
“reuniones”, no ya de sufragio, no ya siquiera de cultura, sino sencillamente
de distracción. (Lo demás vendrá por añadidura). Lo esencial es que tengáis un
lugar “vuestro” que no sea la casa, que no sea el taller, o la oficina, o la
escuela, o la tienda; un salón limpio donde podáis olvidaros una hora al día de
la obligación, hablando unas con otras, leyendo periódicos o libros, según
vuestra afición; haciendo algo de música, seria o ligera, según vuestra cultura
y vuestro estado de ánimo; bailando si os parece (las muchachas de Norteamérica
se hacen para estas fiestas entre amigas trajes de última moda con papel de seda,
para darse la broma o la ilusión de una mundana reunión elegante), donde
podáis, como los hombres, permitiros el lujo de una taza de café… y muchísima
conversación, de un asiento cómodo, de recibir las visitas de amigas, que tal
vez en casa molestan al marido un poco egoísta, a la madre cansada y ansiosa de
silencio, al padre achacoso y malhumorado. Clubs de veinte, de doce asociadas;
el caso es empezar; una cuota mensual para alquilar un piso modesto, pero
nuevo; para pagar a la mujer que haga la limpieza, para tener lumbre en el
invierno, para una alfombra, unas cortinas de batista blanca o de cretona
alegre, unas cuantas macetas; para pagar el abono a una librería circulante, a
unas cuantas revistas y periódicos, de modas, si queréis, o de feminismo, o de
economía doméstica, o, sencillamente, de literatura; para poder tomar dos
palcos altos en un teatro, siquiera una o dos veces al mes; para una buena
comedia, para un concierto; para organizar también, una o dos veces al mes, una
excursión al campo en día de fiesta… En resumen: un rincón vuestro, vuestro, lo
repito, donde las muy preocupadas puedan hablar en paz de los problemas
comunes, donde las muy jóvenes podáis reír sin molestar a las personas
demasiado cansadas de la vida para comprender la risa, ya para ellas sin
sentido, de los veinte años; un hogar del espíritu desde donde poder salir en
grupo para escuchar una conferencia o asistir a una clase nocturna, que hablen
de cosas muy distintas de vuestra obligación diaria, o para pasear simplemente a
la luz de la luna. Todo esto lo tienen en las Casas del Pueblo las
mujeres del pueblo. ¿Por qué no habéis de tenerlo vosotras también, mujeres de
la clase media, eterna y neciamente sacrificadas? A todo esto, que os daría con
toda inocencia descanso y alegría, tenéis perfectísimo derecho; es más, ya os
lo he dicho: tenéis obligación de procurároslo. No ofendéis a nadie con ello, y
nadie os puede impedir que lo hagáis. Decidíos a hacerlo con firmeza. Obligad
con firmeza y cariño al marido, a la madre, al padre, a reconoceros este
derecho. Defendedle y logradle, porque con él defendéis vuestra salud, que debe
ser, para los que os quieren, tan preciosa como para vosotras su bienestar. Una
vez más, mujeres españolas, no hagáis sacrificios inútiles, que nadie os
agradece y a nadie aprovechan.
María Lejárraga
Blanco y Negro, 10 de octubre de 1915
Cartas a las mujeres de España
Firmadas por Gregorio Martínez Sierra, fue su esposa, María Lejárraga quien las escribió.
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