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2276. La igualdad de la mujer I

Teresa Claramunt Creus
(Sabadell, 4 de junio de 1862 - Barcelona, 11 de abril de 1931)


La mujer es inferior al hombre. Sus facultades físicas e intelectuales lo prueban superadamente.

Tal es la afirmación que imperturbablemente lanzan los burgueses siempre que se habla de los derechos de la mujer.

¿Decís que la mujer es inferior al hombre? Eso será verdad, quizá, en esta innoble sociedad en que vivimos. Por la dependencia material a que está sujeta, separada de todas las funciones que no son serviles, reducida a un salario insuficiente, obligada a venderse en casamiento a cambio de una protección a menudo ilusoria o alquilarse para un concubinato en el que sabe ha de ser despreciada, la mujer es, en efecto, inferior al hombre, que goza de monstruosos privilegios.

Imponiéndola una verdadera servidumbre moral, declarándola hecha para someterse exclusivamente a él, ordenándola una sumisión incondicional, que, por consiguiente, le arrebata toda iniciativa, se la reduce al estado de máquina o se la convierte en un objeto.

Pero ¿creéis, señores burgueses, que este estado de servilismo en que mantenéis a la mujer prueba su inferioridad? Os alabáis de una pretendida superioridad física e intelectual, citándonos triunfalmente las conclusiones de vuestros psicólogos y fisiólogos, conclusiones basadas principalmente en el género de vida tan diferente en que se desarrollan el hombre y la mujer.

¿Creéis, pues, que se puede declarar inferior un ser por el sólo hecho de que difiera de otro, sobre todo cuando esta diferencia proviene de la facultad que le distingue, determinando su función en la vida?

Y bien; yo soy mujer, me considero perfectamente igual a vosotros, mis facultades tan nobles como las vuestras y mis órganos tan útiles en la evolución general del gran todo humano.

Si la mujer es inferior al hombre respecto a fuerza, en cambio, como reproductora de la especie, es el primer obrero de la humanidad. Por otra parte, se exagera en exceso la inferioridad muscular de la mujer. Históricamente, la mujer ha sido siempre la principal bestia de carga, y en la actualidad comparte con el hombre los trabajos más penosos.

Porque la fuerza física de la mujer no sea exactamente igual a la del hombre, no se deduce lógicamente que no pueda gozar iguales derechos. ¡Hay en la especie animal tantos seres superiores al hombre! Y dentro de la misma escala racional hay tantos hombres superiores en fuerza física unos a otros, que si hubiera de tomarse dicha fuerza como regulador de los derechos, habría quien tuviera una gran cantidad de ellos y quien no poseyera ninguno.

Esto, apenas se enuncia, demuestra una notoria injusticia que si ha podido pasar en el ayer de la humanidad, cuando la fuerza era el distintivo de la razón; si todavía hoy sobrevive merced a las raíces que las costumbres bárbaras han echado en la sociedad, mañana, ese mañana tan suspirado para todos los que tienen sed de justicia, sólo servirá de afrentoso recuerdo.

Ninguna imaginación que no está obstruida por la aberración más crasa, ningún criterio que no esté ofuscado por el embrutecimiento más inconcebible, puede suponer siquiera que el ser, por ser más fuerte, por tener desarrollado en mayor grado su sistema muscular, ha de gozar de mayores preeminencias, tener mayores goces y disfrutar de mayores prerrogativas.

Que si esto no pugnara abiertamente con las más rudimentarias reglas de justicia, reñido estaría desde luego con el espíritu de igualdad que cada vez más, hasta que llegue a definitivo auge, va informando el modo de ser y las relaciones sociales.

Los partidos reaccionarios y aun muchos de los que se llaman demócratas, republicanos y revolucionarios en cierto grado, son los que fomentan con más ahínco la inferioridad de la mujer y se oponen sistemáticamente a que ésta ocupe en la sociedad el rango que le pertenece.

Y no obstante esta aberración de entendimiento, los reaccionarios, mejor dicho, la clerecía ha conseguido, dominando a la mujer, tener bajo su férula a la sociedad. Así se comprende su tenacidad porque ésta no se ilustre; pues una vez ilustrada y al tanto de lo que son en resumen todas las farsas religiosas, terminaríase ese modus vivendi, merced al cual los zánganos de las religiones chupan sin cesar el jugo de la colmena social.

¿Cómo es posible que el día que la mujer sepa, por lo que acredita la ciencia, que su hijo, lejos de ganar algo con lo primero a que le obliga la iglesia, el bautismo, se halla en inminente riesgo de, entre otras afecciones, perder la vista, de lo cual hay buen número de ejemplos, le lleve a bautizar?

Pues para que no desaparezca esta gabela, una de las más importantes que recibe la iglesia, se hace necesario que la mujer sea un zote; educadla y las pilas bautismales criarán telarañas de no usarse, y los recién nacidos se desarrollarán tan frescos y robustos con su pecado original encima, debajo, dentro o fuera, que para el caso es lo mismo.


Teresa Claramunt
Bandera Social
Madrid, 2 de octubre de 1886








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