Las noticias
que me llegaron en Suecia -donde aún ejercía como embajadora de la República
Española- del éxodo de los republicanos españoles desde la zona de Cataluña me
afectaron más profundamente quizá que casi ningún otro trágico suceso de la
guerra.
Ni siquiera
los bombardeos, con sus miles de víctimas inocentes, ni la evacuación de
ciudades como la de mi propia ciudad, Málaga, cuando la gente, huyendo por la
carretera, había sido ametrallada desde el aire por los bombarderos y
bombardeados desde el mar por los buques italianos; ni siquiera las historias
del hambre y frío devastadores de Madrid, ni las listas de las jóvenes y
valientes vidas segadas por las fuerzas traidoras, ni las fotografías de
ciudades y pueblos destruidos, ni los grandes campos de tumbas de los heroicos
miembros de las Brigadas Internacionales cuyas cenizas, confundidas con las de
las de nuestros patriotas, descansarán para siempre bajo el cielo español, me
calaron e hirieron más terriblemente que las noticias de la huida de mi pueblo
derrotado de la tierra que le vio nacer.
El éxodo
desde Barcelona había empezado el 23 de enero de 1939, después de que las
defensas de la periferia hubieran caído y el enemigo asaltara las partes altas
que rodeaban la ciudad. La gente se ha preguntado por qué la capital catalana
no opuso resistencia como lo había hecho Madrid, pero es una cuestión de fácil
respuesta.
Cuando Madrid
fue sitiada, los republicanos apenas estaban comenzando la lucha. No habían
sufrido las terribles pérdidas de una lucha prolongada. Dos años y medio de un
hambre implacable no les había debilitado todavía, y sobre todo no habían
perdido la fe en los países hermanos, en los gobiernos que se llamaban a sí
mismos democráticos. Día tras día se esperaba que el mundo demostrara por fin
que era antifascista.
Cuando
Barcelona fue asediada por tierra y mar, el pueblo español sabía que no había
esperanza. La Liga de Naciones había fallado miserablemente y esas naciones que
debían haber ayudado lo habían evitado gracias al ilícito pacto del Comité de
No-Intervención.
Al principio,
los evacuados de Barcelona no pensaron realmente que el final había llegado.
Creyeron que estaban simplemente retrocediendo y que la lucha continuaría
después de que la segunda línea de defensa fuera establecida al norte.
Pronto
entenderían que la evacuación realmente significaba una definitiva huida, huida
de todo lo más preciado que tenían, de la tierra que les vio nacer -la preciosa
tierra española-, de las casas donde muchos habían vivido toda su vida, de los
familiares y los queridos compañeros que estaban siendo dejados atrás
dentro del círculo vicioso trazado por las fuerzas fascistas alrededor de la
zona centro sur y de la cual no había salida posible.
Los testigos
de ese espantoso éxodo nunca han superado ese horror. No menos de medio millón
de hombres, mujeres y niños atestaban las carreteras dirigiéndose a las
fronteras francesas.
Pocos iban en
coches, muchos en viejos coches de caballo o carros de mulas, la mayoría a pie
y todos cargados con bolsas, colchones y paquetes. Tenían que abandonar por
pura fatiga la mayoría de sus posesiones cuando marchaban.
Como si esto
no fuera suficiente, los planes del enemigo pronto hicieron su aparición.
Lanzaron las bombas sobre los pocos trenes que pudieron dejar Barcelona,
cargados al máximo con las familias de los empleados del Gobierno y los
soldados heridos. Estos últimos, sabiendo que la entrada de las fuerzas de
Franco -especialmente los marroquíes- en las ciudades republicanas, estaría
marcada por la masacre total de los enfermos del hospital, habían rogado
lastimosamente que no les dejaran allí.
Los trenes,
en cualquier caso, no pudieron llegar más allá de Gerona, pues los caminos
desde esa ciudad estaban incluso más atestados que en otra parte. El avance fue
lento y la fuerza aérea enemiga se aprovechó de ello, ametrallando
implacablemente a la gente desde el aire.
La
información que recibí esos días era confusa. Se iba a organizar una
resistencia en una línea intermedia cerca de los Pirineos; las naciones democráticas
iban a permitir al fin algunas de las armas que tan trágicamente necesitaban
las tropas republicanas, que aún luchaban tras los evacuados. El Gobierno había
asentado sus cuarteles generales en Figueras y se iba a llevar a cabo allí una
sesión de las Cortes.
Por ese
tiempo, la gente que huía dejaba terribles señales de su paso por las últimas
millas de su tierra natal. Las carreteras no estaban sólo repletas de coches
averiados y bultos, sino de cadáveres humanos.
Algunas
personas habían muerto a causa de los aviones enemigos, otros habían sucumbido
al frío, el hambre o el agotamiento. Pero nadie se quejaba. En su camino, se
preguntaban dónde les dirían que pararan o si estarían caminando directamente
hasta Francia, dejando sólo al ejército detrás de ellos.
Los primeros
contingentes que atravesaron los pueblos de camino a la frontera pudieron
reunir algunas provisiones. Pero pronto ni siquiera hubo un mendrugo de pan que
buscar y un hambre voraz se sumó a otros padecimientos. Día y noche, la gente
luchaba por seguir.
Mientras
tanto, el Gobierno había hecho un llamamiento a los funcionarios de distintos
ministerios para que se detuvieran en Figueras, donde habían sido dispuestos
los cuarteles generales en un enorme y antiguo castillo con vistas a los
Pirineos. Mi marido, del que oí la historia más tarde, estaba allí con el
ministro de Asuntos Exteriores. No había comida y la mayoría de los hombres
dormían en el suelo. Mientras esperaban instrucciones en Figueras, los
refugiados se aglomeraban alrededor de los Pirineos y hacia el interior de
Francia.
Un amigo
nuestro, que estaba cerca de la frontera con un conocido líder socialista
intentando ayudar a aquellos que tenían una necesidad más urgente, me contó una
conmovedora escena que él mismo había presenciado. En medio de la gran
muchedumbre vio un espacio abierto donde un grupo de personas había rodeado el
cuerpo de una mujer que había caído al suelo. Como ocurría cada vez que la
muerte aparecía, ellos se apresuraban a ver si podían ser de alguna ayuda.
Vieron a la mujer tendida en el suelo. Parecía joven, pero su rostro era
delgado y terriblemente pálido; la tierra alrededor de ella estaba empapada en
sangre. De repente, reconoció al viejo líder inclinado sobre ella. Sus hundidos
ojos se avivaron, los demacrados labios sonrieron y, con un deje triunfante en
su voz, dijo apuntando a un diminuto fardo al lado de ella: «Mire, tengo un
niño».
Mi amigo y el
hombre mayor se apartaron y, después de que hubieron andado algunos pasos, el
último murmuró con una voz ahogada: «Cómo la envidio. Ella tiene algo por lo
que vivir».
Desde
entonces he sentido a menudo que la gran mayoría de los republicanos españoles,
incluso aquellos que se han encontrado en grandes apuros, eran como esa mujer.
Durante todos los largos meses y años de sufrimiento, han demostrado que tienen
algo por lo que vivir: una España libre.
Pero el
enemigo pisaba ya los talones de la gente, y muchos dejaron la carretera y
ascendieron los nevados Pirineos hasta que, por fin, toda la enorme y
desordenada masa alcanzó la entrada de Francia. Francia, la tierra de la
libertad, donde años antes el triunfo de la gran revolución había difundido los
principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
¡Francia!,
pensaron los infelices refugiados, sus ojos fijos en los postes que mostraban
el camino. Francia abría sus brazos, a pesar del Comité de No-Intervención,
para recibir al pueblo derrotado de España.
Para su
decepción y sorpresa, la Francia que les estaba esperando no era aquella en la
que habían creído. Las tácticas fascistas, imitadas de los alemanes e italianos
por el traidor Gobierno de Laval, habían empezado a infiltrarse en cada
departamento oficial. En vez de las fraternales y acogedoras ofertas de ayuda
que los refugiados esperaban, línea a línea de las tropas senegalesas y de la
Garde Mobile les hostigaban con las culatas de sus rifles y robaban todo lo que
llevaban: relojes y otras joyas, incluso estilográficas, con la excusa de que
sus propietarios no habían pagado impuestos por ellos. Luego, separando a los
hombres de las mujeres y los niños, les apartaban violentamente en diferentes direcciones.
Por primera
vez desde que España había sido dejada atrás, llantos de desesperación
desgarraron el frío e intenso aire invernal. Las mujeres se negaron a gritos a
dejar que sus familiares -muchos de ellos viejos y enfermos, otros simples niños-
les fueran arrebatados.
La confusión
aumentó por la llegada del Ejército republicano de la zona evacuada. El 6 de
febrero, después de una dura lucha en la retaguardia protegiendo la evacuación,
cruzaron la frontera de Francia. Marcharon ordenadamente, dejando sus armas a
cargo de los oficiales y soldados franceses. No parecían un ejército derrotado,
ciertamente no parecía vencido. La superioridad moral de su causa, su propio
valor y resistencia y la heroica fe parecían cubrir a los soldados de grandeza.
Pero, para los fascistas -predispuestos por la Garde Mobile- estaban vencidos,
y pronto se lo hicieron sentir así.
Las mujeres,
reunidas a un lado de la carretera francesa, corrieron a encontrarse con sus
familiares. Las madres, que no habían esperado ver a sus hijos con vida, se
aferraron a los jóvenes cuerpos que vestían el uniforme republicano.
Matrimonios, a quienes la guerra había separado durante meses, se aferraban
desesperadamente entre sí, pero los soldados senegaleses les separaban sacudiéndoles
o golpeándoles. Los heridos que podían estar en pie no recibían ninguna ayuda
ni clemencia, sino que eran tratados como el resto de los hombres. De vez en
cuando se les concedía el derecho de paso hacia el hospital a nuestras
ambulancias llenas de mutilados, de soldados destrozados.
Entretanto,
lejos, en Suecia, mi hija Marissa y yo tratábamos vanamente de tener noticias
de nuestra familia. Mi yerno Germán y mi hijo Cefe habían estado sirviendo como
médicos durante toda la guerra, a veces en los campos de aviación, y otras en
el frente. Ceferino, mi marido, había dejado Letonia en octubre. La evacuación
le había pillado en Barcelona mientras aguardaba instrucciones del Departamento
de Asuntos Exteriores para una misión especial.
Los días
pasaban sin traemos noticias de ellos. Por fin, el 5 de febrero, recibimos un
cable de Germán. Él y su joven hermano Alejandro, que era un oficial de
artillería, habían sido llevados al campo de concentración de Prats de Molió.
Alejandro tenía malherido el brazo izquierdo, pero a ninguno se le permitió
moverse del espacio electrificado asignado a este grupo de refugiados.
Poco después
recibimos un cable de mi marido, a quien, siendo del servicio diplomático, se
le había permitido la entrada a Francia y estaba a salvo en Perpiñán. Le
telegrafiamos para que buscara a nuestro yerno, y dos días más tarde supimos
que estaban los tres juntos. Cómo se las arregló Ceferino, aún lo desconozco.
Absoluta perseverancia, supongo, y el pasaporte diplomático.
Pero no había
absolutamente ninguna noticia de Cefe. Mi incertidumbre crecía por momentos.
Estaba segura de que el chico había sido atrapado en la trampa fascista. Mi
marido, igualmente nervioso, se esforzaba por conseguir algún indicio de dónde
estaba. Finalmente, después de once días, telefoneó diciendo que por fin había
encontrado a nuestro hijo. Cefe estaba cerca de la frontera pasando a Francia
bajo su cuidado a los últimos soldados heridos. Más tarde él también fue
confinado en un campo de concentración en Argelès-sur-Mer y liberado por
algunos amigos de mi marido y el prefecto del lugar, que resultaron ser
amables.
Respiré con
dificultad durante irnos minutos. Mis pensamientos volaron de regreso a las
escenas que un amigo sueco, Georg Branting, había descrito. Volvía de la
frontera donde el Comité de Ayuda Sueco estaba haciendo lo que podía para
ayudar a los refugiados.
-Ni siquiera
Dante podría haber imaginado cosas tan terribles como las que yo he
presenciado-, decía una y otra vez.
¿Qué podía
hacer?, ¿cómo podía ayudar? Podía enviar algunos cheques a aquellos con los que
podía contactar, pero nada más.
¿Por qué
estaba Francia haciendo esto? Yo sabía, y también nuestro pueblo, que no era
toda Francia. Muchos, muchos refugiados fueron ocultados, escondidos y cuidados
por humildes campesinos y trabajadores. Ellos también eran Francia. Otros, en
París, fueron ayudados por gente de familias acomodadas, que también eran
Francia.
¿Y el
Gobierno? ¿Para qué preguntar? Dentro del Gabinete, como fuera de los círculos
oficiales, había también gente con diferentes opiniones. Había simples
gendarmes que demostraron su humanidad. Por todo el país, como en España y en
otras naciones, existían verdaderos y honestos demócratas, muchos. Pero también
había fascistas, y estos iban a ser los fuertes durante un tiempo. Más de uno
de los refugiados españoles me ha contado cómo los miembros de la Garde Mobile
y de la policía se burlaban de los documentos y salvoconductos firmados por el
mismo primer ministro francés.
Los desaires
y castigos cometidos en el nombre de Francia a los refugiados sin hogar
hirieron profundamente los corazones de los republicanos españoles. Nadie se
hubiera sorprendido o lamentado si se hubieran tomado ciertas medidas
justificadas, como un internamiento decente. Pero los golpes, las humillaciones
y los insultos, incluso por parte de algunos oficiales del Ejército francés,
eran difíciles de soportar. Los partidarios de Franco cruzaban la frontera
constantemente para recrearse contemplando a sus propios compatriotas
derrotados.
En esos duros
momentos, las acciones de la propia guardia de oficiales eran difíciles de
asumir y se oía murmurar a muchos de sus compatriotas ante la visión de
semejantes actos: «Me avergüenzo de ser francés».
Pero ahora,
por fin, Francia ha recuperado gloriosamente su buen nombre y estamos
preparados para perdonar y olvidar, perdonar lo que estuvo mal, y recordar la
generosidad de nuestros amigos y la gloria de nuestra causa común.
Isabel Oyarzabal Smith
Rescoldos de libertad. Guerra civil y exilio en México - Capítulo I
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