Al entrar en la sexta vivienda,
ocurre un nuevo choque. En la choza —cuatro miserables paredes de piedras
tiradas unas encima de otras; un tejado de madera y ramaje— se han refugiado,
huyendo de los guardias que ya dominan el pueblo, Seisdedos —un anciano de
setenta años, fuerte, viril, decidido—, sus hijos Pedro y Francisco, sus nietos
Curro y María, y sus vecinos Francisco Lago y su hija Manuela. Un guardia de
asalto abre la puerta de un culatazo y dispara; le contestan desde dentro y el
guardia cae. Sus compañeros retroceden. Uno, más audaz, trata de entrar por la
corraliza —pequeño patio con tapia de piedra— y desaparece también, cayendo al
suelo herido en un brazo. Del resto de los guardias se apodera el descontento.
Han perdido dos de los suyos al entrar en la casa. Se repliegan y toman
posiciones sin dejar de disparar. Seisdedos contesta. Pero tira poco, porque
tiene que aprovechar las municiones, que sin duda escasean. Los de asalto piden
refuerzos. Mientras, por el pueblo ha cundido el terror. Algunos vecinos, que
no se han metido en nada, continúan refugiados en sus casas. Otros, que han
participado en el ataque al cuartel de la Guardia Civil, dan por
definitivamente perdida la partida y escapan al monte aprovechando las primeras
sombras. Sólo desde la choza de Seisdedos se hace fuego. Transcurren lentas
unas horas. A las nueve de la noche llegan más guardias, que traen consigo un
par de ametralladoras. Frente a la casa, al otro lado de la calle, se eleva la
cima del cerro, coronado por chumberas. Pero suenan dos disparos y unos
guardias son alcanzados. Las heridas carecen de importancia porque, por fortuna
para ellos, Seisdedos sólo tiene perdigones.
La ametralladora, prestamente instalada, empieza a disparar.
Pero la lluvia de balas no hace muchos efectos al rebotar en la piedra.
Seisdedos, por su parte, espacia sus disparos y sólo aprieta el gatillo cuando
alguien aparece a su vista. Telefonean de nuevo los guardias. Piden granadas de
mano, bombas con que destruir la casucha y acabar con cuantos resisten dentro.
Llega un momento en que los guardias se cansan de disparar. A medianoche
disminuyen el tiroteo; incluso hay unos minutos en que cesa por completo. Un
vecino, Antonio Barberán, anciano de setenta años, pretende aprovechar el cese
del fuego para llevar un nietecito a la casa del padre del crío, que está
contigua. Pregunta a voces a los guardias si puede salir; la contestación es
afirmativa. Sale con el chiquillo y de pronto pretende volver sobre sus pasos
por algo que se le olvidó. En aquel momento suena una descarga. El anciano,
aterrado, no sabe qué hacer, paralizado por el temor El nietecito grita a los
guardias con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡No tiréis a mi abuelo, que no es anarquista!
Un hijo del viejo, llamado Salvador, que presencia lo ocurrido
desde la puerta de su choza, también grita lo mismo, pero resulta inútil. Una
bala hace caer a Barberán en una trágica pirueta. El hijo y el nieto le ven
morir sobrecogidos de espanto.
La noche avanza y las estrellas contemplan, antes del
amanecer todos los episodios de la trágica lucha. Seisdedos sigue resistiendo
impávido. En un momento de calma, un muchacho sale por la parte posterior y
corre. Es un nieto de Seisdedos, de diez años de edad. Cuando los guardias
quieren disparar, el chaval se ha perdido entre las chumberas, tragado por las
sombras de la noche. Minutos más tarde una muchacha, hermana suya, repite la
arriesgada experiencia. Salta por la parte posterior, se agacha entre los
matorrales, y corre agachada con todas sus fuerzas. Las balas rebotan en torno;
la muerte se cierne amenazadora sobre ella; llega en cada trozo de plomo que
cae alrededor. Un pobre animal, una burra que está atada en una corraliza cerca
del camino y que sigue a la joven en su huida, cae herida certeramente. Al cabo
la figura de la muchachita se difumina en la lejanía. Será el último ser humano
que salga vivo de la casucha; los demás morirán entre sus escombros.
Cerca del amanecer llegan las granadas pedidas. Desde lo alto del
cerro comienza el bombardeo de la casa. Caen con fúnebre sonido sobre la frágil
techumbre de la casucha. Alguna estalla y su estruendo estremece la aldea
entera, aumentando el pánico y la desolación que imperan en el pueblo. La
mayoría ruedan por el tejado y caen en la corraliza sin estallar. Al cabo de un
rato hay quien encuentra poco rápido y eficaz el procedimiento. (Las bombas, en
España, tanto las que lanzan los revolucionarios como las que utiliza la fuerza
pública, no parecen muy eficaces). Idea algo más retorcida y siniestra: empapar
trapos en gasolina, prenderles fuego y una vez ardiendo lanzarlos sobre la
techumbre de la choza; sus moradores tendrán que elegir entre arder vivos o
salir para ser barridos por la ametralladora. Ponen en práctica la idea sin
pérdida de momento. Caen varios trapos ardiendo sobre las maderas y ramas del
tejado, que comienza a arder. Pronto las llamas se elevan hacia lo alto
iluminando con resplandor siniestro el pueblo entero. Es un espectáculo bárbaro
y terrible. Toda la techumbre es una inmensa pira, Se expande por el aire el
olor de la paja quemada. Salen de la choza gritos y exclamaciones de dolor.
Crujen las maderas sustentadoras de la techumbre, que empieza a hundirse entre
un remolino de llamas.
Del interior, con las ropas encendidas, enloquecido por el terror,
sale corriendo un hombre. Las balas de la ametralladora que barre la puerta,
las ventanas y la corraliza, le siluetea trágicamente un segundo antes de
alcanzarle. Al cabo rueda por el suelo, muerto. En el mismo instante sale de la
casucha, una muchachita, su hija Manuela. Las ropas se le han incendiado a
mitad del cuerpo; las llamas le muerden el pecho virgen, el vientre terso. Corre
dando alaridos, convertida en una antorcha viviente. No tarda en caer
acribillada a balazos, junto al cadáver de su padre. Mientras, el incendio
continúa. Claramente, pese al crepitar de las llamas al morder la madera, al
estrépito incesante de las ráfagas de ametralladora, se oyen gritos de dolor de
los que continúan dentro. La techumbre se hunde en un tremendo remolino de
chispas y llamaradas. Resuena un último alarido, desgarrado, lacerante,
mientras por los alrededores se extiende un olor impresionante a carne quemada.
La del viejo Seisdedos, de sus hijos, de sus familiares y vecinos, que
continúan ardiendo en la inmensa pira en que se ha convertido su miserable
casucha.
Eduardo de Guzmán
La Tierra, 19 de enero de 1933, pág. 1
Recogido en La tragedia de Casas Viejas, 1933 Quince crónicas
de guerra, 1936
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