Un bombardeo más, ya no tiene importancia. Pero el bombardeo que
he soportado hoy en la Puerta del Sol, me ha tocado algo hondo de mí. Las
raíces tienen origen en mi infancia.
Iba yo de la mano de no sé quién. Me quedé
mirando la pelotita flotante de colorines. Resistí la tracción de la mano que
me conducía, situándome frente al juguete. Era un tubito de hojalata rematado por una espiral de
alambre en forma de copa. Al soplar por el tubo, una pelota diminuta flota y
gira en el aire cayendo en la copa cuando el soplo se interrumpe. Exigí la
entrega inmediata del juguete y me lo compraron. Entonces me fijé en el
vendedor. Su visión me hirió la imaginación, y el choque ha perdurado toda mi
vida. Era un niño como yo, en edad. Pero la cara era distinta de todas las caras de niño que conocía: la boca torcida, entreabierta en
uno de sus extremos; labios húmedos, mirada inexpresiva. El movimiento lento y
torpe de sus brazos y el temblor de su mano al entregarme el juguete y recibir
el dinero, me retuvieron frente a él contemplándole con asombro.
Ambos hemos
crecido, viviendo ambos nuestra vida: él sin moverse de donde le conocí, pegado
a la fachada de una perfumería en la Puerta del Sol, en el trozo de acera que va de la calle Mayor a la calle de Correos.
Siempre igual; inmóvil, dejando transcurrir las horas, con un brazado de
juguetes baratos en una mano, accionándolos con la otra.
Vestía siempre un
blusón blanco como de tendero; hacía flotar la pelotita polícroma en el aire,
sonaba cornetas diminutas, imitaba el piar de pájaros con pequeños artilugios
metidos en su boca, vendía el mono de trapo que trepa por un hilo.
En Reyes, de
golpe, su comercio humilde de «camelot» de treinta céntimos adquiría ínfulas
de vendedor rico. Era el automóvil mecánico que ponía en marcha sobre el
asfalto de la acera; el pájaro que salta y picotea el grano; el aeroplano que
no vuela, pero corre y hace girar su hélice. Siempre a su lado había un
familiar vigilante. No voceaba; hacía obrar a sus juguetes y se limitaba a
pedir en lengua torpe el precio de ellos cuando alguien le preguntaba.
Sigue
con su cuerpo y su cara torcidos y sus labios húmedos, indiferente a la vida intensa y
vibrante que pasa a su lado en esta Puerta del Sol, centro y corazón de Madrid.
También a él le ha afectado la guerra. Ignoro por qué desapareció la compañía
de su lado y las exigencias del negocio, paralelas a la guerra, transformaron
la venta de juguetes en la de insignias de todos los partidos, de todas las
asociaciones y de todos los grados militares.
Están clavadas en una placa de madera forrada de terciopelo morado montada sobre un palo
que sostiene con su mano derecha. Indudablemente, él ignora la guerra y sus
cambios. Sigue allí inmóvil e indiferente. Frente a sus ojos inexpresivos se
levanta el cascarón de la casa de la esquina de la calle de Preciados que vació
una bomba en noviembre de 1936. Pero él no parece verla.
En la mano izquierda
tiene una pelota de caucho que representa la cara grotesca de un hombre. La boca y los ojos son de caucho más fino,
y cuando se oprime la pelota surge una lengua roja, larga, y unos ojos saltones
que se hinchan y dilatan por la presión del aire. Parece la cabeza de un
ahorcado. El movimiento constante de la lengua y de los ojos, sugestiona a los
chicos que se quedan mirando absortos durante minutos los gestos desorbitados
del muñeco.
Los hombres se detienen y aun se agrupan alrededor de las insignias que sustenta su mano derecha. Los niños se paran y también se
agrupan alrededor del juguete que sustenta la mano izquierda.
En medio está la
figura inexpresiva del idiota indiferente a unos y otros. Sólo parece que le
anima la idea de que el juguete funcione. Y toda su acción se concentra en
abrir y cerrar rítmicamente su mano, multiplicando las gesticulaciones de la
cabeza de goma.
Le he visto muchas veces y siempre he pensado porqué seguirá en su puesto. Se han evacuado muchos, mujeres, niños y enfermos;
pero el idiota ha seguido pegado a la fachada, cariátide trágica y grotesca. Hoy le he vuelto a ver. Como siempre, oprimiendo la pelota de goma y con un
chiquillo delante que la contemplaba entusiasmado.
Al chiquillo le conozco
también. En una calleja, a espaldas de mi oficina, se agrupan los golfillos del
barrio, juegan el dinero — perras chicas y alguna que otra perra gorda— haciendo un hoyo en el suelo, en el cual ha de entrar
la moneda para que el tirador la gane. Disputan las jugadas, se insultan y a
veces acaban a pedradas. Cuando no riñen, suelen tirar las piedras contra algún
farol o alguna ventana. La guerra los ha hecho libres, con una libertad
salvaje. Los padres trabajan o están en el frente, las madres en las colas. Las
escuelas están cerradas en este barrio en guerra, y los nuevos centros están en
el interior de la ciudad; los chicos pretextan el peligro para no ir. Pero cuando hay bombardeo,
en el callejón se reúne el cónclave y todos acuerdan marcharse a verlo de cerca
y recoger cascos de granada todavía calientes.
Vuelven después alborozados al
amparo del callejón protegido y se disputan la posesión de los trozos de
metralla para sus colecciones. Se los cambian y se los venden. El feliz
poseedor de una espoleta llegó un día a obtener por ella el pago de una peseta
por otro chico, tal vez menos arriesgado, pero más rico. El vendedor explicaba
entusiasmado cómo se arrojó a recogerla ardiente del suelo. El comprador
mostraba su peseta nueva, dorada, en la mano, como tentación al valiente. La
espoleta aquella era de un obús de 22,5. El vendedor de la espoleta aprovechó
la admiración de la banda para proponer un bombardeo serio de la casa de la
«tía fulana» a quien llamó bruja y beata.
—Cuando bombardearon ayer—proclamaba severo— esa tía fascista se estaba riendo detrás de
los visillos. En la casa no la puede ver nadie.
En un montón de escombros
próximo, escombros de un obús, se proveyeron de cascotes y desplegados en fila
india se llegaron cautelosamente ante una ventana cerrada de un piso bajo de la
esquina. Allí en semicírculo, a la voz del capitán, descargaron sus municiones
contra la ventana sombría.
El silencio de la calle se llenó de ruido de cristales, de pataleo
de chicos corriendo, de voces agudas de mujeres y de abrir de balcones y
ventanas de vecinos curiosos.
Y mi capitán estaba hoy, riendo las muecas de la
pelota de goma.
Reconocí a los dos: al vendedor de juguetes y al cazador de
espoletas.
Me interesó tanto el chico, que me paré, simulando ver las
insignias, en contra de la repulsión instintiva que durante treinta años, me
había hecho pasar rápido por delante del paralítico.
El obús cruzó silbando y
estalló allá, en el lado opuesto de la Puerta del Sol. La gente se disolvió. En
segundos desapareció la muchedumbre que llena siempre la gran plaza, sin prisa,
pero empujándose. Nos quedamos solos, el idiota, el chico y yo. Le cogí del
brazo y, escoltado por el chico, le conduje a la inmediata calle de Correos, al
abrigo de nuevos disparos. Íbamos despacio por el torpe andar del inútil; yo
temiendo el próximo obús, él ignorante de todo, oprimiendo rítmicamente su
pelota de goma; el chico prendido en el imán de la lengüecita roja que se
estiraba y encogía.
En el portal ya, la pelota ha caído al suelo y ha rodado
hasta la mitad de la calle. El chico ha saltado ágil hasta ella y ha vuelto
lento, con ansia de poseerla breves momentos.
Deslizo en la mano del idiota un
billete pequeño. Se calma su inquietud al contacto y reanuda el rítmico movimiento de su mano. El billete parece una cara grotesca
que saca la lengua y mueve los ojos en gesto burlón. Por un momento, la pelota
en la mano del chico, el billete en la mano del tonto se hacen muecas. Mira
alegre el idiota el billete, olvidado de su mercancía perdida y de los obuses
que estallan.
El chico corre hacia la Puerta del Sol, temiendo le reclame el juguete,
olvidando el obús. Yo no puedo olvidar nada.
Y surge ante mí, la niñez: la bola de mil colorines, flotando y
girando en el aire.
Arturo Barea
Valor y miedo, 1938
Capítulo IX - Juguetes
Capítulo IX - Juguetes
Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja
la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.
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