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2270. El éxodo



Valencia reventaba, la capital levantina era estrecha para albergar la riada que llegaba por la carretera procedente de Madrid. Camiones y coches que tenían que ir al paso de la multitud, desembocaban en la ciudad de noche y de día, incesantemente, sin parar, arracimados y compactos. A lo largo de la carretera las gentes extenuadas se quedaban en las cunetas para descansar. El aire estaba impregnado de olor a azahar y a tierra fértil. Las naranjas al alcance de la mano les servían de alimento.

En Valencia las casas estaban abarrotadas, no había hoteles ni pensiones, todo desbordaba. Valencia era el último baluarte, el punto de concentración. Su puerto y el camino abierto a los puertos de Alicante y Cartagena, eran las tablas de salvación de los vencidos. Allí estaba el mar y todos tenían esperanzas de poder embarcar. Ahora cuando todo estaba perdido, lo importante era salvarse, no dejarse atrapar.

Las calles valencianas tenían un colorido abigarrado: soldados con fusiles al brazo de todas las armas, de todos los cuerpos, caminaban de un lado para otro, buscando, indagando la forma de salir. Hombres y mujeres de todas las edades llenaban las calles; la Plaza de Emilio Castelar estaba invadida por una muchedumbre que no encontraba refugio a techo cubierto. Se repartían sacos de jugosas naranjas; miles y miles eran consumidas por los refugiados, toda la plaza amarilleaba sembrada de cáscaras.

A los domicilios de Partidos y sindicatos no se podía entrar; escaleras, pasillos y despachos estaban llenos de personas que querían saber dónde, cómo y cuándo iban a salir. Las gentes iban a la playa para descansar en sus aguas, los doloridos pies reventados por las ampollas.

Valencia, que había sido la gran ubre que amamantó a Madrid, que recibió en sus pueblecitos alegres y soleados a millares de evacuados madrileños y andaluces, ahora tenía que hacer el último esfuerzo: encajar el golpe de la avalancha, ayudar a sus hermanos en la activada final.

Seguían afluyendo huidos de Madrid que traían noticias del engalanamiento de la ciudad por la “quinta columna” para recibir a las tropas de Franco.

¿Qué pasaría, si aún estaban en la capital levantina esperando no se sabía bien “qué”, cuando ya Franco hubiese dado por terminada la guerra? ¿Cómo salvarse?… Se hablaba de la llegada de unos barcos de la Sociedad de Naciones que embarcarían a todos los que lo desearan…, pero ¿cuándo llegaban?, aquello no podía ser una ratonera, no podían dejarles allí. Miles y miles de personas pululaban por las calles. Sobraban manos. Se esperaba el momento de poder emplearlas en “hacer algo”, en organizar la salida definitiva.

Corrió la noticia como reguero de pólvora: “No llegaban los barcos a Valencia”. ¿Dónde ir entonces? “El puerto de Alicante”. Aquel puerto había sido declarado “zona internacional” por la Sociedad de Naciones. Se decía que ese trozo de tierra sería respetado para que esperasen allí los que querían embarcar. Los gobiernos francés e inglés enviarían barcos suficientes para las casi treinta mil personas que esperaban pudiesen abandonar España. Las noticias iban de boca en boca. A nadie se le ocurría pensar que no estaba su salvación en Alicante. Un movimiento de reflujo se produjo en todos. Se dejó de deambular y empezaron a moverse con actividad febril.

El nuevo éxodo había comenzado. Ahora era Valencia la que se vaciaba; los que tenían medios enfilaron la carretera de Alicante; en los coches iban hasta encima de los “capots”; en los camiones se prensaban para no dejar un solo hueco; los que no disponían de esos medios acudían a los organismos oficiales, a los partidos y sindicatos; los más impacientes a pesar de su fatiga, seguían reventando los pies en el camino, con la esperanza de encontrar vehículo por la carretera.

A las tres de la madrugada Leo y Laura estaban esperando en la Casa del Partido su salida. Todo el local estaba lleno de hombres y mujeres esperando para poder salir. Leo tenía al niño dormido sobre sus piernas, Laura apoyada en su hombro dormitaba. Ella no podía dormir; llevada ocho días en Valencia y apenas había pegado los ojos. Su cara reflejaba las huellas del cansancio, grandes ojeras circundaban sus ojos y las mejillas estaban enflaquecidas y pálidas. Allí sentada pensaba en las muchas veces que en estos tres años había venido a Valencia: ¡qué distinto todo!, venía en misiones de trabajo, en viajes rápidos de tres y cuatro días; entonces Valencia le aparecía un emporio donde se podía encontrar Cernida con bastante facilidad. En la “Marcelina”, en la playa, cara al mar, se comían paellas con sabor a “tiempo normal”; no era una plaza asediada, había alegría, olor a flores, los naranjales perfumaban el aire. Sus gentes de tradición republicana luchaban en todos los frentes, trabajaban en los campos para abastecer a Madrid y su fértil tierra mantenía a todo lo largo de la provincia millares de refugiados.

Leo recordaba Minglanilla, entre Valencia y Madrid, pueblo en el cual todos los que iban o venían de Madrid se paraban a comer. Minglanilla se había hecho célebre por sus huevos gordos como puños, su vino tinto y sus patatas fritas con ajetes. Ahora veía a gentes de toda la región huyendo de sus ricos campos, dejando sus casas, llevando únicamente con ellos un pequeño bulto.

La atmósfera estaba cargada por el humo de los cigarrillos, se fumaba con fruición y nerviosismo; cigarrillos que se encendían con manos impacientes y muchos de ellos tirados a medio consumir, medios cigarrillos que otros días constituían un tesoro.

Leo sentía sed y, le escocían los ojos por la pesadez del ambiente. Les habían dicho que Emilio se reuniría allí con ellas y que saldrían antes del amanecer. Ya casi estaba clareando.

—Tengo frío —dijo Laura.

Leo se quitó la bufanda que llevaba al cuello y se la dio.

—¿Creéis que saldremos de aquí o nos quedaremos con el rabo entre las piernas? —preguntó una mujer que estaba a su lado.

—¡Vaya “estampía”!, yo hubiese seguido defendiéndome hasta con los dientes. ¡Es asqueroso estar esperando camiones para huir como conejos!

Leo calló. La amargura y desesperación se había apoderado del ánimo de muchos, todos los que estaban allí sabían que de quedarse les costaría la vida, pero era tremendamente doloroso marcharse así, en “estampía” como decía la mujer.

Alguien gritó: “¡Ahí están los camiones!”. Todos se levantaron y desapareció el sueño, los ojos brillaban, se recogían bultos, se arreglaban cinturones, todos querían alcanzar la puerta.

Un hombre joven subido a una silla extendía las manos pidiendo silencio. Empezó a hablar “han llegado cuatro camiones, no han podido enviar más de momento; primero saldrán las mujeres y los niños, les llevan a Alicante. En los próximos saldrán los hombres. No pueden llevar bultos, todo el espacio es poco hay que ir de pie y comprimidos”. Las mujeres y los niños se pusieron en fila.

—¿Y Emilio, nos vamos sin saber nada de él? —preguntó Laura.

—Nos iremos, él sabe que estamos aquí le dirán que hemos salido y nos buscará en Alicante, —contestó Leo con sequedad.

Leo estaba angustiada sin saber de Emilio, desde que llegaron a Valencia se habían separado, a él se le había incorporado a los Comités de Evacuación y sólo una vez se habían visto en aquellos días. Irse sin él era para ella angustioso pero no podía quedarse, esta era la única oportunidad de salir, Emilio las buscaría.

Los camiones se llenaban rápidamente, Leo miraba con ansiedad a la puerta de la entrada; de pronto le vio, iba abriéndose camino y buscándolas con la mirada.

—¡Emilio! —gritó.

Llegó hasta ellas, la cara le renegreaba por la barba que le cubría, los pómulos los tenía más acentuados. Al besarle Leo se dio cuenta de que tenía fiebre.

 —¿Te sientes bien? —preguntó.

—Perfectamente. ¿Y vosotras?, ¿tienes leche?, ¿qué habéis comido?

—Estamos bien, no te preocupes.

—Vosotras marchad ahora, yo iré detrás. Nos encontraremos en el puerto, alrededor del rompeolas…, un poco más y enseguida estaremos juntos.

Se besaron con un beso lleno de incertidumbre, los dos eran conscientes, de que de aquí en adelante, las cosas serían difíciles, muy difíciles. El niño reía y le acariciaba la cara, que encontraba extraña y áspera.

El trepidar del motor, los baches, el inmovilismo forzoso; ni un hueco quedaba para mover un pie, el aire azotaba la cara, era un viaje infernal. Iban prensados en el camión como sardinas en lata. Leo y Laura habían puesto al niño entre ambas, con sus cuerpos trataban de protegerle del viento y el polvo. El niño asustado por lo prensado que le llevaban y por los saltos del camión, miraba con los ojos muy abiertos sin atreverse a llorar. A Leo le cegaba el pelo y no podía retirárselo de la cara, no le era posible levantar una mano. 

El camión tenía que sortear mil obstáculos. Las gentes iban por las cunetas y algunos atravesaban los campos por atajos, alumbrándose con linternas, parecían un cortejo de luciérnagas. Pasaron los primeros pueblos, a la altura de Denia y Altea y a pesar de lo temprano de la hora, había gentes por las calles. Leo desfallecía, le pasó como pudo el niño a Laura y se apretó el vientre con las manos, un dolor intenso la hacía doblarse. Nadie hablaba, muchos llevaban cerrados los ojos enrojecidos por el insomnio y la fatiga.


Juana Doña
Desde la noche y la niebla








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