El
conocido novelista Michel Arlen ha dicho que pasará medio siglo antes de que
los hombres acepten a las mujeres como sus iguales. Sin embargo, en este pasado
medio siglo, la mujer ha dado tan grande avance que ha logrado alcanzar al
hombre y colocarse a su mismo nivel, tanto por su resistencia física como por
su capacidad intelectual.
No
es esta que hacemos una afirmación gratuita, y menos tendenciosa, sino que
hemos llegado a semejante conclusión después de mucho tiempo de estudiar el
problema, tomando por observatorio los establecimientos docentes, donde
muchachos y muchachas estudian las mismas asignaturas y se entregan a los
mismos juegos, en un país donde la mujer, para su desarrollo físico e
intelectual, no tropieza con las trabas de los prejuicios milenarios, como son
los Estados Unidos.
Si
éste es el caso, es decir, si al entrar en el campo de la lucha por la vida
hombres y mujeres se hallan igualmente preparados, ¿por qué, entonces, en la
mayor parte del mundo, aquéllos hallan toda clase de facilidades, y a éstas han
de ponérseles todo género de obstáculos que las impidan vivir, como no se trate
de dedicarse a las llamadas «labores propias de su sexo»?
Recientemente
han sido las mujeres belgas las que han levantado la voz pidiendo justicia en
sus derechos al trabajo, atropellados. Y en esta petición han entrado
representantes de las tendencias más diversas: socialistas del partido obrero,
liberales de Asociaciones burguesas, comunistas de la Federación del Open Dor,
feministas cristianas, intelectuales sin afiliación a ningún partido.
La
persecución al trabajo femenino procede de muy diferentes sectores, y en todas
partes reviste los mismos caracteres. Así, la Iglesia lo hace en virtud de que
el sitio de la mujer, de la esposa, de la madre, está en el hogar; los
Gobiernos deflacionistas, con el fin de introducir economías, establecen
diferentes escalas de sueldos para los funcionarios públicos, según éstos
pertenezcan a uno u otro sexo, o excluyen en absoluto a la mujer de las
colocaciones del Estado; los obreros mismos, so pretexto de que la mano de obra
femenina está mal pagada, hacen la guerra al trabajo de la mujer, con objeto de
que no se rebajen aún más las condiciones del trabajo.
Todos
estos motivos, que a primera vista pueden parecer razonables y justificables,
considerándolos con un poco de detenimiento, se descubre que son dictados por
todo, menos por la razón y la justicia. Así, por ejemplo, el impedir que la
mujer que no tiene otro medio de vida que su trabajo entre en la fábrica, en el
taller o en la oficina, es condenarla al hambre o lanzarla a la prostitución (y
por esto entendemos entregarse con miras interesadas al otro sexo: venderse, en
una palabra, ya sea dentro o fuera de las leyes divinas o humanas, dentro o
fuera del matrimonio eclesiástico o civil), es someterla a la esclavitud de las
industrias caseras, del trabajo a domicilio, el más duro y peor retribuido.
Todo lo cual es anticristiano y antisocial, ¡antihumano!, ya que va contra
todas las doctrinas y principios del Cristianismo y del Socialismo y de los
sentimientos más elementales de Humanidad...
Ni
la desintegración del hogar, ni el paro masculino, ni la depreciación de la
mano de obra se remediarán echando a las mujeres de las oficinas, talleres y
fábricas, sino que con ello sólo se conseguirá agravar el mal, llegando, por
ello, a faltar el pan a mayor número aún de familias y haciéndose todavía más
rápida la desintegración de éstas.
El
único modo de protegerse contra estos males es atajando de raíz los abusos de
los explotadores del trabajo femenino, por medio de Sindicatos que lo
reglamenten, y haciendo entrar en ellos a las mujeres trabajadoras, para que
trabajen en las mismas condiciones que los hombres, ya sea dentro de su casa,
para los que opinan que la mujer no debe abandonar el hogar, y fuera de ella,
sin que rebaje las condiciones del trabajo.
Pero
lo que no se puede, ni en nombre de Cristo, ni en nombre de Marx, ni de nadie,
en el cielo y en la tierra, es privar a la mujer, por ser mujer, del derecho
elemental que tiene todo ser humano a ganarse la existencia.
Teresa de Escoriaza
Páginas de la mujer, Mundo gráfico, 27 de noviembre de 1935, p. 21.
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