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2301. El Puerto de Alicante

Puerto de Alicante, 1 de abril de 1939. Concentracion de tropas fascistas italianas


El puerto era un hormiguero.

Leo dudaba de que Emilio les pudiese encontrar entre tantos miles de personas; como pudo llegó al rompeolas y buscó un sitio lo más visible para que Emilio las viera. Por todas partes encontraba caras amigas. Había grandes grupos sentados en círculos, otros no podían permanecer inactivos y caminaban nerviosamente. A horcajadas, sobre el pretil del rompeolas se apiñaban cientos de personas mirando al agua, como obsesos.

La mayoría habían llegado el día anterior, procedían de toda la costa levantina, Orihuela, Elche, Valencia, y miles de castellanos y madrileños. Más de quince mil personas se hacinaban en el pequeño puerto.

Leonor se sentó en una piedra incrustada en la arena. Seguramente en lejanos tiempos fue una pequeña roca, ahora brillaba pulida por el continuo lamer de las olas. Dio de mamar al niño que cogió la teta con verdadera fruición. Lucía un sol espléndido y el olor salino del mar saturaba el aire.

Echados sobre la arena, con los fusiles de almohada y el rostro hacia el sol, se esperaba; no se hablaba, de vez en cuando se incorporaban para mirar al horizonte.

Leonor pensaba que ahora que todo estaba perdido, necesitaban hacer una suma de posibilidades de salvación por si los barcos prometidos no llegaban. “Emilio, sobre todo, se tendría que salvar a toda costa, en ello le iba la vida”. Miró a Laura que echada en la arena descansaba del infernal viaje. Se la veía pequeña, casi una niña, extremadamente delgada, no tenía más que ojos en la cara, sus largas pestañas sombreaban sus pómulos salientes. No
se quejaba, pero su estómago hundido revelaba la tortura de la falta de alimento. Tenía diecisiete años y hacía casi un mes que no ingería una comida sólida.

Un hombre se incorporó sobre un codo y las miró; había en su mirada la decepción de no esperar nada, el vacío de la desesperanza; dirigiéndose a Leo preguntó: “¿De dónde venís?”.

—De Madrid.

—¿Qué comes para amamantar a ese pequeño?

—Hasta ayer, naranjas y boniatos.

Metió la mano en el bolsillo de su sahariana, sacó un puñado de azúcar, y sin decir palabra se lo ofreció. Leo lo cogió y se llenó la boca; la mitad se la dio a su hermana. Algunos granos de azúcar habían quedado pegados en la palma de la mano, la acercó a la boca del niño y éste la lamió dejándola limpia.

—Allí, al otro extremo —dijo el hombre señalando con la mano— había sacos; campesinos que entraban ayer, traían víveres para embarcar.

 —¿Dónde? —preguntó Laura—. Se levantó y se dirigió donde el hombre la señalaba.

Con Laura venían tres compañeras de Madrid. Una traía un bote humeante en las manos, Laura un gran papelón de azúcar y un trozo de tocino.

—Hola Leo —saludaron—. Un grupo de Madrid, estamos en la parte baja de la playa, venid con nosotros.

—Estamos esperando a Emilio, él nos buscará aquí.

—Te hemos traído esto. Son lentejas que hemos hervido. Nos dijo Laura que no tenéis nada. Nosotras hemos sacado de por ahí lentejas y tocino; ya hemos improvisado hasta una cocina, cuando venga Emilio bajar con nosotros.

El hombre se dirigió a Laura:

—¿Qué, pequeña, encontraste azúcar?

—Ya lo creo, y hasta un trozo de tocino también. ¿Tiene una navaja?, le voy a dar un poco.

—No, para vosotras, cuando tenga hambre buscaré.

Se comieron las lentejas hervidas, estaban malas como rayos no tenían ni sal pero no dejaron ni una en el bote, después un trozo de tocino y un puñado de azúcar. Se quedaron tan repletas que parecía que nunca habían pasado hambre. Aún guardaron una parte para Emilio. Laura se llevó al niño al agua y Leonor se quedó esperando, no se atrevía a moverse de allí por temor de que Emilio no las encontrara.

Pasó la mañana y parte de la tarde y, cuando en el horizonte aparecieron los primeros tintes rojizos del crepúsculo y el puerto y la playa perdían la luminosidad del sol, cuando ya casi le ahogaba la desesperanza le vio aparecer. Corrieron el uno hacia el otro, se abrazaron estrechamente sin palabras; Ramón que venía con Emilio dijo:

—Bueno, ya está bien. ¿Y para nosotros no hay nada?

Ramón era alto y fuerte. Minero asturiano, luchó en Oviedo hasta la caída de la capital, por quedarse de los últimos pudo salir. Estuvo escondido y después pasó a la zona republicana. Era un tipo singular, macizo y pesadote; pero en la lucha se empequeñecía y embestía con la rapidez de un felino. Cogió a Leonor y a Laura y las levantó del suelo con su abrazo.

En el grupo también venía Juan. Le llamaban el “filósofo”; de cara angulosa y ojos y cabellos claros, enjuto; adivinábase en él voluntad y nervio. Simbolizaba a su raza celtíbera; había bajado de las montañas para unirse al ejército republicano. Por nada se inmutaba y para todo encontraba una “razón filosófica”.

—¿Qué noticias hay?, ¿vendrán los barcos? —preguntó Leonor.

La miraron sin contestar. Ella los miró también, y vio algo en ellos que la hizo temblar.

—¿Cuándo habéis llegado?

—Hace una hora.

—¿Habéis comido?, tenemos azúcar y tocino.

—Sí, hemos comido, guardadlo bien —contestaron ellos—, hay que prepararse a pasar la noche, buscaremos un sitio para acomodarnos.

—En la playa está Paquita y un grupo de Madrid; nos han dicho que vayamos.

—Pues, en marcha.

Emilio cogió al niño y los cinco se dirigieron en busca de sus camaradas.

Cuarenta y ocho horas llevaban en esa faja de tierra, única ya de la que fuera la España Republicana que podían pisar. Pero tampoco era libre, la habían convertido en un campo de concentración. Habían rodeado el muelle y el trozo de playa en el cual estaban hacinados con una muralla de camiones y con ametralladoras mirando hacia ellos. No había retroceso, el mar o el plomo; los barcos salvadores o la prisión y la muerte.

El mar parecía insensible al ansia de los treinta mil pares de ojos que lo devoraban con la mirada. De tanto mirar los ojos se habían familiarizado con las gaviotas y se las envidiaba por tener alas. Los hombres arrastraban su impotencia y su rabia, callados y taciturnos; apretaban en su costado las pistolas que aún conservaban y limpiaban, los fusiles, como si aún les pudieran servir. Se pasaba hambre y se buscaba a los campesinos que habían entrado al puerto con zurrones de comida.

En la mañana del tercer día corrió la voz de que llegaban los barcos. ¡Los barcos!, corría la noticia de unos a otros. ¡Hurras y vítores!, salían de muchas gargantas. Una alegría desbordada se apoderó de aquellos hombres y mujeres porque creían tener ya al alcance de la mano su salvación. Se hacían cábalas de cuántos barcos llegarían; cómo se embarcaría; si serían ingleses o franceses y hasta se formó un Comité para organizar el embarque.

Alguien se subió a un pretil y reclamaba silencio. Se iban a dar las instrucciones del orden por el cual se tenía que embarcar.

“Lo harán primero los militares de mayor graduación; después los dirigentes políticos de mayor responsabilidad…”. Había voces preguntando si no había “Barcos para todos”, “tenemos que salir todos, nadie se puede quedar”.

En otro lado un militante comunista también hablaba a la multitud. “La Sociedad de Naciones, ¿cómo confiar en ella? Seamos realistas camaradas, no nos dejemos engañar por el deseo de salir de esta ratonera. La Sociedad de Naciones nos ha traicionado siempre, con su política de “no intervención” bloqueando a nuestro gobierno, a nuestro pueblo. Nos han embargado los envíos de armas, que aún están paralizados en la frontera francesa, con lo cual, de forma real han desarmado en buena medida al ejército republicano. Nos han aislado mientras permitían la ayuda masiva de Alemania e Italia a la zona fascista; nuestro gobierno cumplió el compromiso de que no quedaran en España fuerzas extranjeras y salieron de nuestra zona las Brigadas Internacionales; pero y ¡¿los fascistas lo cumplieron?! ¡NO!, y eso ha sido con el beneplácito de los “señores” que hoy esperamos que envíen barcos para salvarnos. Al otro lado de la frontera, están nuestros hermanos catalanes y buena parte de nuestro ejército metidos en campos de concentración. Alemania, estos días se ha engullido a Checoslovaquia, y Francia e Inglaterra no mueven un dedo. Sus concesiones miedosas ante el avance del fascismo en Europa cada día son mayores. ¿Cómo queréis que nos saquen de aquí? No son los pueblos inglés y francés quienes tienen los barcos, son sus gobiernos, y éstos no nos los mandarán, nos dejarán aquí. ¡Hay que buscar la salida como podamos camaradas y compañeros!…”.

Se levantó un murmullo y voces ¡derrotista!, ¡derrotista!, gritaban a la cara del orador. No podían ni querían creerle, eso era tanto como matar sus últimas esperanzas. La esperanza de su salvación, porque la Sociedad de Naciones sabía que de dejarles ahí, les entregaba a una muerte segura y eso no lo podría hacer. No, los barcos vendrían, había que tener paciencia.

Un barco se acercaba, ahí estaban, era verdad, llegaban los barcos. Muchas voces gritaron que eran barcos ingleses. La masa se apiñaba de todas partes para ver el barco…, estaban allí los ingleses…

Aquel barco llegó de vacío y de vacío se fue. Se llevó a bordo a unas señoras inglesas pero ni un solo republicano pisó su maderamen.

Juan sin inmutarse ni un músculo de su cara dijo al grupo:

—Habrá que buscar cómo salir de aquí, no vendrán barcos, tendremos que salir por el mar si no podemos por tierra.

—Sí, hay que buscarlo ya, mañana podría ser tarde —afirmó Ramón.

—Yo no puedo irme con vosotros, sería una rémora —dijo Emilio—, que se vaya Leo.

Hacía dos días que Emilio tenía 40 grados de fiebre y no podía tenerse en pie, la herida del pulmón se le había abierto por falta de alimento y el mucho trabajo de los últimos meses. Leo le acarició la cabeza y besándole le dijo: “no me iré, yo también sería una rémora con el niño, tú no estás en condiciones de quedarte con él”.

—Vete Leo, yo me quedo con el niño y Emilio —le pidió Laura.

—No hablemos más de ello, nosotros no podemos irnos, al menos de momento, si Emilio se pone mejor y no es demasiado tarde, encontraremos el modo de salir.

Cuatro días, las noches eran húmedas y frías. Sucios y hambrientos. Ya no se miraba al mar. Había llegado la hora de contar con uno mismo, de individualizarse. El día 30, un día gris y frío los italianos al mando de Gambara tomaban el puerto. Los italianos subidos en los camiones les miraban; muchos de ellos vestían sus famosas “camisas negras” resaltando la calavera que simbolizaba su uniforme fascista. Se había perdido toda esperanza, por eso los movimientos empezaban a ser individuales, no cabía esperar la salvación de todos. Se trataba de saber si en el escaso tiempo —quizá sólo horas— en que aún podían disponer de ese trozo de tierra había posibilidad de zafarse de aquella ratonera. La evasión era ya difícil, había que salvar los reflectores para deslizarse como un reptil por algún hueco, contar con los propios nervios, con la propia habilidad para si la salvación era por mar nadar como un pez sin mover las aguas; había que darse prisa, nadie sabía por cuánto tiempo ese singular campo de concentración estaría considerado “zona neutral”.

De forma febril todos buscaban “algo”: ¿cómo?, ¿por dónde salir de allí?, pero también los había con tal desesperanza que su única huida, su auténtica evasión era la muerte. Sonó un disparo, los que estaban cerca vieron como un hombre vestido de uniforme se desplomaba en la arena con la cara destrozada, se había dado un tiro en la boca levantándose la tapa de los sesos.

Las ametralladoras enfilaron hacia donde había sonado la detonación; los amigos le echaron una chaqueta sobre la cara, “otro que no ha querido salir de aquí con vida” —dijo Emilio.

Este no era el primero que se quitaba la vida en el puerto.

Las detonaciones desde hacía dos días se sucedían con bastante frecuencia.

La noche anterior se habían marchado Ramón, Juan y Paquita. Abrazaron estrechamente a sus amigos. Una emoción que les impedía hablar les embargaba a todos. Durante tres años fueron juntos por el mismo camino y ahora se separaban sin saber si nunca más volverían a verse.

El abrazo fue largo, entrañable. Leo les vio partir y perderse entre la multitud con los ojos llenos de lágrimas. El primero de abril, fuerzas franquistas, junto a las tropas invasoras italianas, hablaron por los altavoces dando fin a la tregua. En ese momento acababa de perderse la última tierra de lo que fue la España republicana.


Juana Doña
Desde la noche y la niebla











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