El puerto era un hormiguero.
Leo dudaba de que Emilio les pudiese encontrar entre tantos miles
de personas; como pudo llegó al rompeolas y buscó un sitio lo más visible para
que Emilio las viera. Por todas partes encontraba caras amigas. Había grandes
grupos sentados en círculos, otros no podían permanecer inactivos y caminaban
nerviosamente. A horcajadas, sobre el pretil del rompeolas se apiñaban cientos
de personas mirando al agua, como obsesos.
La mayoría habían llegado el día anterior, procedían de toda la
costa levantina, Orihuela, Elche, Valencia, y miles de castellanos y
madrileños. Más de quince mil personas se hacinaban en el pequeño puerto.
Leonor se sentó en una piedra incrustada en la arena. Seguramente
en lejanos tiempos fue una pequeña roca, ahora brillaba pulida por el continuo
lamer de las olas. Dio de mamar al niño que cogió la teta con verdadera
fruición. Lucía un sol espléndido y el olor salino del mar saturaba el aire.
Echados sobre la arena, con los fusiles de almohada y el rostro hacia el sol, se esperaba; no se
hablaba, de vez en cuando se incorporaban para mirar al horizonte.
Leonor pensaba que ahora que todo estaba perdido, necesitaban
hacer una suma de posibilidades de salvación por si los barcos prometidos no
llegaban. “Emilio, sobre todo, se tendría que salvar a toda costa, en ello le
iba la vida”. Miró a Laura que echada en la arena descansaba del infernal
viaje. Se la veía pequeña, casi una niña, extremadamente delgada, no tenía más
que ojos en la cara, sus largas pestañas sombreaban sus pómulos salientes. No
se quejaba, pero su estómago hundido revelaba la tortura de la
falta de alimento. Tenía diecisiete años y hacía casi un mes que no ingería una
comida sólida.
Un hombre se incorporó sobre un codo y las miró; había en su
mirada la decepción de no esperar nada, el vacío de la desesperanza;
dirigiéndose a Leo preguntó: “¿De dónde venís?”.
—De Madrid.
—¿Qué comes para amamantar a ese pequeño?
—Hasta ayer, naranjas y boniatos.
Metió la mano en el bolsillo de su sahariana, sacó un puñado de
azúcar, y sin decir palabra se lo ofreció. Leo lo cogió y se llenó la boca;
la mitad se la dio a su hermana. Algunos granos de azúcar habían quedado
pegados en la palma de la mano, la acercó a la boca del niño y éste la lamió
dejándola limpia.
—Allí, al otro extremo —dijo el hombre señalando con la mano—
había sacos; campesinos que entraban ayer, traían víveres para embarcar.
—¿Dónde? —preguntó Laura—. Se levantó y se dirigió donde el
hombre la señalaba.
Con Laura venían tres compañeras de Madrid. Una traía un bote
humeante en las manos, Laura un gran papelón de azúcar y un trozo de
tocino.
—Hola Leo —saludaron—. Un grupo de Madrid, estamos en la parte
baja de la playa, venid con nosotros.
—Estamos esperando a Emilio, él nos buscará aquí.
—Te hemos traído esto. Son lentejas que hemos hervido. Nos dijo
Laura que no tenéis nada. Nosotras hemos sacado de por ahí lentejas y tocino;
ya hemos improvisado hasta una cocina, cuando venga Emilio bajar con nosotros.
El hombre se dirigió a Laura:
—¿Qué, pequeña, encontraste azúcar?
—Ya lo creo, y hasta un trozo de tocino también. ¿Tiene una
navaja?, le voy a dar un poco.
—No, para vosotras, cuando tenga hambre buscaré.
Se comieron las lentejas hervidas, estaban malas como rayos no
tenían ni sal pero no dejaron ni una en el bote, después un trozo de tocino y
un puñado de azúcar. Se quedaron tan repletas que parecía que nunca habían
pasado hambre. Aún guardaron una parte para Emilio. Laura se llevó al niño al
agua y Leonor se quedó esperando, no se atrevía a moverse de allí por temor de
que Emilio no las encontrara.
Pasó la mañana y parte de la tarde y, cuando en el horizonte
aparecieron los primeros tintes rojizos del crepúsculo y el puerto y la playa
perdían la luminosidad del sol, cuando ya casi le ahogaba la desesperanza le
vio aparecer. Corrieron el uno hacia el otro, se abrazaron estrechamente sin
palabras; Ramón que venía con Emilio dijo:
—Bueno, ya está bien. ¿Y para nosotros no hay nada?
Ramón era alto y fuerte. Minero asturiano, luchó en Oviedo hasta
la caída de la capital, por quedarse de los últimos pudo salir. Estuvo
escondido y después pasó a la zona republicana. Era un tipo singular, macizo y pesadote; pero en la lucha se
empequeñecía y embestía con la rapidez de un felino. Cogió a Leonor y a Laura y
las levantó del suelo con su abrazo.
En el grupo también venía Juan. Le llamaban el “filósofo”; de cara
angulosa y ojos y cabellos claros, enjuto; adivinábase en él voluntad y nervio.
Simbolizaba a su raza celtíbera; había bajado de las montañas para unirse al
ejército republicano. Por nada se inmutaba y para todo encontraba una “razón
filosófica”.
—¿Qué noticias hay?, ¿vendrán los barcos? —preguntó Leonor.
La miraron sin contestar. Ella los miró también, y vio algo en ellos que la
hizo temblar.
—¿Cuándo habéis llegado?
—Hace una hora.
—¿Habéis comido?, tenemos azúcar y tocino.
—Sí, hemos comido, guardadlo bien —contestaron ellos—, hay que
prepararse a pasar la noche, buscaremos un sitio para acomodarnos.
—En la playa está Paquita y un grupo de Madrid; nos han dicho que
vayamos.
—Pues, en marcha.
Emilio cogió al niño y los cinco se dirigieron en busca de sus
camaradas.
Cuarenta y ocho horas llevaban en esa faja de tierra, única ya de
la que fuera la España Republicana que podían pisar. Pero tampoco era libre, la
habían convertido en un campo de concentración. Habían rodeado el muelle y el
trozo de playa en el cual estaban hacinados con una muralla de camiones y con
ametralladoras mirando hacia ellos. No había retroceso, el mar o el plomo; los
barcos salvadores o la prisión y la muerte.
El mar parecía insensible al ansia de los treinta mil pares de
ojos que lo devoraban con la mirada. De tanto mirar los ojos se habían
familiarizado con las gaviotas y se las envidiaba por tener alas. Los hombres
arrastraban su impotencia y su rabia, callados y taciturnos; apretaban en su
costado las pistolas que aún conservaban y limpiaban, los fusiles, como si aún
les pudieran servir. Se pasaba hambre y se buscaba a los campesinos que habían
entrado al puerto con zurrones de comida.
En la mañana del tercer día corrió la voz de que llegaban los
barcos. ¡Los barcos!, corría la noticia de unos a otros. ¡Hurras y vítores!,
salían de muchas gargantas. Una alegría desbordada se apoderó de aquellos hombres y mujeres porque creían tener ya al alcance de la mano su
salvación. Se hacían cábalas de cuántos barcos llegarían; cómo se embarcaría;
si serían ingleses o franceses y hasta se formó un Comité para organizar el
embarque.
Alguien se subió a un pretil y reclamaba silencio. Se iban a dar
las instrucciones del orden por el cual se tenía que embarcar.
“Lo harán primero los militares de mayor graduación; después los
dirigentes políticos de mayor responsabilidad…”. Había voces preguntando si no
había “Barcos para todos”, “tenemos que salir todos, nadie se puede quedar”.
En otro lado un militante comunista también hablaba a la multitud.
“La Sociedad de Naciones, ¿cómo confiar en ella? Seamos realistas camaradas, no
nos dejemos engañar por el deseo de salir de esta ratonera. La Sociedad de
Naciones nos ha traicionado siempre, con su política de “no intervención”
bloqueando a nuestro gobierno, a nuestro pueblo. Nos han embargado los envíos
de armas, que aún están paralizados en la frontera francesa, con lo cual, de
forma real han desarmado en buena medida al ejército republicano. Nos han
aislado mientras permitían la ayuda masiva de Alemania e Italia a la zona fascista; nuestro
gobierno cumplió el compromiso de que no quedaran en España fuerzas extranjeras
y salieron de nuestra zona las Brigadas Internacionales; pero y ¡¿los fascistas
lo cumplieron?! ¡NO!, y eso ha sido con el beneplácito de los “señores” que hoy
esperamos que envíen barcos para salvarnos. Al otro lado de la frontera, están
nuestros hermanos catalanes y buena parte de nuestro ejército metidos en campos
de concentración. Alemania, estos días se ha engullido a Checoslovaquia, y
Francia e Inglaterra no mueven un dedo. Sus concesiones miedosas ante el avance del fascismo en Europa cada día son
mayores. ¿Cómo queréis que nos saquen de aquí? No son los pueblos inglés y
francés quienes tienen los barcos, son sus gobiernos, y éstos no nos los
mandarán, nos dejarán aquí. ¡Hay que buscar la salida como podamos camaradas y
compañeros!…”.
Se levantó un murmullo y voces ¡derrotista!, ¡derrotista!,
gritaban a la cara del orador. No podían ni querían creerle, eso era tanto como
matar sus últimas esperanzas. La esperanza de su salvación, porque la Sociedad
de Naciones sabía que de dejarles ahí, les entregaba a una muerte segura y eso
no lo podría hacer. No, los barcos vendrían, había que tener
paciencia.
Un barco se acercaba, ahí estaban, era verdad, llegaban los
barcos. Muchas voces gritaron que eran barcos ingleses. La masa se apiñaba de
todas partes para ver el barco…, estaban allí los ingleses…
Aquel barco llegó de vacío y de vacío se fue. Se llevó a bordo a
unas señoras inglesas pero ni un solo republicano pisó su maderamen.
Juan sin inmutarse ni un músculo de su cara dijo al grupo:
—Habrá que buscar cómo salir de aquí, no vendrán barcos, tendremos
que salir por el mar si no podemos por tierra.
—Sí, hay que buscarlo ya, mañana podría ser tarde —afirmó Ramón.
—Yo no puedo irme con vosotros, sería una rémora —dijo Emilio—,
que se vaya Leo.
Hacía dos días que Emilio tenía 40 grados de fiebre y no podía
tenerse en pie, la herida del pulmón se le había abierto por falta de alimento
y el mucho trabajo de los últimos meses. Leo le acarició la cabeza y besándole
le dijo: “no me iré, yo también sería una rémora con el niño, tú no estás en
condiciones de quedarte con él”.
—Vete Leo, yo me quedo con el niño y Emilio —le pidió Laura.
—No hablemos más de ello, nosotros no podemos irnos, al menos de
momento, si Emilio se pone mejor y no es demasiado tarde, encontraremos el modo
de salir.
Cuatro días, las noches eran húmedas y frías. Sucios y
hambrientos. Ya no se miraba al mar. Había llegado la hora de contar con uno
mismo, de individualizarse. El día 30, un día gris y frío los italianos al
mando de Gambara tomaban el puerto. Los italianos subidos en los camiones les miraban; muchos de ellos vestían sus famosas
“camisas negras” resaltando la calavera que simbolizaba su uniforme fascista.
Se había perdido toda esperanza, por eso los movimientos empezaban a ser
individuales, no cabía esperar la salvación de todos. Se trataba de saber si en
el escaso tiempo —quizá sólo horas— en que aún podían disponer de ese trozo de
tierra había posibilidad de zafarse de aquella ratonera. La evasión era ya
difícil, había que salvar los reflectores para deslizarse como un reptil por
algún hueco, contar con los propios nervios, con la propia habilidad para si la salvación era por mar nadar como un pez sin mover las
aguas; había que darse prisa, nadie sabía por cuánto tiempo ese singular campo
de concentración estaría considerado “zona neutral”.
De forma febril todos buscaban “algo”: ¿cómo?, ¿por dónde salir de
allí?, pero también los había con tal desesperanza que su única huida, su
auténtica evasión era la muerte. Sonó un disparo, los que estaban cerca vieron como
un hombre vestido de uniforme se desplomaba en la arena con la cara destrozada,
se había dado un tiro en la boca levantándose la tapa de los sesos.
Las ametralladoras enfilaron hacia donde había sonado la
detonación; los amigos le echaron una chaqueta sobre la cara, “otro que no ha
querido salir de aquí con vida” —dijo Emilio.
Este no era el primero que se quitaba la vida en el puerto.
Las detonaciones desde hacía dos días se sucedían con bastante
frecuencia.
La noche anterior se habían marchado Ramón, Juan y Paquita.
Abrazaron estrechamente a sus amigos. Una emoción que les impedía hablar les
embargaba a todos. Durante tres años fueron juntos por el mismo camino y ahora se separaban sin saber
si nunca más volverían a verse.
El abrazo fue largo, entrañable. Leo les vio partir y perderse
entre la multitud con los ojos llenos de lágrimas. El primero de abril, fuerzas
franquistas, junto a las tropas invasoras italianas, hablaron por los altavoces
dando fin a la tregua. En ese momento acababa de perderse la última tierra de
lo que fue la España republicana.
Juana Doña
Desde la noche y la niebla
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