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2283. La mujer vale tanto como el hombre

El conocido novelista Michel Arlen ha dicho que pasará medio siglo antes de que los hombres acepten a las mujeres como sus iguales. Sin embargo, en este pasado medio siglo, la mujer ha dado tan grande avance que ha logrado alcanzar al hombre y colocarse a su mismo nivel, tanto por su resistencia física como por su capacidad intelectual.

No es esta que hacemos una afirmación gratuita, y menos tendenciosa, sino que hemos llegado a semejante conclusión después de mucho tiempo de estudiar el problema, tomando por observatorio los establecimientos docentes, donde muchachos y muchachas estudian las mismas asignaturas y se entregan a los mismos juegos, en un país donde la mujer, para su desarrollo físico e intelectual, no tropieza con las trabas de los prejuicios milenarios, como son los Estados Unidos.

Si éste es el caso, es decir, si al entrar en el campo de la lucha por la vida hombres y mujeres se hallan igualmente preparados, ¿por qué, entonces, en la mayor parte del mundo, aquéllos hallan toda clase de facilidades, y a éstas han de ponérseles todo género de obstáculos que las impidan vivir, como no se trate de dedicarse a las llamadas «labores propias de su sexo»?

Recientemente han sido las mujeres belgas las que han levantado la voz pidiendo justicia en sus derechos al trabajo, atropellados. Y en esta petición han entrado representantes de las tendencias más diversas: socialistas del partido obrero, liberales de Asociaciones burguesas, comunistas de la Federación del Open Dor, feministas cristianas, intelectuales sin afiliación a ningún partido.

La persecución al trabajo femenino procede de muy diferentes sectores, y en todas partes reviste los mismos caracteres. Así, la Iglesia lo hace en virtud de que el sitio de la mujer, de la esposa, de la madre, está en el hogar; los Gobiernos deflacionistas, con el fin de introducir economías, establecen diferentes escalas de sueldos para los funcionarios públicos, según éstos pertenezcan a uno u otro sexo, o excluyen en absoluto a la mujer de las colocaciones del Estado; los obreros mismos, so pretexto de que la mano de obra femenina está mal pagada, hacen la guerra al trabajo de la mujer, con objeto de que no se rebajen aún más las condiciones del trabajo.

Todos estos motivos, que a primera vista pueden parecer razonables y justificables, considerándolos con un poco de detenimiento, se descubre que son dictados por todo, menos por la razón y la justicia. Así, por ejemplo, el impedir que la mujer que no tiene otro medio de vida que su trabajo entre en la fábrica, en el taller o en la oficina, es condenarla al hambre o lanzarla a la prostitución (y por esto entendemos entregarse con miras interesadas al otro sexo: venderse, en una palabra, ya sea dentro o fuera de las leyes divinas o humanas, dentro o fuera del matrimonio eclesiástico o civil), es someterla a la esclavitud de las industrias caseras, del trabajo a domicilio, el más duro y peor retribuido. Todo lo cual es anticristiano y antisocial, ¡antihumano!, ya que va contra todas las doctrinas y principios del Cristianismo y del Socialismo y de los sentimientos más elementales de Humanidad...

Ni la desintegración del hogar, ni el paro masculino, ni la depreciación de la mano de obra se remediarán echando a las mujeres de las oficinas, talleres y fábricas, sino que con ello sólo se conseguirá agravar el mal, llegando, por ello, a faltar el pan a mayor número aún de familias y haciéndose todavía más rápida la desintegración de éstas.

El único modo de protegerse contra estos males es atajando de raíz los abusos de los explotadores del trabajo femenino, por medio de Sindicatos que lo reglamenten, y haciendo entrar en ellos a las mujeres trabajadoras, para que trabajen en las mismas condiciones que los hombres, ya sea dentro de su casa, para los que opinan que la mujer no debe abandonar el hogar, y fuera de ella, sin que rebaje las condiciones del trabajo.

Pero lo que no se puede, ni en nombre de Cristo, ni en nombre de Marx, ni de nadie, en el cielo y en la tierra, es privar a la mujer, por ser mujer, del derecho elemental que tiene todo ser humano a ganarse la existencia.


Teresa de Escoriaza 
Páginas de la mujer, Mundo gráfico, 27 de noviembre de 1935, p. 21. 










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