La mujer es inferior al hombre.
Sus facultades físicas e intelectuales lo prueban superadamente.
Tal es la afirmación que
imperturbablemente lanzan los burgueses siempre que se habla de los derechos de
la mujer.
¿Decís que la mujer es inferior
al hombre? Eso será verdad, quizá, en esta innoble sociedad en que vivimos. Por
la dependencia material a que está sujeta, separada de todas las funciones que
no son serviles, reducida a un salario insuficiente, obligada a venderse en
casamiento a cambio de una protección a menudo ilusoria o alquilarse para un
concubinato en el que sabe ha de ser despreciada, la mujer es, en efecto,
inferior al hombre, que goza de monstruosos privilegios.
Imponiéndola una verdadera
servidumbre moral, declarándola hecha para someterse exclusivamente a él,
ordenándola una sumisión incondicional, que, por consiguiente, le arrebata toda
iniciativa, se la reduce al estado de máquina o se la convierte en un objeto.
Pero ¿creéis, señores burgueses,
que este estado de servilismo en que mantenéis a la mujer prueba su
inferioridad? Os alabáis de una pretendida superioridad física e intelectual,
citándonos triunfalmente las conclusiones de vuestros psicólogos y fisiólogos,
conclusiones basadas principalmente en el género de vida tan diferente en que
se desarrollan el hombre y la mujer.
¿Creéis, pues, que se puede
declarar inferior un ser por el sólo hecho de que difiera de otro, sobre todo
cuando esta diferencia proviene de la facultad que le distingue, determinando
su función en la vida?
Y bien; yo soy mujer, me
considero perfectamente igual a vosotros, mis facultades tan nobles como las
vuestras y mis órganos tan útiles en la evolución general del gran todo humano.
Si la mujer es inferior al hombre respecto a fuerza,
en cambio, como reproductora de la especie, es el primer obrero de la
humanidad. Por otra parte, se exagera en exceso la inferioridad muscular de la
mujer. Históricamente, la mujer ha sido siempre la principal bestia de carga, y
en la actualidad comparte con el hombre los trabajos más penosos.
Porque la fuerza física de la
mujer no sea exactamente igual a la del hombre, no se deduce lógicamente que no
pueda gozar iguales derechos. ¡Hay en la especie animal tantos seres superiores
al hombre! Y dentro de la misma escala racional hay tantos hombres superiores
en fuerza física unos a otros, que si hubiera de tomarse dicha fuerza como regulador
de los derechos, habría quien tuviera una gran cantidad de ellos y quien no
poseyera ninguno.
Esto, apenas se enuncia,
demuestra una notoria injusticia que si ha podido pasar en el ayer de la
humanidad, cuando la fuerza era el distintivo de la razón; si todavía hoy
sobrevive merced a las raíces que las costumbres bárbaras han echado en la
sociedad, mañana, ese mañana tan suspirado para todos los que tienen sed de
justicia, sólo servirá de afrentoso recuerdo.
Ninguna imaginación que no está
obstruida por la aberración más crasa, ningún criterio que no esté ofuscado por
el embrutecimiento más inconcebible, puede suponer siquiera que el ser, por ser
más fuerte, por tener desarrollado en mayor grado su sistema muscular, ha de
gozar de mayores preeminencias, tener mayores goces y disfrutar de mayores
prerrogativas.
Que si esto no pugnara
abiertamente con las más rudimentarias reglas de justicia, reñido estaría desde
luego con el espíritu de igualdad que cada vez más, hasta que llegue a
definitivo auge, va informando el modo de ser y las relaciones sociales.
Los partidos reaccionarios y aun
muchos de los que se llaman demócratas, republicanos y revolucionarios en
cierto grado, son los que fomentan con más ahínco la inferioridad de la mujer y
se oponen sistemáticamente a que ésta ocupe en la sociedad el rango que le
pertenece.
Y no obstante esta aberración de
entendimiento, los reaccionarios, mejor dicho, la clerecía ha conseguido,
dominando a la mujer, tener bajo su férula a la sociedad. Así se comprende su tenacidad
porque ésta no se ilustre; pues una vez ilustrada y al tanto de lo que son en
resumen todas las farsas religiosas, terminaríase ese modus
vivendi, merced al cual los zánganos de las religiones chupan sin
cesar el jugo de la colmena social.
¿Cómo es posible que el día que
la mujer sepa, por lo que acredita la ciencia, que su hijo, lejos de ganar algo
con lo primero a que le obliga la iglesia, el bautismo, se halla en inminente
riesgo de, entre otras afecciones, perder la vista, de lo cual hay buen número
de ejemplos, le lleve a bautizar?
Pues para que no desaparezca esta
gabela, una de las más importantes que recibe la iglesia, se hace necesario que
la mujer sea un zote; educadla y las pilas bautismales criarán telarañas de no
usarse, y los recién nacidos se desarrollarán tan frescos y robustos con su
pecado original encima, debajo, dentro o fuera, que para el caso es lo mismo.
Teresa Claramunt
Bandera Social
Madrid, 2 de octubre de 1886
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