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2268. Bombas en la huerta

Fotografía de Robert Capa


La rana está allí en el borde del cráter, poniendo sobre la tierra negra y húmeda la mancha blanca de su tripa vuelta al cielo. Parece la miniatura de un niño espanzurrado, con su vientre hinchado, sus patas largas y fláccidas, sus bracitos recogidos sobre el pecho. La fuerza expansiva la mató y la tiró allá a lo alto del pozo lleno de agua sucia, donde vierte la acequia rota su chorro. Al parecer, es la única víctima. Tal vez la explosión la sorprendió en un canto de amor al pie de la acequia. Con sus ojillos saltones, muy vidriados por la muerte, muy abiertos, la rana mira al cielo. Mientras miro yo a la rana, el viejo, el dueño de la huerta, me explica:

—Nos salvamos de milagro. Creíamos que la casa se hundía. 

La casa es una casita de ladrillo, blanqueada con cal, que se levanta a veinte metros del sitio donde cayó la bomba.

—Verá usted: cuando pasó el avión hacia Alicante, yo había salido para dar una vuelta a los tomates, porque la noche estaba muy fría. Pasó por aquí encima y después oí las explosiones detrás del monte. Yo estaba allí, en aquel bancal —me señalaba la parte opuesta de la huerta—, cuando le sentí volver. Venía derecho hacia aquí, por encima de Santa Faz, cuando... ¡Boum!... Sonó tan fuerte y tan cerca que me quedé sentado en el suelo y casi inmediatamente, cayó esta bomba. Con que, salgo corriendo a casa a ver si había pasado algo a la mujer y me la encuentro corriendo por el campo en camisa. Abrazados estábamos, cuando tiraron la tercera que cayó en esa huerta, que ve usted allí abajo. Luego, ya se marcharon. No pudimos dormir en toda la noche, y en cuanto se ha hecho el día, me he venido aquí. Llevo recogidos lo menos diez kilos de hierro, y lo peor es que me ha destruido la tierra del bancal y la acequia. Talmente como si me hubieran dado a mí en las entrañas. Porque, claro, ustedes, los de Madrid, no saben lo que es esto para nosotros. Pero nosotros sí. 

Se endereza la figura del viejo en el borde del cráter. Se transfigura al extender circularmente la mano derecha, abarcando toda la llanura cuajada del verdor de la huerta, y rompe a hablar, hieráticamente, como iluminado.

—Dicen que los romanos que hubo antes de Cristo, estuvieron por aquí, y desde las montañas bajaron el agua por todos estos canales hasta donde estamos. Esto se lo oí hace muchos años, a un señor que también vino de Madrid y estuvo viendo las acequias y los puentecillos y decía que era cosa de romanos y de moros. Fíjese si aquella gente querría a la tierra. Leguas y leguas de canalitos, para llegar aquí el agua. Mi abuelo cavaba esta tierra y la habían cavado sus abuelos y los abuelos de sus abuelos. Cuando yo era chico y le estropeaba una reguera por pisar dentro de los bancales, me daba un palo en las costillas: —«¡Lladre!», me gritaba— ¿crees que no hay más que cavar, para que tú destroces? Y además, dejas perder el agua. Era ya más viejo que soy yo. Salía a plantar con un cucurucho de papel, haciendo agujeros en la tierra y dejando caer la semilla allí. A lo último, ya le dolían los riñones y no podía agacharse. Para mí era un juego plantar con el cucurucho. Venía detrás de mí y me regañaba porque los agujeros no estaban bien rectos e iguales. Así, sesenta años he labrado esta tierra. Algunas veces plantan mis nietos, por juego, y yo me enfado porque tuercen las hileras de agujeros. También comienzan a dolerme los riñones. Hemos vivido en paz sesenta años, hasta que ha venido esta maldita guerra. «Redeu»... Me mataron un hijo los italianos en Guadalajara, y ahora vienen aquí de noche a matarme la tierra... 

Se calla el viejo y su mirada se hunde en el hoyo de la explosión. Hay un naranjo cargado de fruto, arrancado de raíz, caído a unos metros. Penden de sus ramas, las bolas doradas, no maduras aún, y a su alrededor hay docenas dispersas. Parecen hijos que hubieran perdido a la madre. En la copa de otro naranjo, hay un tejido de cañas de las que sostienen las plantas de tomates ya maduros. Se mezclan con el amarillo de las naranjas las manchas rojas que parecen de sangre fresca sobre el árbol, herido en su tronco por una esquirla de metralla. 

La bomba ha caído sobre el mismo canal de la acequia y la ha roto. La acequia, una gruesa arteria cortada, ha rellenado la herida de agua sucia y rebosa la sangre de la huerta por todos los bancales, mansamente, en una inundación callada que va cubriendo las plantas bajas y los hoyos. La tierra blanda y removida, absorbe ansiosa el agua. Esto es la pérdida de la siembra: se pudrirán allí dentro las raicillas nacientes. Parece que todos los árboles y todas las flores y todas las plantas miran al hoyo negro, lleno de agua negra. 

Hay un silencio hondo y profundo en la huerta. Rompe el viejo su meditación; empuña la azada para clavarla en la tierra. Entonces, ve el cuerpecillo de niño de la rana, tripa al sol. Se inclina y la coge por una de sus patas posteriores, la suspende en el aire y la contempla, colgante de sus dedos como un pingajo: 

—¡La pobre! 

La deja caer blandamente en la tierra removida y vierte sobre ella la primera paletada de esta tierra grasa, religiosamente, despacio, como para no aplastar el cuerpecito frágil. Me he marchado lentamente, de cara al mar, de espaldas a la huerta asesinada. Me acompaña el ruido isócrono de la azada del viejo que, resuena en el campo, como azada de sepulturero.


Arturo Barea
Valor y miedo, 1938
Capítulo IV - Bombas en la huerta


Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.








2 comentarios:

  1. Doloroso relato. Desgraciadamente, lanzadas por la avaricia y la especulación, las bombas siguen cayendo sobre la huerta, como sigue, más vigente que nunca, la sentida protesta del viejo huertano. Pero... "claro, ustedes, los de Madrid, no saben lo que es esto para nosotros". Los de "Madrid" siguen sin saberlo.

    Salud, María.

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  2. Tras publicar esta entrada varias personas de Alicante me han comentado que el relato es absolutamente fiel a los hechos. Dicen que a sus padres les prohibían ir al colegio, pues cada día de forma indistriminada las huertas eran bombardeadas. Y los de madrid siguen sin saberlo Loam... Salud!

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