La
ventana del hotel está abierta y desde la cama se puede oír el tiroteo del
frente, que está a diecisiete manzanas de distancia. Los disparos de rifle se
prolongan durante toda la noche. Los rifles disparan con su peculiar estallido
y después abre fuego una ametralladora. Tiene un calibre mayor y hace mucho más
ruido. Luego se acerca el bum de una granada de mortero y una ráfaga de
disparos de ametralladora. Uno yace en la cama escuchando y es magnífico estar acostado con las piernas estiradas
para calentar poco a poco la fría parte inferior de las sábanas y no en la
Ciudad Universitaria o en Carabanchel. Un hombre canta con voz ronca en la
calle y tres borrachos discuten cuando uno se queda dormido.
Por la mañana, antes de que suene la llamada de recepción, el
estallido ensordecedor de una granada altamente explosiva le despierta a uno,
haciéndole mirar por la ventana, desde donde ve a un hombre con la cabe za baja
y el cuello del abrigo alto, cruzando desesperadamente la plaza empedrada.
Flota el olor acre de los explosivos detonantes que uno había esperado no oler nunca más, y en bata y
zapatillas baja uno las escaleras de mármol y casi choca con una mujer de edad
mediana, herida en el abdomen, a quien dos hombres con batas azules de obreros
ayudan a entrar en el hotel. Tiene las manos cruzadas bajo su gran pecho
español de la vieja usanza y entre sus dedos fluye la sangre en un chorro
delgado. En la esquina, a dos manzanas de distancia, hay un montón de
escombros, cemento pulverizado y tierra removida, un solo hombre muerto y un
gran boquete en la acera por el que se eleva el gas de una tubería rota que
parece un espejismo en el frío aire de la mañana.
—¿Cuántos muertos? —pregunta uno a un policía.
—Uno solo —responde—. Ha agujereado la acera y ha explotado
debajo. Si hubiese explotado sobre la piedra sólida de la carretera, podría
haber habido cincuenta.
Un policía cubre la parte superior del tronco al que le falta la
cabeza; mandan a buscar a alguien que repare el conducto de gas y uno sube a
desayunar. Una fregona de ojos enrojecidos limpia la sangre del suelo de mármol
del pasillo. El hombre muerto no era uno mismo ni nadie que uno conozca y todo
el mundo está muy hambriento en el frente de Guadalajara.
—¿Le ha visto? —pregunta alguien durante el desayuno.
—Sí —contesta uno.
—Por ahí pasamos una docena de veces al día. Justo por esa
esquina.
Alguien hace una broma sobre unos dientes desaparecidos y otro
replica que no haga esa broma. Y todos tienen la sensación que caracteriza a la
guerra. No he sido yo, ¿sabes? No he sido yo.
Los italianos muertos en la carretera de Guadalajara no eran uno
mismo, aunque los muertos italianos, debido al lugar donde uno pasó la
adolescencia, siempre parecían, aún, «nuestros muertos». No. Uno iba al frente temprano por la mañana en un miserable cochecito con un pequeño
chofer, aún más miserable, que sufría visiblemente a medida que se acercaba al
lugar del combate. Por la noche, sin embargo, a veces tarde y sin faros,
mientras los camiones pasaban a toda velocidad, uno volvía a dormir en una cama
con sábanas en un buen hotel, pagando un dólar diario por las mejores habitaciones
de la fachada. Las habitaciones pequeñas de la parte posterior, en el lado
opuesto al del bombardeo, eran considerablemente más caras. Después de la
granada que cayó en la acera enfrente del hotel, uno consiguió una bonita
habitación de esquina en aquel lado, de tamaño doble que la anterior, por menos
de un dólar. No era a mí a quien habían matado. ¿Lo ven? No, no he sido yo. No
me han matado.
Después, en un hospital donado por los Amigos Americanos de la
Democracia Española, situado detrás del frente de Morata, en la carretera de
Valencia, dijeron:
—Raven quiere verle.
—¿Le conozco?
—No creo —contestaron—, pero él quiere verle.
—¿Dónde está?
—En el piso de arriba.
En el piso de arriba hacían una transfusión a un hombre de cara muy gris que yacía en una camilla
con el brazo extendido, mirando al otro lado de la botella gorgoteante y
gimiendo de un modo muy impersonal. Gemía mecánicamente y a intervalos
regulares y no parecía ser él quien producía el sonido. Sus labios no se
movían.
—¿Dónde está Raven? —pregunté.
—Estoy aquí —dijo Raven.
La voz procedía de un alto montículo cubierto por una burda manta
gris. Había dos brazos cruzados encima del montículo y en un extremo se veía
algo que había sido una cara pero que ahora era una zona de costras amarillas
con una ancha venda donde habían estado los ojos.
—¿Quién es? —preguntó Raven.
No tenía labios pero hablaba bastante bien sin ellos y con una voz
agradable.
—Hemingway —dije—. He venido a ver cómo se encuentra.
—La cara quedó bastante mal — respondió—. Se quemó a causa de la
granada, pero se ha pelado dos veces y ahora va bien.
—Tiene un aspecto estupendo —dije —. Va muy bien. —No la miré
mientras hablaba.
—¿Cómo están las cosas en América? —preguntó—. ¿Qué piensan de
nosotros por allí?
—La opinión ha cambiado mucho —contesté—. Están empezando a darse
cuenta de que el gobierno va a ganar la guerra.
—¿Usted cree?
—Claro —aseguré.
—Me alegro muchísimo —dijo—. Sepa que no me importaría nada de
todo esto si pudiera solo observar lo que ocurre. No me importa el dolor,
¿sabe? Nunca me pareció realmente importante. Pero siempre me interesaron mucho
las cosas y de verdad que no me importaría nada el dolor si pudiera seguir las
cosas de un modo inteligente. Podría incluso ser de alguna utilidad. Sepa que
la guerra no me importaba nada. Me fue muy bien. Me hirieron una vez antes y volví a incorporarme al batallón a las dos semanas. No podía soportar
estar lejos. Y entonces me pasó esto.
Había puesto su mano en la mía. No era la mano de un trabajador.
No tenía callos y las uñas de los dedos largos y anchos eran suaves y
redondeadas.
—¿Cómo le pasó? —pregunté.
—Bueno, había unas tropas desmoralizadas y fuimos a tratar de
animarlas y lo logramos y entonces tuvimos un combate enconado con los
fascistas y los vencimos. Fue una lucha difícil, sabe, pero los derrotamos y
entonces alguien me lanzó esta granada.
Con su mano en la mía y oyendo cómo lo contaba, no creí una
palabra. En cierto modo, lo que quedaba de él no parecía ser los restos de un
soldado. Yo ignoraba cómo le habían herido, pero la historia no me sonaba
verdadera. Era como todo el mundo quisiera haber caído herido. Pero quería que
él pensara que me lo creía.
—¿De dónde vino usted?
—De Pittsburgh. Allí fui a la universidad.
—¿Qué hacía antes de alistarse para venir aquí?
—Era asistente social —contestó.
Entonces supe que no podía ser cierto y me pregunté cómo le
habrían herido de un modo tan horrible, pero sin importarme. En la guerra que
había conocido los hombres solían mentir sobre cómo habían sido heridos.
No al principio, sino más tarde. Yo también mentí un poco en mí tiempo.
Especialmente al anochecer. Pero me alegró que él pensara que me lo creía y
hablamos de libros, quería ser escritor, y yo le conté lo sucedido al norte de
Guadalajara y le prometí llevarle algunas cosas de Madrid la próxima vez que
pasáramos por aquel lugar. Tal vez podría conseguirle una radio.
—Me han dicho que Dos Passos y Sinclair también van a venir —dijo.
—Sí —contesté—, y cuando vengan, los traeré a visitarle.
—Caramba, esto sería magnífico — exclamó—. No sabe lo mucho que significaría para mí.
—Los traeré —dije.
—¿Vendrán pronto?
—Los traeré en cuanto lleguen.
—Adiós, Ernest —dijo—. No te importa que te llame Ernest, ¿verdad?
La voz salía muy clara y suave de aquel rostro parecido a una
colina donde se hubiera luchado en tiempo lluvioso y que luego se hubiera
cocido al sol.
—Diablos, no —exclamé—. Por favor. Escucha, veterano, te pondrás
bien. Y, sabes, servirás de mucho. Puedes hablar por radio.
—Es posible —dijo—. ¿Volverás?
—Claro. Seguro que sí.
—Adiós, Ernest —repitió.
—Adiós —dije.
Abajo me dijeron que había perdido los dos ojos además de la cara
y que también estaba malherido en las piernas y los pies.
—También ha perdido dedos de los pies —añadió el médico—, pero no
lo sabe.
—Me pregunto si lo sabrá alguna vez.
—Oh, claro que sí —dijo el médico —. Se recuperará.
Y uno sigue sin caer herido, pero ahora se trata de un
compatriota. Un compatriota de Pennsylvania, donde una vez luchamos en
Gettysburg.
Después, caminando por la carretera, con el brazo izquierdo en una
tablilla en forma de aeroplano, andando al paso de gallo de pelea del soldado
profesional británico que no podían destruir diez años de militancia en un
partido ni las alas de metal de la tablilla, conocí al comandante de Raven,
Jock Cunningham, que tenía tres heridas frescas de rifle en la parte superior
del brazo izquierdo (las miré, una estaba infectada) y otra bala de rifle bajo
el omóplato, que le había entrado por el lado izquierdo del pecho y le había
subido hasta alojarse allí. Me contó en términos militares la historia del
intento de reagrupar tropas en retirada en el flanco derecho de su batallón, del bombardeo de una trinchera
ocupada por los fascistas en uno de sus extremos y por las tropas del gobierno
en el otro, de la toma de esta trinchera y, con seis hombres y una metralleta,
la separación de sus propias líneas de un grupo de unos ochenta fascistas y de
la desesperada defensa final de su imposible posición por parte de seis
hombres, hasta que las tropas del gobierno subieron y, atacando, volvieron a
enderezar la línea. Lo contó de forma clara y convincente y con un pronunciado
acento de Glasgow. Tenía ojos profundos y penetrantes, protegidos como los de
una águila, y al oírle hablar, uno adivinaba qué clase de soldado era. Por lo que había hecho
habría obtenido una VC en la última guerra. En esta guerra no hay
condecoraciones. Las heridas son las únicas condecoraciones y no se conceden
galones por las heridas.
—Raven estuvo en el mismo espectáculo —dijo—. Ignoraba que le
hubiesen herido. ¡Ah, es un buen hombre! Le hirieron después que a mí. Los
fascistas a quienes habíamos cortado eran tropas muy buenas. Nunca
desperdiciaban una bala cuando estábamos en una mala posición. Esperaban en la
oscuridad hasta localizarnos y entonces disparaban una descarga cerrada. Así fue cómo recibí cuatro balas en el mismo
lugar.
Hablamos un rato y me contó muchas cosas. Todas eran importantes
pero nada tan importante como que todo cuanto me había dicho el asistente
social Jay Raven de Pittsburgh sin entrenamiento militar era cierto. Esta es
una nueva y extraña clase de guerra en la que se aprende justo lo que uno es
capaz de creer.
Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)
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