A
las 11.20 de esta mañana yacíamos en la cumbre de una loma con una línea de
artillería española bajo un intenso fuego de ametralladoras y rifles. Era tan
intenso que si uno alzaba la cabeza de la grava donde había hundido la
barbilla, una de las pequeñas cosas invisibles que susurraban la serie de
sonidos de besos que se esparcían en torno a uno después del «pop, pop, pop» de
las ametralladoras de la loma siguiente, le levantaba la tapa de los sesos. Uno
lo sabía porque lo había presenciado. A nuestra izquierda se iniciaba un
ataque. Los hombres agachados, con las bayonetas caladas, avanzaban con el
torpe primer galope que precede al pesado ascenso de un atar que colina arriba.
Dos hombres cayeron heridos, dejando la línea. Uno tenía la expresión
sorprendida del hombre herido por primera vez que no comprende que esto pueda
causar tanto daño y ningún dolor. El otro sabía que estaba grave. Y todo lo que
yo quería era una azada para formar un pequeño montículo y esconder la cabeza
debajo de
él. Pero no había ninguna azada que pudiera alcanzar a rastras.
A
la derecha se elevaba la gran masa amarilla del Mansueto, la fortaleza natural
que defiende a Teruel. A nuestras espaldas disparaba la artillería del gobierno
español y, tras el estallido, se producía el ruido como de rasgar seda y, a
continuación, los repentinos geyseres negros de las granadas detonantes
machacaban las fortificaciones de tierra del Mansueto. Esta mañana habíamos
bajado por el paso de la carretera de Sagunto hasta nueve kilómetros de Teruel.
Después caminamos por la carretera hasta el kilómetro seis y allí estaba la
línea del frente. Permanecimos un
rato allí, pero era una hondonada y no podía verse bien. Trepamos a una loma
para ver y nos dispararon las ametralladoras. Más abajo de nosotros cayó muerto
un oficial y le trajeron con la cara gris, lenta y pesadamente, en una camilla.
Cuando recogen a los muertos en camillas, el ataque aún no se ha iniciado.
Como
la cantidad de disparos que atraíamos no guardaba proporción con la vista,
corrimos hacia la loma donde se hallaban las posiciones avanzadas del centro.
Al cabo de un rato este lugar tampoco era agradable, aunque tenía una vista
magnífica; el soldado echado junto a mí tenía problemas con su rifle. Se atascaba
después de cada disparo y le enseñé a abrir el cerrojo con una piedra.
Entonces, de repente, oímos gritos de júbilo a lo largo de la línea y vimos que
en la loma siguiente los fascistas abandonaban su primera línea.
Corrían
a saltos largos, que no es pánico sino retirada, y para cubrir esa retirada
barrieron nuestra loma con el fuego de sus otros puestos de artillería. Deseé
con fuerza la azada y entonces vimos avanzar desde la loma a tropas del gobierno.
Así seguimos durante todo el día y por la noche estábamos a seis kilómetros del
lugar del primer ataque.
Durante
el día observamos a las tropas del gobierno escalar las cumbres del
Mansueto. Vimos coches blindados ir con las tropas a atacar una granja
fortificada que estaba a cien metros de nosotros; los coches se detuvieron en
los lados de la casa y dispararon contra las ventanas, mientras la infantería
se introducía en ella con granadas de mano. Nosotros yacíamos al dudoso amparo
de un montículo de hierba y a nuestras espaldas los fascistas disparaban
morteros de ochenta milímetros hacia la carretera y el campo, y los proyectiles
caían con un silbido repentino una fuerte explosión. Uno cayó en la ola de un
ataque y un hombre salió corriendo en semicírculo del aparente centro del humo,
primero en un retroceso alocado y natural,
pero luego miró y avanzó para alcanzar a la línea. Otro quedó tendido donde se
posaba el humo.
Aquel
día no sopló el humo. Después del frío ártico de la ventisca y el ventarrón que
soplaron durante cinco días, hoy reinaba un veranillo de San Martín y las
granadas explotaban y se posaban lentamente. Y durante todo el día las tropas
que esperaban en la zanja, tomándonos por el estado mayor porque no hay nada
más distinguido que trajes de paisano en el frente, gritaban: «Mirad a esos de
la cumbre de la colina. ¿Cuándo atacamos? Decidnos cuándo podemos empezar».
Estábamos sentados detrás de los árboles, árboles cómodos y
gruesos, y veíamos partirse ramitas de sus colgantes ramas bajas. Observábamos
a los aviones fascistas dirigirse hacia nosotros y corríamos a buscar refugio
en un barranco lleno de surcos, pero solo para verlos dar media vuelta y
describir círculos para bombardear las líneas del gobierno cerca de Concud. Sin
embargo, avanzamos durante todo el día con la marcha continua e implacable de
las tropas del gobierno. Por las laderas de las colinas, cruzando la vía
férrea, capturando el túnel, subiendo y bajando por todo el Mansueto hasta el
recodo de la carretera en el kilómetro dos, y subiendo, por fin, las últimas
laderas hasta
la ciudad cuyos siete campanarios y casas limpiamente geométricas destacaban
contra el sol poniente.
El
cielo del crepúsculo estaba lleno de aviones del gobierno, los cazas parecían
dar vueltas y salir disparados como golondrinas, y mientras Matthews y yo
observábamos su delicada precisión con los gemelos, esperando ver un combate
aéreo, dos camiones llegaron ruidosamente, se detuvieron y dejaron caer las
compuertas de cola para descargar una compañía de chicos que se comportaban
como si fueran a un partido de fútbol. Hasta que vimos sus cinturones con
dieciséis bolsas para bombas y los dos sacos que llevaba cada
uno no nos dimos cuenta de que eran «dinamiteros». El capitán dijo: «Son muy
buenos Obsérvenlos cuando ataquen la ciudad». Y bajo el breve resplandor del
sol poniente y el de las bombas en torno a toda la ciudad, más amarillo que las
chispas del tranvía pero igual de repentino, vimos desplegarse a esos chicos a
ochocientos metros de nosotros y, cubiertos por una cortina de fuego de
ametralladora y rifle automático, deslizarse sin ruido por la última pendiente
hasta el borde de la ciudad. Vacilaron un momento detrás de una pared y
entonces llegó el destello rojo y negro y el estruendo de las bombas y, después
de escalar la pared, entraron
en la ciudad.
—¿Y
si entráramos con ellos? — pregunté al coronel.
—Excelente
—dijo—. Un proyecto maravilloso.
Empezamos
a bajar por la carretera pero ahora ya oscurecía. Vinieron dos oficiales que
buscaban unidades dispersas y les dijimos que nos uniríamos a ellos porque en
la oscuridad los hombres podían disparar con precipitación y aún no había
llegado la contraseña. En el agradable atardecer otoñal bajamos la colina y
entramos en Teruel. Era una noche pacífica y todos los ruidos parecían
incongruentes. Entonces vimos en la carretera a un oficial
muerto que había mandado una compañía en el asalto final. La compañía había
seguido adelante y esta era la fase en que los muertos no merecían camillas,
así que lo trasladamos, aún flexible y caliente hasta la cuneta y lo dejamos
con su grave y céreo rostro donde los tanques ni nada más pudiera molestarle y
seguimos hasta la ciudad.
Toda
la población de la ciudad nos abrazó, nos dio vino, nos preguntó si conocíamos
a su hermano, tío o primo de Barcelona. Fue muy agradable. Nunca habíamos
estado en la rendición de una ciudad y éramos los únicos civiles del lugar. Me
pregunto quiénes creerían
que éramos. Tom Delmer parece un obispo; Matthews, un Savonarola, y yo, bueno,
el Wallace Beery de hace tres años, de modo que tal vez pensaron que el nuevo
régimen sería, como mínimo, complicado. Sin embargo, dijeron que éramos lo que
habían estado esperando. Dijeron que se quedaron en sótanos y cuevas cuando
llegó la oferta de evacuación del gobierno porque los fascistas no les
permitieron marcharse. También dijeron que el gobierno no había bombardeado la
ciudad, solo objetivos militares. Lo dijeron ellos, no yo, porque después de
leer hoy en los periódicos recién llegados a Madrid desde Nueva York (que
aún estaban en el coche) que Franco daba al gobierno cinco días para rendirse
antes de iniciar la ofensiva triunfal definitiva, se antojaba un poco
incongruente entrar esta noche en Teruel, esa gran plaza fuerte de Franco de la
que iban a salir hacia el mar al cabo de treinta días.
Ernest Hemingaway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)
Fotografía: Hemingay en el frente de Teruel (Robert Capa)
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